Diego Armando Maradona murió hace un año. En los 60 años que estuvo sobre el potrero llamado tierra, tuvo muchas vidas, dentro y fuera de la cancha. Resumirlas resulta muy difícil, pero quizás una de sus frases sintetice cómo las quería vivir él: “Si me muero quiero volver a nacer y quiero ser futbolista. Y quiero volver a ser Diego Armando Maradona. Soy un jugador que le ha dado alegría a la gente y con eso me basta y me sobra”.

Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.

Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande

Diego Maradona fue un jugador de fútbol, acaso el más extraordinario en la historia del deporte más popular del mundo. A diferencia de otros que llegaron al Olimpo, como Pelé, Cruyff, Di Stefano, Ronaldo y Messi, resultó un actor político, alguien que jugó varios partidos en la esfera pública. Mejor dicho: el Maradona de la línea de cal hacia afuera resultó la continuación del Maradona jugador por otros medios. La pelota le permitió llegar a diversos ámbitos, muy distintos entre sí, desde la farándula hasta la Cuba de Fidel Castro.

En una vida de sesenta años (apenas seis décadas), caben varias vidas. La del chiquilín que creció en la miseria de Villa Fiorito. La del adolescente que llegó a la Primera de Argentinos Jrs. y de ahí al mundial juvenil de Japón. La del campeón con Boca y la desilusión de España 82. La del Pelusa que se estancó en Barcelona, por culpa de una hepatitis y después por una patada criminal. La del ídolo del Napoli, que se reinventó en México y mostró las posibilidades infinitas del fútbol, hasta con la mano. La del dios humano que a los ponchazos llegó a la final del 90. La del genio de la pelota que quedó expuesto en su adicción a las drogas. La del que se quiso reinventar en Sevilla y Newell´s y terminó expulsado de un mundial por otro doping. El de su etapa final en Boca. El que casi se muere en Punta del Este y pasó años oscurísimos en Cuba. El que fue DT de la Selección. El que anduvo por Medio Oriente, México y Bielorrusia antes de arribar a Gimnasia y morir rodeado de un entorno que no termina de dar explicaciones.

Si terminado el ciclo vital de una persona se pueden trazar balances, es factible decir que el punto de quiebre de la vida de Maradona fue el primer doping. Ese hecho lo sacó de Nápoles por la puerta de atrás, le generó un lucro cesante de quince meses y, para peor, derivó en la redada infame en Caballito, que lo expuso como carne de cañón y desviaba la atención pública del más grave hecho de corrupción a nivel institucional desde 1983: el Yomagate.

Fue en esos meses donde apareció el Maradona solidario, en al menos dos ocasiones. La primera fue en la cancha de Ferro, en un partido en el que se juntaban fondos para un tomógrafo computado destinado al Hospital Fernández, donde se había dejado la vida, después de una agonía infinita, el actor Adrián Ghío, víctima de un accidente de tránsito causado por un móvil policial. La FIFA no se enteró de su presencia, como sí ocurrió en el verano de 1992, cuando Diego fue al partido en recuerdo de Juan Gilberto Funes en la cancha de Vélez. La multinacional del fútbol amenazó con endurecer su sanción; Diego hizo caso omiso, porque había tomado un compromiso con la familia del jugador muerto. En rigor, como antes en Ferro, no era un cotejo oficial. Puro pataleo de bravucón por parte de Havelange.

En los hechos, la suspensión entre 1991 y 1992 no solamente dejó expuesto a Maradona en su adicción, sino que alteró un plan de operaciones: terminar el contrato con el Napoli en 1993 y, eventualmente, regresar a Boca para el cierre de su carrera (si eso incluía el Mundial 94 es otra historia: Diego había dado por terminado su ciclo con la Selección en 1990 y, pese a los amistosos que jugó en el verano del 93 contra Brasil y Dinamarca, fue el 5 a 0 de Colombia lo que desencadenó su regreso). En vez de eso ocurrió el lógico intento de jugar un año en Europa, que derivó en una experiencia traumática en Sevilla, su desembarco inexplicable en Newell´s y el rocambolesco episodio de los balinazos a los periodistas. Toda una seguidilla que, sumado al hecho que no hubo control antidoping contra Australia (Maradona hablaría años más tarde de “café veloz”) y a la desprolijidad de tener en la concentración en Boston a un personal trainer, derivó en el segundo doping.

