Murió Marcos Mayer, uno de los creadores y editores de Socompa. No es nuestro estilo – y creemos que él lo viviría como una falta de respeto a su trayectoria y a su forma de encarar la vida – escribir una necrológica al estilo de… bueno, ese estilo que Marcos vivía puteando. Lo que hay aquí son nuestras miradas y nuestros recuerdos. Chau, Marcos, compañero y amigo.
Podría definir a Marcos con la perfección turra de todas las definiciones que abundan en las necrológicas, y sería verdad: un exquisito de la palabra, un periodista de oficio, un analista agudo, un intelectual tan brillante como humilde, generoso con sus conocimientos y sus acciones, tipo enormemente bueno y terriblemente cabrón… y mucho más.
Pero no, porque se (me) murió un amigo con el que -desde que emprendimos la aventura de Socompa – nos sentimos hermanos y compañeros en una quimera.
Voy a extrañar nuestros diálogos-chat de cada mañana: “¿Qué carajo tenemos para hoy?”.
Te voy a extrañar a vos, Marcos. Eso voy a extrañar.
(Quiero que sepas – si te llega la noticia – que estoy escuchando a Coltrane mientras escribo esto y espero lo que escribirán los compañeros de Socompa)
Te quiero.
Daniel Cecchini
***
Quién elegirá el cuento de los sábados? ¿Quién le pondrá un toque de humor con una mirada irónica, elegante y lucida al día a día con la frase que encabeza a Socompa? ¿Quién aportará una lectura sosegada, firme, sutil y rica en interpretaciones? Nadie como él, seguramente, porque no es cierto que todos somos reemplazables en el trajín de las redacciones, como tampoco lo somos en la vida. Un garrón. Difícil de digerir. Y sí, se nos fue Marcos Mayer. Cuesta aceptarlo, aunque uno se vaya curtiendo en esta historia de vivir y ver morir. Un piñazo, uno de esos que duelen. Nos conocimos en Socompa. Había leído sus notas en Página/12 y las vueltas del oficio nos encontraron aquí, en este espacio que siempre tuvo y tendrá mientras siga mucho más que un objetivo editorial. No fue hace tanto. Apenas unos cinco años, tiempo que es poco y mucho. Sintonizamos desde el vamos, y en eso hubo algo de cofradía, de calor de barrio, de mirada compartida, de cosa sobreentendida que predispone a la escucha y al diálogo. Doble dolor. Por lo que fue y lo que pudo haber sido. Su muerte me deja la dolorosa convicción de una historia inconclusa, de un camino que prometía muchas más historias en común, de una pérdida profesional irreparable. Lector inteligente, periodista honesto, editor de los muy buenos, mejor escritor, me abrió la cabeza a lecturas valiosas y poco transitadas, de esas que a muchos se nos suelen escapar. Y eso es mucho más que mucho. Con Marcos aprendí, que no es poco. Lo voy extrañar, y seguro estoy que los lectores también. Lo que vendrá será para todos un poco menos luminoso e interesante, un poco menos inteligente, más reiterativo y opaco. Marcos fue para Socompa un socompa esencial. Para mí me quedan la tristeza y la bronca por los proyectos que no fueron, un recuerdo que obliga a seguir en la brecha de este oficio que no es otro que dar fe desde la convicción y al que Marcos, con su trayectoria, supo honrar.
Gabriel Bencivengo
***
No estoy seguro de nada, pero creo que ningún Socompa –y posiblemente muchos otros- supo bien qué pasaba. Supimos recién sobre el final qué le sucedía a Marcos con su salud. Desde hace al menos dos o tres años nos los preguntábamos incómodos. Él se le bancaba solo, estoico, sin decir nada, enigmático. Hasta hace un tiempo se hacía el boludo, o negaba, o se trataba puramente de una elección de preservar su intimidad y su dignidad. También su hermoso humor desmañado, medio humor judío gruñón y tierno a la vez. Algo sabíamos –vía Horacio Paone, que lo mimó más sobre el final- por su hermano y su hijo.
