La realidad que viven los trabajadores en los EE.UU. es virtualmente desconocida para el mundo salvo por documentales o películas independientes e inimaginable para el caso argentino. Décadas de neoliberalismo y corporaciones sindicales cómplices arrasaron con derechos e ingresos. Sin embargo, con pandemia de por medio, las huelgas vuelven a aparecer.
Hace treinta y cinco años, el mes pasado, octubre de 1986, el gigante fabricante de equipos agrícolas John Deere despidió a los miembros en huelga de United Auto Workers. Este suceso, que siguió a los cierres patronales contra los empacadores de carne de Hormel Foods y los trabajadores siderúrgicos de USX (antes y hoy nuevamente US Steel) fue la señal de que las oleadas de despidos y cierres de plantas de principios de la década de 1980 no habían satisfecho la sed de sangre trabajadora del capital. En 1959, el año de la anterior huelga nacional del acero, más de medio millón de trabajadores habían parado. En el momento de la acción defensiva en USX en 1986, solo quedaban 20.000 trabajadores para hacerlo.
Las décadas de 1980 y 1990 se convirtió en una orgía de las llamadas ‘devoluciones’ de derechos, recortes y concesiones contractuales que habrían sido impensables medio siglo antes. El UAW (United Auto Workers), como gran parte del movimiento sindical estadounidense, se opuso, pero finalmente se rindió. “¿Que quieres que hagamos?” se preguntó un dirigente sindical. “No se pueden controlar las acciones de la dirección”. En febrero de 1987, tanto los miembros del UAW en John Deere como los trabajadores siderúrgicos de USX regresaron al trabajo, habiendo aceptado un acuerdo sin aumentos salariales en el primer caso y con recortes salariales netos en el segundo, ambos a cambio de compromisos de seguridad en el empleo.
El sangrado continuó. En 1997, el UAW firmó un contrato con John Deere que nuevamente no otorgó aumentos salariales por hora e instituyó un sistema de dos tercios, con salarios reducidos para los nuevos empleados. Esas estructuras proliferaron en los convenios colectivos a medida que los sindicatos entraban cojeando en la era neoliberal, evidentemente el precio de la supervivencia de un movimiento sindical herido y perseguido por los republicanos y sin la ayuda de los demócratas.
Victorias modestas
Este mes, el UAW llegó a un acuerdo con John Deere después de cinco semanas de huelga, iniciada cuando sus miembros rechazaron un acuerdo negociado por los líderes sindicales y renovado después de dos semanas de huelga y el rechazo de un segundo acuerdo provisional. Los 10.000 trabajadores de John Deere finalmente aceptaron la oferta de la empresa, en general muy similar al segundo acuerdo rechazado: un aumento salarial del 10% el primer año, un 5% en el tercer y quinto año y un 3% general en el segundo, cuarto y sexto año, junto con una bonificación inmediata de $ 8.500. Si bien el acuerdo es claramente una victoria que marca el final de años de concesiones, no acaba con el odiado sistema de niveles que divide a la fuerza laboral, ni recupera la tendencia salarial anterior a 1997.
Junto con una docena o dos de otras luchas laborales recientes, en curso o potenciales, la huelga de John Deere forma parte de lo que se ha denominado el Striketober: un resurgimiento inesperado de la militancia de la clase trabajadora en su forma clásica. A diferencia de la ola de huelgas de maestros en 2018-2019 conocida como el movimiento Red for Ed, la actual ola abarca a todos los sectores: las enfermeras han ido recientemente a la huelga en Buffalo, los mineros del carbón en Alabama, los trabajadores de hospital de la cadena Kaiser Permanente en la costa oeste, los músicos en San Antonio, los estudiantes graduados en Columbia. Decenas de miles de trabajadores técnicos de Hollywood votaron la huelga con el 99% de los votos y un 90% de participación, y solo ratificaron un acuerdo por un estrecho margen mediante reglas electorales arcanas. Muchos otros esperan entre bastidores o han llegado a acuerdos recientemente.
Esta militancia representa la afilada punta organizada de un fenómeno más difuso, la llamada “Gran Renuncia”: la tasa de dimisiones ha alcanzado máximos históricos por la combinación coyuntural de la indignación acumulada por las brutalidades laborales de la pandemia, más el aumento del trabajo (N. del E.: La Oficina de Estadísticas Laborales llama “renuncias” a los casos de los trabajadores que abandonan puestos de trabajo con ingresos paupérrimos y registró una cifra de 4,3 millones para agosto de año). Y una confianza de clase y situación favorable del mercado laboral debido a la ampliación de emergencia de la red de seguridad social y la recuperación del empleo.
