La cuarentena ha puesto aún más en evidencia la precariedad alrededor del trabajo doméstico. Patrones que exigen presencia y chantajean con no pagar, dificultades para cobrar el IFE. Vidas crueles a las que no se presta atención.
Es un video breve para saludar por el Día del Trabajador. Suena un himno, una voz marcial que podría decir ¡Vamos, Argentina!, pero saluda en off a quienes hacen tareas domésticas afiliadas al sindicato, que son en su mayoría mujeres. En las imágenes alguien trapea, alguien pasa la enceradora, alguien saca lustre con Blem, alguien prepara una mamadera. No se ven caras, solo manos, a lo sumo unas piernas. Puro cuerpo sin rostro. No hay un atisbo de voz. Es el saludo de la Unión del Personal Auxiliar de Casas Particulares a sus afiliadas, publicado en su página de Facebook, y debajo del posteo se acumulan miles de Me gusta y comentarios en los que pululan palabras como “gracias a Dios”, “vamos, compañeras” y “basta de ser esclavas”, que se mezclan con relatos como el de Victoria, que cuenta que la echaron porque guardaba la cuarentena obligatoria en su casa por ser hipertensa, o el de Yolanda, que como es asmática se quedó en su casa pero luego tuvo que pelear con la nuera de sus jefes que le decía que de alguna manera tenía que cumplir con las horas que se le pagaban: o podía ir a limpiar la casa de fin de semana en el country, o podía quedarse en la casa de los patrones, con cama, tres días seguidos para compensar. Yolanda amplía la historia y entra en juego el rizoma del vínculo: un linaje de trabajadoras que se pasan la posta y que termina en su amenaza de despido. Ella, Yolanda, conocía a la familia desde los 9 años. Su mamá trabajaba ahí, ella la acompañaba, después su mamá enfermó y ella tomó su lugar, ya de más grande. Sus patrones fueron los mismos pero envejecieron, y ahí apareció la nuera a decirle eso: que qué asma ni tanta alharaca, que le busque la vuelta porque si quiere cobrar tiene que trabajar. Diecisiete años de servicio, “de vínculo afectivo”, se disuelven cuando el lado más fuerte dice: “Ya está”. La cuarentena expone eso: lo que está a la intemperie. “Quedate en casa. Pero no en la tuya; en la mía” .
Desapercibidas. Así pasan la mayor parte del tiempo. Hacen ese trabajo sigiloso que solo se nota cuando falta. El botón que detiene la máquina total, pero no lo sabe hasta que se aprieta. El cuidado doméstico, ese que para muchos se hace solo, como si por las noches trabajaran los duendes que quitan el polvo o tienden las camas con el chasquido de dos dedos, se pone en evidencia muy de vez en cuando, y entonces sucede como si de abajo de la alfombra brotara una montaña. Laboriosas en silencio que, de vez en cuando, dicen: ¡Acá estamos! Y se siente. Trabajadoras puertas adentro, en ese territorio tan brumoso como escondido del ojo del Estado que es la casa ajena, ahí donde nadie mira más que el patrón o la patrona, ahí donde están solas, hasta que se juntan. Empleadas domésticas, trabajadoras de casas particulares, la señora que limpia, la señora que me ayuda. ¿Cómo las nombran quienes las mencionan en ese discurso que muchas veces cruje en contradicciones? Según datos de la OIT, “en la Argentina las mujeres representan más del 95% del sector. Son el 17% de las mujeres asalariadas en el país. Un trabajo que en muchos casos se inicia desde edades muy tempranas: el 5,6% de las niñas de 5 a 15 años en la Argentina dedican diez horas o más a tareas domésticas, según reveló la Encuesta de Actividades de Niñas, Niños y Adolescentes (EANNA) realizada por la Secretaría de Gobierno de Trabajo y Empleo de la Nación”.
En una charla que dio por YouTube durante el contexto del aislamiento obligatorio frente al coronavirus, Ricardo Greene, sociólogo y estudioso del tema desde hace más de una década, aportó números contundentes: ningún otro trabajo ha empleado tantas mujeres en la región; de todas las que trabajan, cuatro de cada diez son empleadas domésticas, y hay 18 millones en América Latina. Casi la población de Chile, acota Greene. Y casi así de poderosas, de potencia latente, si tuvieran margen para parar su máquina. Recordemos el botón. Recordemos a Silvia Federici, que rastrea la importancia de este tipo de tareas de cuidado para el sistema capitalista, para mantener en pie la fuerza de trabajo de sus fábricas, de sus engranajes. Cuando en la Argentina se anunció la cuarentena obligatoria, en marzo, muchas de ellas contaron cómo empezaron a sonar sus celulares: un “Quedate en casa” que repetían las patronas (porque la mayoría de las veces el trato es empleada-patrona). Algo así como un “Quedate en casa, pero no en la tuya, en la mía”.