No conocí a su hermano ni a su hijo. Una sola vez le conocí –hace bastante- a una pareja más joven que él creo que visitaba en Boston, y recibía. Habré conocido a Marquitos puede que en Página, o acaso cuando escribía una sección fija en Página/30. ¿Escribía realmente una columna fija? Ni de eso me acuerdo. ¿Lo conocí en los primeros 90 o antes? Trabamos alguna amistad o cazamos buena onda un añito en TresPuntos. Luego encuentros muy esporádicos.
Pero nunca conocí de veras a Marcos, ni siquiera a través de Socompa. Ayudó la pandemia, gracias. Me dolió, desorientó y angustió bastante ver de manera casi virtual y a veces real su decadencia física. Le preguntaba a Daniel Cecchini qué le pasaba. Luego a Horacio. Debilitado, con dificultad en el andar, la voz apenas audible cuando nos intercambiábamos uasaps. Algo más grave le pasaba, más grave de lo que el mismo Marquitos decía, o mentía, o se la guardaba. Dignísimo o cagado en las patas, no lo sé. A Daniel y a algún otro me animé o alcancé a decirles que yo suponía que Marcos, hecho polvo como estaba, bancaba y bancaba y bancaba en Socompa de una manera admirable. Literalmente admirable. Acaso, supongo, lo necesitaba para seguir viviendo. Sentirse útil. Todos estamos en Socompa para sentirnos útiles. Pero lo de Marcos es impresionante.
Que no sea necrológica pidió Daniel. Intento evitarlo y escribo rápido para sentir menos, “sacármelo de encima” y apurar esto para que le llegue a Daniel. Pero sepan, queridos, que ese formidable trabajador de la cultura que fue Marquitos vivió sin un mango los últimos años. A veces intercambiábamos datos y sugerencias para hacernos de algún peso mediante la publicación de libros. Difícil por ese lado. Algún manguito que obtuvo la web fue para él.
En cuanto al Marcos privado (si fuera el caso que lo conocí) y el público no hay grandes diferencias. Lo cual habla de coherencia. Irónico, agudo, inteligente, corajudo para ser intelectualmente honesto y equilibrado. Eso los lectores lo conocen de modo que no puedo ni quiero agregar más. Excepto reiterarlo: intelectualmente honesto y escapando de todo encuadre previsible, cuadrado. De esos hay poquísimos. Odiaba como todos nosotros los periodismos dominantes, incluidos los oficialistas tontos.
Cuántas muertes de hermosa gente estos últimos dos años. Vi venir la de mi hermano y la de Marcos también, quizá por mal acostumbramiento histórico y exceso de resignación ante los prodigios de la Parca. Como tengo una puertita del orto apenas abierta a la existencia de alguna divinidad o cosa le mando un abrazo.
La puta que lo parió, el turro de Jehová debe está haciendo una fiesta.
Eduardo Blaustein
***
Hace muchos años, tantos como casi veinte, mientras buscaba trabajo en periodismo, me dedicaba a tirar currículums, y, de paso, mandar mails. Era la época de Internet previa a las redes. En un libro de la colección de biografías para principiantes de Longseller que había hojeado en una librería (no lo compré y no recuerdo sobre quién versaba), figuraba Marcos Mayer como autor y su correo electrónico. Recordaba su nombre de haberlo leído en La Maga y en Trespuntos, con grandes notas sobre libros y jazz. De hecho, fue en Trespuntos, gracias a él, que descubrí a Brad Mehldau.
Le escribí y fue de los pocos que en esa época se tomó el trabajo de responder. Fueron unas cinco líneas. No tengo ese correo a mano, pero recuerdo cómo, sin conocernos entonces, se detuvo a aconsejarme y, literalmente, ir a “romper las bolas” en las redacciones. Nunca tuve ocasión de recordarle ese primer cruce. Años más tarde, cuando me tocó trabajar para un medio de La Plata y debía ir hasta allá en micro una vez por semana, tuve, entre las gratísimas lecturas que me acompañaron en esos viajes, su traducción de Vidas imaginarias de Marcel Schwob.