Incluso cuando el desempleo cae hasta el 4%, la tasa de participación en la fuerza de trabajo sigue siendo dos puntos más baja que antes de la pandemia y no parece estar aumentando: en otras palabras, el repunte de los salarios y la caída del desempleo no están atrayendo a más personas a volver a trabajar en unos mercados de trabajo de los que habían decidido o les habían obligado a salir los dos últimos años. Este hecho ha dado al fenómeno actual de renuncias su forma generalmente atomizada, debido al bajo nivel de organización de la clase trabajadora; lo que alguna vez habría sido una huelga, hoy aparece con más frecuencia como vacantes sin cubrir. Pero también ayuda a explicar el carácter transectorial de la actividad organizada en el lugar de trabajo, en particular la centralidad del exceso de trabajo en muchas huelgas, ya que los empleadores calculan que es preferible forzar turnos de 12 horas que aumentar los salarios lo suficiente como para atraer a nuevos trabajadores a la fuerza de trabajo.
La debilidad de gran parte del movimiento obrero también ha creado paradójicamente espacio para que la izquierda ideológica establezca cabezas de puente, a partir de las cuales pueden surgir grupos dispersos de militantes, un cambio sutil al que se puede atribuir en parte la creciente militancia en distintos sectores. Grupos de activistas que otrara fueron marginales han demostrado ser capaces de ganar terreno dentro de las organizaciones sindicales en la enseñanza, la enfermería y en todas las industrias culturales. Ha surgido un movimiento democrático dentro de United Auto Workers, un sindicato que se ha convertido en una sombra de lo que era, plagado en la cima por la corrupción y la incompetencia. Lo más significativo es que la lista opositora de base recientemente tomó el control de los Teamsters, apartando a la dinastía Hoffa en una elección aplastante.
Aunque se debe principalmente a la debilidad del liderazgo conservador tradicional, también es en parte un fenómeno superestructural. Por ejemplo, la creciente militancia entre los periodistas ha provocado una recuperación del periodismo laboral, magnificando a su vez la cantidad y calidad de imágenes y narrativas de la lucha obrera. Discursivamente, el movimiento obrero atrae una vez más la atención de un amplio público progresista que lo ignoró durante décadas, y si bien la importancia de este proceso es difícil de estimar, sus efectos parecen estar generalizandose en la actualidad: los sindicatos reciben más apoyos favorables en las encuestas de opinión pública y los organizadores sindicales en gran parte del país informan de manera anecdótica de un aumento significativo de contactos directos de trabajadores descontentos.
35 años de desierto
Nací el mismo mes de la última huelga de John Deere. Cumplí 35 durante la última. Que los trabajos de salario mínimo se queden sin cubrir, que los trabajadores de las plantas de montaje rechacen los contratos colectivos son dos cosas inesperadas. Si bien es posible darle un sentido coyuntural, el verdadero desafío es buscar un camino estratégico por el cual este compromiso militante intensificado en un frente que sigue siendo demasiado estrecho, se amplíe para dar lugar a algo más. La actual ola de huelgas, en su forma actual, afecta solo a decenas de miles de trabajadores, no a los millones de episodios anteriores de la historia del movimiento obrero en Estados Unidos. A los trabajadores de los Estados Unidos se les ha enseñado la dura lección durante años de que su acción colectiva solo acaba en castigo. El efecto en la última generación ha sido doble, dividiendo a la clase trabajadora a un lado y otro de sus fronteras organizativas y relativa seguridad: con una densidad sindical de hasta el 10%, los miembros de los sindicatos se sienten amenazados por los millones de personas a su alrededor a las que les gustaría hacer su trabajo por menos dinero y se han resignado a un liderazgo ineficaz y sus continuas concesiones; por otro lado, el 90% no organizado ve la incapacidad de los sindicatos y su impotencia, y no acaba de encontrar motivos por los que deberían decir que sí cuando un organizador sindical llama a su puerta y les pide afiliarse.
Durante los últimos 35 años, los permanentes sindicales han probado todos los trucos para que las ruedas vuelvan a girar. han intentado nuevas direcciones, como cuando John Sweeney triunfó en la primera elección presidencial disputada de la AFL-CIO en 1996, con la promesa de revitalizar la capacidad organizativa de la federación y renovar su capacidad de confrontación. Desarrollaron la llamada “campaña integral”, un método para buscar influencia sobre los empleadores por otros medios distintos que el poder sindical directo sobre sus beneficios, siendo la más famosa la campaña ‘Justicia para los conserjes’ de finales de la década de 1990. Iniciaron aventuras políticas modestas, fundando grupos como el efímero Partido Laborista, el Partido de las Familias Trabajadoras de Nueva York y la Alianza para una Nueva Economía de Los Ángeles. Se involucraron en fusiones y escisiones, juntando sindicatos y formando nuevas organizaciones paraguas, principalmente la nueva federación Change to Win, formada por escisionistas de la AFL-CIO en 2005. Lanzaron importantes campañas de organización en sectores, desde la educación superior hasta los hospitales y los hoteles y las plantas de ensamblaje de automóviles del sur. Algunas de estas iniciativas tuvieron grandes éxitos, otras degeneraron en fiascos, pero ninguna generó movimiento a escala de la clase en su conjunto, o incluso de una fracción significativa. (Las huelgas de maestros, posiblemente la única excepción, ocurrieron casi en su totalidad como una expresión orgánica de la militancia de base y de direcciones de pequeñas organizaciones socialistas, pero no fueron el resultado de las estrategias de la dirección sindical).