Obligadas a trabajar, o despedidas por respetar la cuarentena, o confinadas a días y días en la casa de sus jefes por amenazas de que no había libertad alguna para circular. Chicas que no conocen la ciudad, chicas que no tienen familia, mujeres que no tienen el WhatsApp de los abogados pero que veces, aunque sea en los grupos de Facebook, se animan a contar sus historias, o, también, en grupos de WhatsApp. Es innegable que están mejor que en otras décadas. Hay otro amparo, desde el lado del reconocimiento de la Ley 26 844, de 2013, que determina aumentos y condiciones de contratación. Pero si bien ha habido incentivos, todavía el empleo en negro gana la pulseada y en esas aguas abiertas se arma el descalabro. Durante mayo de 2020 les correspondió un aumento, y el sueldo de quienes trabajan en tareas generales quedó así: con retiro, la paga es de $ 144,50 la hora y $ 17 785,50 mensual. Sin retiro, $ 155,50 la hora y una remuneración mensual de $ 19 777,00. Es interesante ver cómo se acumulan los comentarios en la nota que lo anuncia en el diario La Nación, y que informa que quienes realizan esta actividad deben guardar cuarentena obligatoria en sus casas (salvo la categoría 4, que corresponde a cuidado de personas). En los comentarios se lee a una clase media que trabaja de manera independiente y que dice no poder pagarles y se indigna porque algunas de ellas pudieron cobrar el Ingreso Familar de Emergencia (IFE) para cubrir los baches. Va uno solo, de muestra: “No viene a trabajar, yo le pago el sueldo igual, cobra los $ 10 000 de regalo, como tiene tiempo trabaja en negro en otras casas, está chocha con la cuarentena”. O “Mirá, descubrí que desde que no viene la mía tengo la casa más limpia porque la tengo yo”. Sí, escribe así: “La mía”. Las tuercas flojas del discurso progresista Federici subraya la línea de continuidad que hay entre la situación de las trabajadoras que hacen tareas de cuidado y las mujeres campesinas. Más allá de la lectura que luego abre la autora de El patriarcado del salario, la línea con el trabajo rural también podría verse en esa situación empantanada en la que la gratitud mancha la cancha e impide ver los grises de las condiciones laborales y de contratación, cuando las hay. El patrón que te regala el cordero a fin de año, pero te tiene en negro y sin obra social. La patrona que te regala zapatillas para los nenes, o esa campera que compró en un viaje a los Estados Unidos, pero que ya no le anda más. Eso que para muchas arma lazos, para otras es un juego de poder –inconsciente, tal vez, pero de poder en definitiva–. Aly Diarte forma parte de una agrupación que se llama Trabajadoras In-Domésticas y reúne en un grupo de WhastApp y de Facebook a empleadas del Oeste, de zona Sur, Norte y la ciudad de Buenos Aires. Ella trabaja desde los 19, y conoce desde entonces los modos de manejarse de los patrones. No anda con romanticismo. Es directa: “No es solo una donación. Es ejercicio de poder.
Hay una manipulación emocional de por medio”. Esas situaciones se repiten, y la confianza en muchos casos empieza a empantanar la cancha. Basta rascar un poco para que empiece a descascararse. Miradas indiscretas, puestas a prueba, diálogos armados para generar inseguridades, hay de todo cuando se empieza a escuchar lo que viven las trabajadoras domésticas en la casa de sus patrones. Son mujeres rurales, indígenas, pobres, inmigrantes, negras: “Tradicionalmente subsumidas, puestas en un estatus de servicio”, recuerda Greene. Él pone la lupa en la cuestión de género, de clase, ahí donde se aflojan algunas tuercas del discurso de cierto progresismo. “¿Cómo defender un proyecto sin cuestionar el orden patriarcal que mantienen en sus hogares y que les permite tener esa vida progresista?”, mete el dedo en la llaga el sociólogo. En la Argentina hay casi dos millones de trabajadoras domésticas. Y es un trabajo que aumenta. ¿Cómo llegar a ellas? ¿Cómo cuidar lo que no se ve? La cuestión de los vínculos entra en juego, muchas veces. ¿Cómo no, con tanta cercanía? Los patrones hablan de afecto; las trabajadoras muchas veces también: el niño que se cuida desde que es pequeño, la señora a la que se acompañó tantas noches, esa familia que conoce sus sabores, esas cenas que tienen la marca de sus manos… Pero ¿cómo hablamos de vínculos cuando el engranaje dice otra cosa? ¿Cómo sostener una organización, una actitud de lucha, cuando el piso tambalea?
Durante la cuarentena 2020, el tablero quedó más despatarrado. Patrones que querían pagar solo la diferencia entre el IFE y el salario habitual, patrones que no querían pagar nada. Patrones que pagaban pero exigían que fueran. Y ellas del otro lado, braceando entre la falta de trabajo y los problemas que también aguardan del lado de sus casas. Y el miedo. Y una situación de desamparo puesta a rodar una vez más, porque el IFE no salió para todas, y entonces de todos modos tuvieron que salir a trabajar porque el trabajo en negro es mayoritario. “Las militantes somos como las amigas que les hablan mal de los maridos violentos y las quieren convencer para que los denuncien o se separen. Pasa algo y nos dejan de hablar y hasta se cruzan de vereda”, dice Aly Diarte. “Se retrocedió en el empoderamiento. Las compañeras que se venían animando ya no lo hacen. La visibilización hubiese servido si se acompañaba con medidas del Estado, pero ocurrió todo lo contrario. Al statu quo le molestó la visibilización y que podamos cobrar el IFE, pero muchas compañeras no lo cobraron. No les salió. Tuvieron que ir a trabajar igual por menos plata de la que solían cobrar. A la mayoría le han bajado el sueldo”. ¿Cómo lograr que ellas, las que hacen tareas de cuidado, sean también cuidadas cuando la mayoría de los desamparos ocurren del otro lado del cerrojo, tanto en el trabajo, donde muchas –la mayoría– están en negro y a merced de la buena voluntad o la buena suerte de quien les toque de empleador, como en la propia casa, donde muchas veces se enfrentan a la violencia de género, las múltiples tareas, la precariedad? En tiempos de mundo cerrado, lo que queda del otro lado de los muros no es igual para todos. Y mucho menos para ellas.
Este texto forma parte del libro La vida en suspenso, editado en conjunto por Siglo XXI y la revista Crisis.