Nos comenzamos a frecuentar vía Facebook y, ya en persona, en la aventura de Socompa. En el medio, degusté un libro suyo que tengo dedicado, un ensayo que está entre lo mejor de su tipo sobre industria cultural: La tecla populista. No es lo único que escribió, claro, pero el Marcos filoso, con su escritura al servicio de su inteligencia, está quizás más presente ahí que en el resto de sus obras que, entre otras cosas, tiene en El relato macrista uno de los libros de referencia para entender el acceso al poder de la nueva/vieja derecha argentina.
Se dice que el humor es una forma elevada de la inteligencia. Marcos Mayer era un hombre extremadamente divertido, irónico, sagaz, o sea, inteligente. Un notable conocedor de John Berger, al que le dedicó un libro, John Berger y los modos de mirar. Un tipo que, por una cuestión generacional, perteneció a una época de cruces entre el jazz y el rock, en la escucha de ambos géneros, entre fines de los 60 y buena parte de los 70, acaso la mejor camada de melómanos de música popular en esta parte del mundo. Un profesor universitario en la UBA. Un editor respetado. Un periodista cultural como pocos. Entre mis honores, que no son muchos pero son valiosos, tengo el haberlo tratado y que me haya editado.
Diez figurones de los que pululan hoy por los medios masivos no hacen un solo Marcos Mayer en su dimensión humana, profesional y ética. Esa es la vara que hay que aplicar. El periodismo argentino de las últimas décadas no es un terreno yermo del todo gracias a gente como él. Que encima se va muy antes de tiempo. Y sin poder ver la alegría que seguramente le dará su River allí donde esté (por cierto: integró la maravillosa antología de cuentos de fútbol que armó Fontanarrosa). El repaso de las muestras de pesar en las redes por su muerte es una muestra de lo que Marcos significó en la vida de muchos.
Una forma de cultivar la inteligencia es leer a gente como Mayer. No falla nunca, hagan la prueba. No lo logran muchos. No es poca cosa. El hueco grande que deja acá abajo es inmenso. Como el que dejó Rubén Levenberg, otro que partió demasiado temprano. Cuánta falta nos hacen.
Juan Pablo Csipka
***
Periodista ácido, de talento severo. Al revés también.
Con una visión panorámica a prueba de las urgencias de la coyuntura. Administraba muy bien el brillo y tono de sus sonrisas.
Y era generoso con los colegas que respetaba.
No fui su amigo. El querido Horacio Paone, los cercanos (aún en las distancias) Daniel Cecchini, Eduardo Blaustein y Rafael Calviño, serán los encargados de colgar en el cuello la única medalla que -adivino- su bajo perfil admitiría: fundador de Socompa.
Como toda persona de bien, batallaba contra el capitalismo y la derecha. Pero no bastaba con eso: los peleaba con estilo, desde la lucidez del análisis, la palabra filosa y una forma de acomodar ideas, letras y signos de puntuación con la mezcla justa de luna llena y adoquín.
Lo imagino diciendo “es mucho, pibe”.
Y en eso también seguiría dando clase.
Hoy, a la sombra del pretérito, esos que hacemos lo que a veces llamamos “periodismo” tendríamos que vaciar los renglones para que unas líneas de Marcos fueran el pentagrama de la más maravillosa música: una nota bien escrita, con la firma de Marcos Mayer.
Diego Pietrafesa
Me enteré ayer, sobre el final de la noche.
Tantas veces te leí y de vos sabía.
Te conocí gracias a Socompa, a la invitación que ustedes me hicieran para sumarme a ese maravilloso invento que llamaron periodismo de frontera.
Algunas charlas breves, unas pocas cenas compartidas.
No fue mucho más lo que convivimos.
Sin embargo -¿será una cuestión generacional, de errantes siempre en este, nuestro oficio?- , hoy me duele la muerte irreparable de un amigo.
