Esta no es la despedida académica a algún tipo de celebridad de la literatura –Cohen lo fue con justicia- sino la de alguien que lo conoció desde la adolescencia, la militancia, la vida. Despedida sin necesidad de flores ni de lauros, honesta, dolorosa.

El miércoles fui al entierro de Marcelo Cohen. En el Cementerio Británico, un lugar con aire distinguido, muy silencioso y con árboles añosos. No sé por qué lo pusieron allí. Lo relaciono con que uno de sus grandes trabajos fue traducir la obra completa de Shakespeare, que le llevó unos diez años. Quizás fuera una decisión pensada. Como que lo depositaran en tierra, algo no habitual para un ateo. A menos que ya no lo fuera.

Cuando llegué no reconocí a nadie. Algunas caras me sonaban a escritores que vi en la tele. Todos se saludaban entre sí. Pero de la vieja guardia éramos sólo tres. Con Javier y Armando nos amuchamos en el cortejo.

Charlando con ellos me cayeron algunas fichas de entre los pliegues de la memoria. Fichas nuevas, digo, además de los inolvidables años del Colegio, de las recaladas en el desaparecido bar El Foro de Corrientes y Uruguay, o de las tardes de lectura, guitarra y confesiones en su piecita de la calle Paraná.

Como cuando en diciembre de 1970 nos fuimos a Chile para palpitar la esperanza que emanaba Salvador Allende y la Unidad Popular. En la única foto que conservo y aparecemos juntos, estamos en una pintada (rayados le dicen allá) en las calles de Santiago con los chicos de las Brigadas Ramona Parra. Los dos de overol prestado pero el Bolo (Bolito le decía su viejo) de casco, para prevenirse de los ataques de los momios.

Marcelo Cohen, de casco, en Santiago de Chile. Años de Alende.

Pérdidas/ Barcelona.

Años más tarde le tuve que avisar que Julia, su novia jovencita y asmática, se había muerto una noche de improviso. Fue por pedido de su hermana Rut que no se animaba a hacerlo. Y así marché a su bulo de la calle Lavalle, donde pasaban cosas.

Recordé el asadazo que nos comimos en Avellaneda cuando se marchó con la Tere a Barcelona en 1975. Sonaba a despedida para siempre porque la tragedia ya estaba en ciernes, aunque no imagináramos su magnitud. Se quedó veinte años, que es una vida.

Debe ser jodido enterrar a un hermano menor. Rut llegó en silla de ruedas-andador empujada por dos nietas. No paró de sonreír. Un gran contraste con la viuda, que no dejaba de llorar. Pero ambas me dijeron cosas parecidas. “El amigo de Marcelo”, musitó Ruti. “Vos lo conocías desde chico”, me dijo Graciela al oído cuando nos abrazamos, desconsolados.

La verdad es que no podía faltar. Aunque nos hubiéramos dejado de ver hace más de veinte años. Yo muy enojado cuando dijo que no quería guardar ataduras con el pasado y dejó de verse con los amigos de siempre. Antes ya había dicho que no iba a tener hijos porque su descendencia serían sus libros. Recién estaba conociendo a Mariana, la hija de Graciela, a la que quiso como propia.

A Marcelo le debo mi oficio de periodista. Hace 51 años me ofreció reemplazarlo en la agencia Dan cuando él se fuera a la colimba. “Te va a ir bien, vos sabés escribir”. Nunca le agradecí porque tampoco hizo falta.

A mi hija mayor le decimos Titi porque en su primer regreso de España, circa 1978, le trajo una hermosa hormiga roja de madera, que bautizamos La hormiguita Titina, por la canción de María Elena Walsh, que ella no paraba de arrastrar.

Cada vez que volvía nos visitaba con un libro suyo de regalo y amorosamente dedicado. Hasta que dejé de entender lo que escribía. Mientras, Marcelo se iba convirtiendo en un escritor de culto para muchos de sus colegas.

Rechacé ofertas de organizar un encuentro, o al menos intentarlo. Él fue el que rompió el hielo cuando murió Marula. Evocó los años de redacción compartida, algo de la vida estudiantil, más libros de aquellos años. Quedamos en vernos si mejoraba porque dijo que estaba mal de salud sin demasiado detalle, salvo una mención a su diabetes. Que no podía caminar, justo él, que jugaba al básquet y nadaba varias veces a la semana.

A principios de año un amigo común que lo sacaba a pasear, apenas un par de cuadras y por su casa, me dijo que se refería a mi cariñosamente. Otro me contó que estaba satisfecho por la faena realizada y que después del homenaje en la Biblioteca Nacional su ego se había repuesto, pese a las penurias por su enfermedad.

Lo encontraron muerto en la cocina horas antes de la final del Mundial, que seguramente le hubiera gustado mirar. Habituado al sufrimiento durante años, como buen gayina…