“Esta empresa crecerá como los hongos”, decía en una de sus notas de tapa The Wall Street Journal del 24 de octubre de 1952. El artículo se refería a Iron Mountain, una compañía creada hacía apenas un año antes, en Livingston, Estado de Nueva York, por Herman Knaust. En la Argentina, como en otros lugares del mundo, hubo incendios dudosos y rastros que se hicieron cenizas.
El hombre era un típico self made man norteamericano, conocido como “El Rey de los hongos” debido a que se había enriquecido –y mucho– cultivando estos heterótrofos en el interior de una mina de hierro agotada que había comprado por apenas 9.000 dólares a mediados de la década del ’30. Pero la nueva empresa de Knaust poco tenía que ver con estos hongos –que habían dejado de ser rentables por esas cosas que tiene el mercado– sino con el temor que despertaban otros mucho más letales que el más venenoso de los anteriores: los hongos atómicos. Buscando nuevos horizontes, en 1950 Knaust decidió que el pánico que despertaba la incipiente Guerra Fría podía ser también rentable y, luego de recoger su última cosecha de hongos naturales, armó una serie de bóvedas en el interior de la mina para transformarla en un enorme archivo subterráneo que mantuviera la documentación sensible de sus potenciales clientes a salvo de los efectos de los hongos nucleares. La llamó Iron Mountain Atomic Storage Inc., como para que no quedaran dudas de su objeto.
Los depósitos estaban bajo tierra, pero para las oficinas comerciales Knaust decidió apuntar alto y las abrió en un piso del Empire State, por entonces el edificio más elevado del mundo. El siguiente desafío fue hacer conocer la empresa. Según la página web de la compañía, Knaust “con un talento natural para la publicidad, persuadió a personas célebres e importantes como el general Douglas MacArthur para que visitaran Iron Mountain. El primer cliente fue el East River Savings Bank, que trasladó copias en microfilm de registros de depósito y duplicados de tarjetas de registro de firmas, en automóviles blindados, a la nueva instalación ubicada en la montaña para ser almacenados. Pronto siguieron otros clientes, corporaciones, a medida que las empresas con base en Nueva York comenzaron a contemplar la necesidad de proteger sus registros vitales”. De entrada quedó claro que el negocio de Iron Mountain era guardar información secreta. Y también, llegado el caso, destruirla a pedido de sus clientes.
Una mítica reunión subterránea
Es imposible saber si se trató de otra estrategia de marketing ideada por Knaust, pero pronto la solvencia de la compañía para guardar secretos dio lugar a más de una leyenda. La más famosa de ellas se refiere al llamado “Informe Iron Mountain”, un documento tan apócrifo como “Los protocolos de los sabios de Sion” pero que aún hoy provoca encendidos debates en las redes sociales y otros recovecos de Internet. El Reporte, como también se lo llama, habría sido elaborado por 15 sabios convocados por el gobierno de los Estados Unidos para que se rompieran los sesos pensando sobre “la posibilidad y la conveniencia de la paz”. Según una de las miles de páginas web que abordan el asunto, el financiamiento de semejante cumbre corrió por cuenta de corporaciones como Monsanto, DuPont, Sandoz, Ciba-Geigy, Cargill y Procter & Gamble, entre otras, convocadas para eso por el entonces secretario de Defensa, Robert McNamara, también miembro de la Trilateral y ex presidente del Banco Mundial. Cuenta la leyenda que el informe debe su nombre a que la última reunión del grupo de sabios, en la que dieron forma final al documento, se realizó precisamente en las bóvedas subterráneas de Iron Mountain para que estuvieran a salvo de un posible ataque nuclear. La cosa tenía su lógica: por entonces John Fitzgerald Kennedy gobernaba los Estados Unidos y los misiles soviéticos apuntaban desde Cuba.
Con o sin leyendas, desde entonces hasta ahora Iron Mountain siguió creciendo como los hongos por todo el planeta, donde sus principales clientes son grandes corporaciones e, incluso, varios gobiernos. Hoy, según información oficial de la empresa, cuenta con un millar de depósitos de alta seguridad en más de 35 países, tiene 150.000 clientes, entre ellos el 97% de las compañías listadas en el Ranking Fortune 1.000, ocupa el lugar 643 en ese mismo ranking y su última facturación global fue de 3.100 millones de dólares.
Bill, el agente de la CIA
En fin, los secretos pagan. Sobre todo si son manejados por expertos. Y no son especialistas en el asunto los que faltan en Iron Mountain, al punto que su actual presidente y CEO en un espía, de los de verdad. Se llama William Meaney –Bill, para los amigos– y, más allá de su cara algo fofa de buen vecino amante de las barbacoas, fue agente de la CIA. La fuente de tan sensible información no es una garganta profunda surgida de las entrañas de la montaña de hierro. Todo lo contrario, se trata de información publicada por la propia empresa y dice así: “Al comenzar su carrera, Bill trabajó en la CIA como oficial de operaciones”.
Anunciarlo así de clarito y a los cuatro vientos es seguramente otra de las estrategias de marketing de Iron Mountain, aunque en este caso tal vez su eficacia sea dudosa. No hace falta conocer la carrera en el MI5 del inefable George Smiley creado por John Le Carré o haberse sumergido en los retorcidos vericuetos mentales del Harlot de Norman Mailer para saber que los espías nunca dejan de serlo. Claro que eso no es nada si se piensa que uno de los accionistas de Iron Mountain es Paul Singer, la cara visible de los fondos buitre NML Capital Limited. Ése sí que es un tipo peligroso, pero ésa es otra historia. El asunto es que, con espías o sin ellos, albergar información sensible, lo que se dice secretos, es un negocio que funciona. Y como se decía más arriba, también es un buen negocio saber destruirla cuando es necesario. Tanto que la “destrucción segura” de documentación es una de las tres vedettes de la oferta de Iron Mountain, junto con “la administración de información” y la “recuperación y protección de datos”. Lo que se dice un verdadero circuito de manejo de la información: te la junto, te la guardo, te la acomodo y, si hace falta, te la hago desaparecer. En su página web, la empresa explica cómo lo hace: “Puede contar con Iron Mountain para una destrucción de documentos segura y rentable que le garantice seguridad en todas las etapas: cubrimos todos los pasos del proceso, para garantizar la seguridad desde la recolección hasta la destrucción (…) Debido a una regulación de la legislación en materia de protección de datos cada vez más fuerte, podemos ayudarle a seguir cumpliendo las normas y evitar violaciones de datos mediante un certificado de destrucción y una rigurosa cadena de custodia”.
Hoy se sabe, peritajes mediante, que el trágico incendio del 5 de febrero de 2014 en el depósito de Iron Mountain del barrio porteño de Barracas fue sin lugar a dudas intencional. También que el derrumbe de la pared que aplastó a los nueve bomberos que perdieron la vida combatiendo las llamas ocurrió porque había un exceso de documentación en el edificio que impidió que cayera hacia adentro y la precipitó hacia la vereda. Es decir, todo formó parte del servicio de destrucción segura de documentos tan publicitados por la compañía. Igual que los sospechosos incendios de otras locaciones de la empresa en New Jersey (1997), Londres (2006), Otawa, Canadá (2006) y Aprilia, Italia (2011).
Tres años después, los secretos destruidos siguen inaccesibles y la Justicia llamea por su ausencia.