No está de más recordar que la FIFA, en aras de expandir el negocio (lo que a nivel local aquí llaman ahora, no sin pomposidad, “el producto”), le había dado la sede de la Copa del Mundo a la principal potencia mundial, de escasísima tradición en el fútbol. De hecho, ese mundial no era sino el puntapié para tener una liga profesional. La ceremonia de apertura fue espantosa y el partido inaugural, de una pobreza franciscana. Así no había modo de seducir a 300 millones de personas más habituadas al béisbol, el fútbol americano, la NBA, el hockey sobre hielo, el Nascar e, incluso, el golf. Para peor: al día siguiente de inaugurado ese mundial sucedió el doble crimen por el cual sería encausado O. J. Simpson. Su persecución en una autopista fue televisada en vivo y en directo y llevó los niveles de audiencia a la estratósfera. El Mundial no le importaba a nadie al norte del Río Grande. Entonces sucedió que Maradona tomó el medicamento que no debía tomar y tiró a la basura una preparación física meticulosa, digna de Rocky IV, por lo que se ve de sus semanas en La Pampa en el verano del 94. Porque la FIFA no halló mejor manera de revitalizar un torneo condenado al fracaso comercial que inmolar a la máxima estrella. Era más redituable ese escarnio que ver el avance de una Argentina que podía hacerle sombra a Brasil, en una Copa que no movía los amperímetros en la prensa estadounidense.

Así fue que vino la segunda suspensión, que parecía el final del Maradona jugador. Diego se reinventó como entrenador, tuvo sus aventuras por Mandiyú y Racing y, de paso, volvió a tener como representante a Guillermo Cóppola. Terminó en Boca en 1995, dos años después de lo que debería haber sido el derrotero lógico que se merecía, y con mucha agua bajo el puente. Se reencontró con Bilardo, se fue en 1996 (bajo la sombra de un partido con Español en el que un jugador contrario dio positivo), regresó en 1997, con Veira de entrenador y Ben Johnson en la puesta a punto, afrontó un tercer doping y se fue en un River-Boca.

Después vino el episodio de Punta del Este, que desde la ficción ordena la narración en la serie que se ve en estos días. Aquella sobredosis fue la culminación de un periplo iniciado en un sainete vergonzoso y prototípico de los años del menemismo, que además puede analizarse como la piedra basal del movimiento por el cual la industria cultural argentina mutó los parámetros de la educación sentimental de las masas y decidió que el bovarismo ya no pasaba por las telenovelas sino por los talk-shows y los programas de chimentos: el caso Cóppola.

El Maradona posterior a Punta del Este, el que casi se muere en ese verano uruguayo, fue el Maradona que, salvo momentos muy precisos, avanzó en la cuesta de su decadencia. El video que Gimnasia subió a las redes en septiembre de 2020, en el que habla a cámara con motivo del primer aniversario de su llegada al club, es mucho más impactante que el del patético festejo de su cumpleaños en una cancha vacía. Ese video impresiona porque se ve su deterioro físico, pero en el otro se escucha su voz. Y es algo doloroso.

Uno de los momentos excepcionales de esa rodada post-Punta del Este (cuyo pasaje más turbio es, por lo que se ventila en estas horas, su estancia en La Habana) fue el programa de televisión. La Noche del Diez resultó un producto de inusual calidad, con un Diego en gran condición, que contaba la cocina de sus mejores goles, entrevistaba desde Pelé hasta Chespirito y, de paso, se sentaba frente a frente, para un mano a mano implacable, consigo mismo. La autoentrevista de ese programa estuvo muy lejos de ser un acto de vanidad. Fue la manera de desnudar a sus fantasmas ante la audiencia. Lo hizo porque era Maradona, pero en el sentido de que ser Maradona implicaba no tener vida privada. Ese momento fue la representación televisiva de lo que, a nivel literario, es la autoentrevista de Truman Capote en Música para camaleones.