¿Cuál es la naturaleza de la actual fragmentación de la clase trabajadora estadounidense? Paul Samuelson, sumo sacerdote de la síntesis neoclásica en economía de la posguerra, especuló alguna vez que el problema de la estanflación estadounidense de la década de 1970 solo admitiría una solución macroeconómica al estilo chileno, a punta de pistola. Un keynesiano ortodoxo, Samuelson -acuñador del acrónimo “estanflación”, tío de Larry Summers- admitió que los Chicago Boys tenían una solución que podía controlar la inflación, pero objetó que tal hazaña requeriría un “estado político fascista”. Mirando al pasado, tras las cuatro décadas de neoliberalismo, podríamos decir que, en ciertos aspectos, la hipérbole de Samuelson tenía algo de profecía. Ciertamente, existían amplios precedentes en la historia de Estados Unidos para una campaña de represión de esas características, porque el neoliberalismo se inscribe en este sentido en un continuo de trabajo forzado tradicional en EEUU que no es ninguna novedad como quería imaginarse Samuelson. Sin embargo, lo que vino después de 1979 no puede entenderse en términos estrictamente económicos: el aplastamiento del movimiento obrero fue sólo el golpe más selectivo. El castigo llovió indiscriminadamente sobre la clase en su conjunto, tanto por medios políticos como en las relaciones laborales.
La era de la resignación
Las primeras oleadas de despidos industriales masivos desencadenaron una espiral en cascada descendente en el mercado laboral, y ese fue el contexto en el que los sindicatos industriales acordaron por primera vez concesión en las negociaciones de los convenios colectivos. Millones de personas se resignaron a un trabajo con salarios más bajos de lo que habían aceptado anteriormente, o abandonaron el mercado laboral por completo y recurrieron a la familia, la economía ilícita e informal o al estado para su supervivencia. Siguió un aumento exponencial en la oferta de mano de obra doméstica, ya que las mujeres buscaron empleos de economía de servicios de bajos salarios en rápida expansión para compensar el mermado salario familiar, incluso cuando el asalto contra el estado de bienestar continuaba transfiriendo los costes y las presiones de la reproducción social sobre ellas. En gran parte, además, se incorporaron a sectores del mercado laboral ya delimitados institucionalmente como zonas de bajos salarios y condiciones laborales precarias, particularmente en lo que se ha dado en llamar la ‘economía del cuidado’, que representó el 77% de todo el crecimiento de los empleos de bajos salarios para las mujeres entre 1983 y 2007, como demuestra Rachel Dwyer.
Esta política social punitiva erosionó aún más el margen de maniobra del proletariado. Después de más de una década de erosión a nivel estatal de los subsidios de apoyo a los pobres, la reforma del bienestar de Bill Clinton empujó a millones de personas a la parte inferior del mercado laboral y, como observa Melinda Cooper, otorgó a los padres automáticamente derechos de custodia sobre los hijos, independientemente de la relación anterior, con el efecto de aterrorizar a las madres pobres, sacarlas de las listas de la asistencia social y forzarlas a trabajar por un salario mínimo. Por si esto fuera poco, el aparato de vigilancia y encarcelamiento sufrió una metástasis extrema en este período, no precisamente lo que Samuelson imaginaba como la solución chilena, pero lo suficientemente cerca de ella.
Las condiciones competitivas globales y la erosión de la legislación laboral habían reforzado la capacidad de amenaza de los gerentes en las plantas o los trabajos subcontratados. Incluso para los trabajadores organizados, los empleadores estaban equipados para un conflicto cada vez más asimétrico, armados con el poder de subcontratar sus trabajos o reemplazarlos permanentemente durante las huelgas. La cadena completa de implicaciones de este poder ha crecido a medida que el mercado laboral circundante y el entorno de la política social se han vuelto cada vez más hostiles: el poder de reemplazar permanentemente a los huelguistas o subcontratar puestos de trabajo se convirtió en el poder de arrinconar a los trabajadores hasta aceptar un salario mínimo con el que es imposible vivir, obligarlos a aceptar relaciones abusivas y arrojar a sus hijos a las celdas. No hay necesidad de encarcelar a los líderes sindicales si es posible intimidar a sus afiliados con la amenaza de un desempleo criminalizado, si salir por última vez de las puertas de la fábrica significa meterse en las fauces del carcelero. La forma de lucha que resulta de esta dimensión punitiva del sistema de clases estadounidense es, obviamente, racializada y tiene lugar más en las calles y prisiones que en los lugares de trabajo.
