La población mundial alcanzó los 8 mil millones de personas. Este récord se produce en un mundo urbanizado como nunca. El crecimiento de las grandes ciudades y conurbanos, en el mundo desarrollado, pero sobre todo en el Sur Global, supone un gran desafío para los Estados y los gobiernos locales hacia 2050. ¿Qué se necesita para lograr ciudades inclusivas y accesibles?
El siglo XXI estará marcado por el peso demográfico, económico, diplomático y tecnológico de las ciudades. Entre el fin de la Guerra Fría y la pandemia del COVID-19, los cambios en la calidad de vida -favorecidos por las mejoras en los niveles de nutrición y sanidad- han ido configurando a paso lento pero seguro centros de gravedad poblacional en el planeta.
Por ejemplo, seguramente pocos hayamos escuchado hablar de Niamey, en Níger. Pero para finales de siglo esta ciudad africana tendrá más población que toda Argentina.
En las próximas décadas, la cuestión demográfica combina dos fenómenos: el crecimiento poblacional -sobre todo en el mundo en desarrollo- y la veloz urbanización -en todo el globo. Este mes, noviembre de 2022, el mundo alcanzará los 8 mil millones de habitantes.
Las últimas proyecciones de Naciones Unidas esperan que la población mundial crezca en casi 3.000 millones de personas para mediados de este siglo, lo que equivale a dos veces la población de China o India. Para 2100, seguramente habrá otros 3.000 millones de seres humanos, para llegar a 11 mil millones.
Para entonces, dice la ONU, se espera que la humanidad se haya convertido en una especie casi exclusivamente urbana, con hasta 9 de cada 10 personas viviendo en ciudades. Hoy ya más de la mitad vive en zonas urbanas; en menos de 30 años, ya el 70% de la población planetaria lo hará, según la OCDE. Cientos de nuevas ciudades marcarán la cumbre del proceso de modificación humana del relieve de la Tierra, toda una culminación del Antropoceno.
Esa lista de nuevas ciudades se sumará a las ya existentes, que se ampliarán con extensos cinturones conurbanos. Según las proyecciones de los estudios demográficos, hacia 2050 más de 100 ciudades tendrán una población superior a los 5,5 millones de personas. Para 2100, los centros de población del mundo se habrán desplazado a Asia y África: 85% de las grandes ciudades estarán allí, mientras que el 15% en Europa y América.
Esto tiene implicancias estratégicas en lo económico y lo político. Primero, porque las grandes urbes son cada vez más motor fundamental del desarrollo e innovación en una economía. De hecho, según estimaciones de la OCDE, las ciudades ya son responsables por el 80% del PIB global.
Segundo, porque estas ciudades gozan de un peso político (hacia adentro) y diplomático (hacia afuera) que les da dinámicas propias al margen de sus gobiernos nacionales, e incluso en ocasiones les disputa protagonismo. Más ciudades, más pobladas, más protagónicas.
¿Cuáles son los desafíos y qué rol juegan los derechos humanos como marco de su desarrollo?
Desafíos del futuro urbano
La magnitud y velocidad de esta transición urbana demanda políticas activas e integrales por parte de los gobiernos. Las grandes urbes pueden convertirse en sistemas urbanos sofisticados y sustentables, o en megalópolis con altos niveles de desigualdad e inestabilidad social. Para ponerlo en perspectiva, una ciudad “grande” en promedio tiene 7,5 millones de habitantes; en 2100 será de 23 millones (equivalente a la mitad de la población de Argentina).
Por un lado, los expertos sostienen que el crecimiento de la población es necesario para crear riqueza; además la urbanización reduce significativamente el impacto ambiental del ser humano. Por el otro, las visiones pesimistas sostienen que las grandes ciudades pueden volverse ingobernables para países institucionalmente débiles, o amplificar las catástrofes climáticas.
Lo que sí es certero, gracias a medio siglo de estudios de impacto ambiental, es que en las grandes metrópolis mal administradas aumentan las probabilidades de tener peores índices de salud y bienestar. Por el contrario, cuando son gestionadas adecuadamente, la urbanización puede ser un poderoso antídoto contra la degradación del medio ambiente, ya que la densidad de la población y la prestación eficaz de servicios básicos permiten aumentar considerablemente la eficiencia del consumo de recursos y la gestión de los desechos. La urbanización también se asocia con tasas más altas de educación y de prestación de servicios de salud.
La habitabilidad del nuevo mundo urbano tendrá mucho que ver con la solución de la creciente brecha de infraestructura. Sin formas de conectar a las personas con los mercados, los empleos, las escuelas y los servicios básicos, será imposible aprovechar las oportunidades económicas de la urbanización. Por eso, las ciudades necesitan tanto la autoridad legal como los recursos financieros y humanos para emprender y gestionar grandes planes de infraestructura.