Por cierto, YouTube permite rescatar mucho material de archivo. Hay al menos tres grandes entrevistas a Maradona. Una es de 1984, con Antonio Carrizo. Todavía era el chico tímido que se prestaba a todas las preguntas pero con algo de timidez. Su venta al Napoli estaba recién concretada. Carrizo, el hombre cultivado que se codeaba con Borges, tiene la grandeza de bajar al llano para ponerse en pie de igualdad con Maradona y abordar los años de pobreza. El segundo registro es de 1987. Juan Alberto Badía lo recibe en su programa de los sábados, con Dalma recién nacida y a punto de volver a Italia para lograr su primer título. Un Diego más suelto se permite hablar, incluso, del reciente alzamiento carapintada, en lo que debe haber sido su primera alusión a la política en los medios. “Creo que estamos tratando de entender mejor a la democracia”, dice semanas antes del hecho que derivará en su compromiso más permanente en materia política: el encuentro con Fidel Castro. El tercer momento es en la televisión española, en 1992. Jesús Quintero, enorme entrevistador, le hace la, acaso, mejor entrevista de semblanza (al menos en televisión: vale la pena leer la nota de la revista dominical de Clarín post-doping del 94, cuando buscaba su destino en Mandiyú), en la que habla de su adicción, de cómo “Sevilla está bien hecha”, y de su deseo de tener más hijos.

Justamente, la cuestión de sus paternidades, que hace a su fuero privado, pese a ser la persona pública por antonomasia a nivel mundial, lo mostró en una de sus facetas más cuestionables y que va de la mano con comportamientos que grupos feministas cuestionan. Algo es de notar: en sus últimos años, y sin mucha estridencia, generó vínculo con dos hijos no reconocidos.

Profundamente argentino (histriónico, locuaz, pasional, controvertido, contradictorio), Maradona lo fue hasta en la muerte. Aun con la marca de la pandemia (no había vacunas al momento de su fallecimiento), se generó la marea humana que lo quiso despedir en un funeral desbordado. El dolor fue universal, un sentimiento compartido en todo el mundo. La clase popular argentina fue la que marchó a Plaza de Mayo a despedir a uno de los suyos que, además de tantas alegrías, jamás traicionó en vida a esos que todavía lo lloran. El dolor por el 10 fue capaz de obrar el milagro de una de las imágenes más fuertes de esas horas: la del hincha con la camiseta de Boca que se funde en un abrazo con otro que lleva la de River. Los rostros son de un dolor que excede todo.

La Argentina tuvo un ídolo popular cuya biografía es inescindible de los avatares de la historia del país. Fue una figura que acompañó, en primer o segundo plano, muchísimos momentos desde 1976 (cuando debutó en Primera, no cualquier año para los argentinos) hasta su muerte. Hace un año que nos toca vivir en un mundo sin Maradona. Una de las imágenes que más se ha vuelto a ver desde ese 25 de noviembre infausto es la secuencia de su entrada en calor al compás de “Live is Life”, en 1989. El Maradona haciendo jueguito en Fiorito el día de la entrevista al chico que decía que su sueño era ser campeón (el momento del Big Bang en los medios) entronca con el mejor jugador del mundo y su, no herramienta de trabajo, sino su juguete, en un estadio alemán. La cámara lo sigue. Es imposible dejar de verlo, es un encantador de serpientes, que no usa una flauta, sino una pelota de fútbol. Hace malabares, logra que la pelota haga lo que él quiera. Es en potencia lo que en acto sería el gol a los ingleses, que en diez segundos de corrida contiene aquello de manejar varias ideas en la cabeza al mismo tiempo y no perder nunca la capacidad de raciocinio, al decir de Scott Fitzgerald (la media vuelta inicial tras pisar la pelota, la persecución estéril de Peter Reid mientras quedan rivales a contrapié, la posibilidad de habilitar a Valdano o Burruchaga, el tirarle larga la pelota a Fenwick, saber, sobre todo saber, que tiene que amagarle a Shilton y no rematar al segundo palo como hizo en Wembley seis años antes).

Borges decía que estaba cansado de ser Borges, que no le hubiera gustado vivir de vuelta su vida y que su destino era el olvido. En esto último falló, y era consciente de eso. Un pésimo poema que se le atribuyó a los dos años de su muerte convirtió en caricatura esa idea de cómo vivir la vida por segunda vez. Maradona dijo alguna vez, y fue recordado en la portada del diario español Marca el 26 de noviembre de 2020, las palabras que se contraponen a las de Borges y que, de algún modo, podrían ser su epitafio: “Si me muero quiero volver a nacer y quiero ser futbolista. Y quiero volver a ser Diego Armando Maradona. Soy un jugador que le ha dado alegría a la gente y con eso me basta y me sobra”.

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