Víctor Ducrot
***
Lo que es inolvidable de Marcos es el humor. También fue un grandísimo periodista, ensayista y editor (editó uno de mis libros futboleros, en 2014, para Aguilar); pero antes, durante y después de todo eso, Marcos era, como se decía cuando éramos chicos –todos fuimos chicos más o menos al mismo tiempo, año más, año menos, y eso vuelve más dolorosas estas noticias– un cago de risa. Nunca fuimos amigos, aunque nos conocimos en un lejanísimo 1983, cuando los dos estudiábamos Letras; él sabía más, había leído más, había militado más. Nos fuimos perdiendo de vista, y nos reencontramos gracias a que ambos hablamos mal el uno del otro en sendas notas, hará poco más de diez años. Una amiga común nos puso frente a frente de nuevo, y no hizo falta pedir disculpas: simplemente, nos cagamos de risa, como debe ser, como queda dicho. La sutileza e inteligencia de su humor –la altura con la que despachaba giles cuando se peleaba en Facebook– será la música maravillosa que lleve en mis oídos. Todo el resto –que Marquitos se haya muerto– es nada más que un pésimo chiste.
Pablo Alabarces
***
El mundo es bastante más bruto sin Marcos. Tal era su erudición (y su talento para ponerla en acción) que él solo elevaba el promedio cultural de la sociedad. Temo, entre lágrimas, que si recuerdo su sabiduría se me escapen de registro su humor desopilante, su serenidad, su inagotable sutileza como analista político. Pero sobre todo temo que se me escape señalar su nobleza. Porque se fue un hombre bueno, con la falta que hacen. Una vez terminó de editar una nota mía y me escribió para decirme que le había gustado mucho. Muy pocos editores hacen eso. Es mucho más habitual que te escriban para putearte si algo falta o está mal. Va de suyo que, si está bien, se imprime. Él, ese enorme periodista y escritor que, la puta madre, ya no está para leerlo, me escribió para decirme que estaba muy bien. Le hice notar lo poco habitual del gesto. “Bueno, pero que no se te haga costumbre”, me dijo.
Una amiga, Virginia Poblet, me regaló hace siglos uno de sus libros y me deseó que alguna vez me tocara trabajar con él. “Tenés que conocerlo, trabajar con Marcos es hermoso”, me dijo. Socompa me dio esa chance. La muerte me la sacó. Chau, genio, qué mierda todo.
Roly Villani
***
Entre las no pocas destrezas que Marcos Mayer supo cultivar con finísima altura, se encontraba la traducción. En cierta ocasión, interrogado acerca de la naturaleza de su práctica, Marcos acudió a una de sus reconocidas boutades al hacer uso una vez más de su exquisito sentido de la ironía: “No se trata de un oficio o una profesión”, señaló, “sino de un castigo”. Cuando la audiencia respondió la supuesta humorada con un festejo unánime, Marcos apostilló: “La traducción lucha por conservar la integridad del lenguaje”. No podía encontrarse una definición más exacta.
Era así. Un sentido del humor cercano al genio se anteponía muchas veces a la reflexión aguda, precisa, a una sensibilidad capaz de ver en el otro lado de las cosas allí donde para muchos sólo aguardaba lo previsible. Quizás, entre otras razones, Mayer se identificaba tanto con uno de los fetiches culturales más decisivos de nuestro tiempo: John Berger. Como él, había capturado “el arte de mirar”. Y también como él, cabría decir, el arte de decir.
Marcos Mayer traducía lo que veía para sostener la integridad con que se vive. En ese sentido, era más que humano. En tantos otros, también.
Christian Kupchik
***
Nunca me crucé personalmente a Marcos Mayer (como tampoco a Rubén Levenberg) y aunque eso se me vuelva autorreproche, me alegra haberlo conocido.
Lo recordaré como un gran escritor y periodista, un tipo generoso, cálido y voy a quedarme con el orgullo de haber compartido con él mis participaciones en Socompa.
Gracias por permitirme despedirlo con estas breves y honestas palabras.
Giselle Aronson
***
El desconcierto, la confusión, la duda. ¿Habré leído bien? Estoy perpleja. ¿Cómo es que la muerte es el verbo conjugado en pasado reciente de un nombre que tenés asociado a tu presente, a algo tan vital como la escritura, la edición, hacer periodismo, nuestro amado oficio que tanto y tanto nos golpea con sus agujeros de mierda, con los seres queridos que vamos perdiendo, con los espacios que nos arrebata. Luchar, pensar, escribir, amar, esa es la dignidad de Mayer y la nuestra. La dignidad suya, la del que hoy nos deja más solos con su ausencia.