Además, a medida que las ciudades crean riqueza, existe el riesgo de que también la concentren a niveles perniciosos. Si no se puede auspiciar un desarrollo urbano equitativo, existirán pequeños barrios privilegiados en las grandes metrópolis del siglo XXI, los cuales estarán rodeados de anillos concéntricos de barrios precarios y asentamientos informales.
Allí, la contaminación, la inseguridad y todo tipo de delito serán moneda corriente. También el acceso inequitativo a los medios de comunicación podría reforzar divisiones culturales a las que se enfrentan muchos países, ahora a escala metropolitana.
El diagnóstico es claro: las metrópolis del futuro pueden ser una tremenda fuente de dinamismo y crecimiento; pero si no se planifican o se gestionan mal pueden llegar a ser abarrotadas, desconectadas y costosas. A esto el Banco Mundial se refirió como “los demonios de la densidad”.
Wellington Webb, exalcalde de Denver, alguna vez dijo: “El siglo XIX fue un siglo de imperios. El siglo XX fue un siglo de Estados-nación. El siglo XXI será un siglo de ciudades”. Asegurar que la gente pueda prosperar en las ciudades del mañana será uno de los mayores retos de este siglo: lo que ocurra en los próximos años determinará el entorno global y la calidad de vida de los 8.000 millones de personas del planeta.
Los derechos humanos, clave para ciudades inclusivas
Es por ello que los organismos internacionales ya rastrean ciertas condiciones que son necesarias para una urbanización exitosa: un Estado y gobierno local presentes; distribución equitativa de la propiedad; sistemas impositivos amplios confiables; planificación de cada nueva etapa de expansión urbana; inversión a largo plazo en infraestructura y servicios de calidad; y el manejo de grandes volúmenes de datos de esas poblaciones metropolitana.
En esta línea, dos criterios se han añadido a la sustentabilidad de las ciudades del futuro: la accesibilidad y la inclusión. En un mundo de muchas y populosas ciudades, cabe reeditar la pregunta ¿para quién estarán hechas?
Una ciudad accesible elimina barreras no solo arquitectónicas, sino económicas, comunicativas, cognitivas y culturales. Una ciudad inclusiva brinda oportunidades y mejores condiciones de vida reconociendo y atendiendo a las múltiples desigualdades con criterios de interseccionalidad.
Hoy, la forma en la que están diseñadas nuestras ciudades impide la participación plena de la mayoría de las personas, cuando menos. Incluso, legitima y reproduce estructuras de discriminación, desigualdad y dominación. El espacio público condiciona la actividad de los habitantes y refleja cuáles son los criterios de validez, respetabilidad y “éxito”.
Reconocer esta realidad desde una perspectiva de derechos y centrada en la persona conlleva la necesidad de forjar un marco ético y jurídico sólido en el que los derechos humanos permitan repensar las ciudades. El propio Banco Interamericano de Desarrollo (BID) reconoció en su Visión 2025 y su Campaña “Ciudades Para Todos” la urgencia de un nuevo paradigma de gestión territorial, vivienda, servicios públicos básicos y uso del espacio público.
Personas con discapacidad, migrantes, indígenas, afrodescendientes, mujeres, adultos mayores y personas LGBTIQ+ son colectivos actualmente marginados por los diseños urbanísticos de la modernidad. Los instrumentos internacionales y latinoamericanos de derechos humanos proveen el andamiaje ineludible para proyectar ciudades que no dejen a nadie atrás.
En primer lugar, a través del desarrollo de políticas públicas y programas urbanos. Los cambios normativos y regulatorios son un punto de partida crítico: a la vez que definen criterios e indicadores claros de accesibilidad e inclusión, los establecen como un derecho y por ende adquieren un carácter obligatorio. Una ciudad accesible e inclusiva se define entonces como indispensable, no un lujo.
En segundo lugar, en el desarrollo de capacidades propias. Cada ciudad debe estar en condiciones de recolectar y gestionar los datos que le permitan identificar necesidades y ordenar prioridades sobre la base de evidencia local y genuina. En paralelo, destinar recursos presupuestarios y organizativos para cementar equipos que puedan sostener en el tiempo estrategias robustas con sello propio.
En tercer lugar, fomentar la participación y forjar alianzas. Aunque el gobierno de una ciudad adscriba a la accesibilidad e inclusión y se fije metas para ello, toda estrategia estará incompleta si no consigue el involucramiento directo de las personas a los que pretende ayudar, así como sus instituciones intermedias. Lograr un compromiso activo desde abajo hacia arriba y alimentar una sociedad civil robusta que represente las aspiraciones de cada grupo se traduce en mejores resultados, más duraderos y escalables.
A fines de 2018, el Pacto Mundial sobre Ciudades Inclusivas y Accesibles recogió estos y otros principios en un documento co-creado por representantes de gobiernos locales y grandes ciudades. Estos consensos pautan un mayor impulso en la Década Final de Acción para el cumplimiento de los Objetivos del Desarrollo Sostenible (ODS) en el marco de la Agenda 2030, que pone especial énfasis en las soluciones locales.