Para entender el resquemor generado por la ofensiva del Presidente Donald Trump hacia la economía mexicana, es necesario entender en qué consiste la cosa. Si por cosa nos referimos a la fase neoliberal y subsidiaria al capital norteamericano que tomó el capitalismo azteca a partir de la década de los ’80.

Años de inflación, déficit fiscal, y recesión habían llevado al Partido Revolucionario Institucional (PRI), heredero de la Revolución Mexicana e histórico exponente del populismo latinoamericano, a cambiar de rumbo. Más de 40 años de keynesianismo alla mexicana basado en una economía mixta, ya no le resultaba suficientemente rentable a las élites. Un viraje revolucionario, aunque no en el sentido de la Revolución de 1910.

México siempre tuvo la incomodidad, u oportunidad (depende de quién lo vea) de compartir frontera con la mayor potencia capitalista del mundo, y pese a todo había logrado conservar ciertas cuotas de independencia económica y política.

Esta excepcionalidad se había dado por dos factores: uno era el contexto internacional con un capitalismo keynesiano que debía vencer al socialismo soviético. El otro era el contexto interno. La fuerza de las bases del PRI. Sindicatos que pese a su notoria burocratización pudieron sostener ciertas conquistas de la Revolución frente a distintos avances de la burguesía priísta. Pero esta fortaleza se fue mellando debido al agotamiento del modelo, tanto adentro como afuera.

El fin del keynesianismo en el mundo, la ola neoconservadora que venía de la mano del Presidente Reagan en los Estados Unidos, y finalmente la caída de la Unión Soviética, destruyeron los pilares internacionales en los que hacía equilibrio el modelo mexicano.

La impericia económica de la burguesía local, el despilfarro del erario público por parte de la partidocracia, y el reemplazo de las viejas bases priístas, corrompidas pero nacionalistas, por una casta de burócratas cercanos al poder financiero, terminaron por destruir el frente interno.

Los presidentes De La Madrid, Salinas de Gortari y Zedillo fueron de esos burócratas que se encargaron de darle a México la vuelta de timón que, teóricamente, lo llevaría a la prosperidad. Los gobiernos de Vicente Fox, Felipe Calderón y ahora Enrique Peña Nieto, continuaron ese rumbo.

Hacia un nuevo modelo

El encarcelamiento de sindicalistas díscolos, desregulaciones, flexibilización laboral, reprivatización de los sectores estratégicos de la economía (salvo la Energía), expansión de los latifundios y, lo más importante de todo, un reordenamiento total del lugar de la economía mexicana en el mundo, serían las bases de este proyecto.

De una industria liviana orientada por la burguesía local y una pesada monopolizada por el Estado, se pasaría a un completa subsidiaridad frente al capital estadounidense y a una total apertura a fondos especulativos de todo el mundo. México no mantendría más ese perfil nacionalista latinoamericano que había tenido desde 1910, ni tampoco pretendería convertirse en una subpotencia regional a la manera de Brasil. Ser la factoría de las multinacionales norteamericanas, gracias a la mano de obra barata de su población, sería su misión en las tres décadas siguientes. Especialmente luego de la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) con los Estados Unidos y Canadá, e incontables tratados con otros países en los años venideros.

Pese a distintos vaivenes como la “crisis del Tequila”, el sostenido aumento de la miseria, la violencia narco (amparada en la poca y negativa presencia del Estado), la reducción del salario real y otros incontables problemas, la solidez del modelo no pareció tambalear en ningún momento. Ni siquiera a mediados de los 2000, cuando el populismo progre estaba en su mejor momento, la hegemonía neoliberal pudo ser conmovida.

El bipartidismo conservador compuesto por el PRI y su rival liberal-católico Partido Acción Nacional, lograron mantener sin mayores turbulencias la vigencia de un modelo ampliamente elogiado en el exterior y que iba a la par de la mayor parte de los países del Tercer Mundo luego de la caída del Muro de Berlín.

Pese al claro deterioro de las condiciones populares de vida, la fortaleza de este modelo se explica por factores que empalman este proceso con otros en Latinoamérica, aunque el principal es que fue tal el entronque con la economía norteamericana, que en pocos años la mayor parte de la producción pasó a depender de la fortuna, o desgracia, que tuvieran tanto el NAFTA como otros tratados de libre comercio. Algo similar al famoso “voto cuota” que supuestamente hacía electoralmente infalible al  Presidente Carlos Menem en la Argentina.

Concentración y dependencia

El diagnóstico es claro: decenas de oligopolios controlados por un puñado de capitalistas (nacionales o extranjeros), millones de empleos precarios en compañías estadounidenses tercerizadas, productos importados de calidad y a bajo costo (desde autos a zapatillas) y un Campo en donde han desaparecido las tierras comunales y el agronegocio se expande sin límites. La economía mexicana es tan dependiente del capital estadounidense (y de sus socios menores nativos) que la sola idea de que exista otro modelo, sobre todo dentro del capitalismo, resulta prácticamente imposible.

Es al año 2017 que llega invicto este esquema económico, prácticamente indiscutido por la mayoría de los partidos políticos (el centroizquierdista PRD se ha acoplado al bipartidismo y el populista MORENA propone una anacrónica receta, el nacionalismo del viejo PRI).

Fue en medio de esta economía que hace años crece poco, con una conflictividad social cada vez más inevitable, y con el saldo de años de matanzas en el marco de la llamada “Guerra contra el Narcotráfico”, que las clases dominantes de México han tenido que despertar de la borrachera aperturista: Las promesas proteccionistas de la campaña de Trump han comenzado a corporizarse en decretos.

El compromiso Donald Trump con sectores del mercado interno norteamericano parece cumplirse, y más allá de la bravuconada del muro, es su agresiva política comercial hacia México lo que representa el verdadero peligro, antes que para la burguesía azteca, para sus millones de trabajadores precarizados.

El que hasta ayer parecía ser el oasis de la derecha latinoamericana, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica o TPP (compuesto por México, Chile, Perú, Colombia, EEUU y varios países de Asia) está casi muerto debido a que lo único que lo hacía realmente atractivo era la apertura al capital estadounidense y a su vínculo con la Casa Blanca. Esta ha sido la muestra gratis de lo que podría sucederle a México, y a todos los países tercermundistas que en las últimas décadas han suscripto tratados de libre comercio y adaptado sus economías a las necesidades del gigante del Norte.

Para las élites aztecas, la sola idea de pagar altos aranceles por el 73% de sus exportaciones (que van hacia EEUU) o acumular stock en un mercado interno sin capacidad de compra, resulta aterradora.

Un salto al vacío

De su suerte en la negociación con Trump dependerá que haya, o no, una monumental crisis económica en México.

¿Qué estrategias seguirán en caso de qué el platinado presidente norteamericano cumpla todas sus promesas de campaña? No se sabe. Aunque hay distintas hipótesis e indicios. Casi todas negativas, sobre todo para la clase trabajadora.

Que un ex alto funcionario de Ernesto Zedillo y actual ejecutivo de la cadena Televisa, Esteban Moctezuma (descendiente directo del último rey azteca) se haya unido a la campaña presidencial del candidato, por ahora, intragable para la burguesía mexicana, Andrés Manuel “El pejelagarto” López Obrador de MORENA, podría ser un indicio de qué camino tomará algún sector de la clase dominante,  y de qué camino tomaría el hasta ahora combativo peje en caso de ganar las elecciones.

Lo único seguro hasta ahora es que luego de 30 años de suculentos negocios, las élites se enfrentan al que podría ser un gran salto al vacío. Un salto que, para la mayoría de los mexicanos, será sin paracaídas.