Aquellas partes de la economía de servicios en expansión que están protegidas económicamente contra la fuga de capitales están contenidas por otras barreras, no menos potentes. Ya sea porque implican procesos laborales que no pueden ser reubicados por la necesidad de interacción humana directa, o porque cumplen funciones de importancia social que suponen el apoyo del Estado, los trabajadores de servicios como la alimentación y hostelería, la sanidad, el cuidado infantil y la educación no son golpeados por las mismas fuerzas en juego en gran parte del sector manufacturero en vías de reducción. De la misma manera, sin embargo, las industrias de servicios se caracterizan por un estancamiento de la productividad, que presiona los salarios de manera sistemática y restringe la influencia de los trabajadores, lo que a su vez induce a los empleadores a descomponer la relación laboral en sí para mantener bajos los costes laborales.
De las aulas a los Uber
Tales restricciones impulsan a los trabajadores a participar en la impugnación política del salario social como espacio para sus propios conflictos industriales, como cuando los maestros luchan por el tamaño de las aulas, las enfermeras por los niveles de personal o los conductores de Uber por la definición legal de empleo. Hasta cierto punto, la restricción de la productividad de esta manera también ha generado potencialidad política, ya que los trabajadores en tales circunstancias descubren que solo pueden obtener mejoras económicas en el campo político, no solo en el conflicto industrial, y por lo tanto deben construir coaliciones suficientemente amplias para abordar cuestiones políticas más generales: una estrategia que el movimiento sindical ha comenzado a explorar bajo el nombre de “Negociación por el bien común”.
La recuperación del mercado laboral del daño de la pandemia -renovando la recuperación tardía y deformada tras la crisis anterior en 2008- ha estimulado la renovación de la militancia de la clase trabajadora dentro de los estrechos confines de las zonas organizadas, ayudada por expansiones temporales y parciales de la red de seguridad social. Pero es poco probable que este estímulo se traduzca directamente en algún tipo de unidad de clase más amplia a nivel social o en una renovación de la polarización de clases dentro de la esfera política, porque actúa sobre una clase obrera muy dividida por cuarenta años de derrotas. La formación de las clases, como observó Adam Przeworski hace mucho tiempo, es un proceso discontinuo. Sus paradas y comienzos van dejando depósitos históricos que dan paso a nuevas coyunturas en las que los distintos elementos proletarios deben intentar nuevamente recomponerse en ese proceso que describe como “luchas sobre la clase”, que preceden a las luchas de clases. “En cada coyuntura histórica, algunos portadores de las relaciones de producción se organizan como tales, algunos no se organizan de ninguna manera, y otros aparecen en las luchas sobre la organización de clases en formas que no se corresponden de manera unívoca con los lugares que ocupan, incluso en un sistema de producción concebido de forma muy general”. El redescubrimiento modesto pero notable de la militancia en el lugar de trabajo en el núcleo organizado de la clase trabajadora estadounidense se ha producido precisamente en medio de tal discontinuidad.
Clásicamente, no habría sido tarea del movimiento obrero sino del movimiento socialista poner en contacto entre sí los diversos fragmentos en lucha: los que están organizados como portadores de las relaciones de producción, los que no están organizados de ninguna manera y los que comprometidos en luchas que no se corresponden con ningún sistema de producción ampliamente concebido, en términos de Przeworski. La prometedora recuperación del socialismo estadounidense en la última década no debe tomarse a la ligera, pero también representa un estrato social distinto y delimitado -los jóvenes profesionales frustrados- y sus principales puntos de encuentro y relación con la clase trabajadora en general han sido en la esfera electoral más que en las zonas más íntimas de lo social y económico.
Es casi seguro que la actual ola de huelgas decaerá en lugar de acumularse como lo hicieron los disturbios de principios de la década de 1930. Pero incluso después de que retroceda, podremos ver sus legados, reservas de solidaridad, consistentes en victorias materiales y nuevas experiencias políticas. Estas serán mayores el próximo año que el año pasado; estarán, aunque todavía separadas, más cercanas entre sí, y sus ejemplos más próximos.
Fuente: https://newleftreview.org/sidecar/posts/strike-wave.