El ajustado triunfo de Lula en Brasil no puede leerse como una apuesta social a algún tipo de transformación social urgente sino quizá como un rechazo a los excesos de una derecha extrema que quedó de todos modos consolidada. Aun así, Lula pone en agenda el problema de la crisis alimentaria en un mundo en el que 828 millones de personas, más de una décima parte de la humanidad, se acuestan con hambre cada noche.

El discurso de victoria de Lula retomó uno de los temas y medidas más importantes de sus presidencias anteriores: asegurar que cada persona tenga desayuno, almuerzo y cena, sin que tenga que vivir más bajo el tormento diario del hambre. Era coherente consigo mismo, con su campaña y con una prioridad humana esencial. Pero hay que reconocer que no ganó las elecciones fundamentalmente por la expectativa de esta respuesta, sino por el temor que el desastre de la pandemia, la prepotencia militarizada y la estupidez del adversario infundieron en algunas de las personas más sufridas de Brasil. A diferencia de su primera victoria, Lula ahora no ha sido elegido por un movimiento que aspirase a un cambio social urgente, fue elegido por desesperación ante el salvajismo bolsonarista y para evitar que el país siguiera hundiéndose. La esperanza de un giro progresista es ínfima y, de hecho, pase lo que pase será rápidamente mitigado por las composiciones de alianzas de gobierno y por la negociación presupuestaria con los jefes de los grupos políticos que dominan el parlamento, el “centrão”.

Además, mayoritario entre los hombres blancos y entre los de mayores ingresos -exactamente el mismo patrón que Trump-, Bolsonaro obtuvo la votación más alta de su historia (como también le sucedió a Trump en su reelección), pero fue derrotado porque ningún candidato ha recibido nunca tantos votos como Lula (como pasó con Biden). En otras palabras, la derecha actual tiene razones para temer el riesgo electoral de una polarización democrática, pero celebra el deslumbrante éxito de su recomposición (la afirmación de la hegemonía de la extrema derecha) y ha demostrado que incluso la codicia desenfrenada (el saqueo de la Amazonía ), el espectáculo de los príncipes Tartufo (los hijos de Trump y Bolsonaro y su séquito) o incluso el aislamiento internacional (Brasil desapareció del mapa mundial) se multiplican por el movimiento identitario más potente del siglo XXI: el redescubrimiento del fanatismo religioso como la voz de la política. Los bufones que ahora son los íconos de la derecha, y lo seguirán siendo, si no se fortalecen incluso más, son adorados como la reencarnación de la furia divina y tienen multitudes que los siguen. Es el retorno de lo reprimido, la más antigua de las estrategias de dominación, el terror que genera complicidad en las víctimas.

Y es así que el llamamiento de Lula adquiere un nuevo significado, tal vez incluso diferente del que tuvo cuando inició su mandato en 2003. Brasil es uno de los países que tiene exceso de capacidad en la producción de productos alimenticios, aunque la expansión de esta capacidad, particularmente en el cultivo de la soja, es responsable de la deforestación. Por lo tanto, puede dar pasos importantes hacia la satisfacción de esa promesa, aunque esto implique decisiones difíciles ignoradas en mandatos anteriores, como planificar la producción agrícola, adaptar la agricultura, controlar los precios y proteger el bosque. Pero las cuatro quintas partes de la población mundial viven en países que, por el contrario, dependen de las importaciones de alimentos y, según el Programa Mundial de Alimentos de la ONU, 828 millones de personas, más de una décima parte de la humanidad, se acuestan con hambre cada noche. Según la misma organización, cerca de 45 millones de personas se están muriendo de hambre. Y lo que hace la comunidad internacional para responder a este problema es ocultarlo: el Programa anunció este año que los recortes presupuestarios obligaron a reducir la ración mínima de alimentos que distribuye en Sudán del Sur, Nigeria (si, un país rico que exporta gas y petróleo) y Yemen, para poder atender a más personas. El hambre está destruyendo una parte del mundo.

Hay tres razones que agravan esta crisis del hambre: la crisis climática, las guerras y la desigualdad que organiza la producción de alimentos. Ninguna de ellas es pasajera. Tienden a empeorar y las consecuencias se cuentan en infancias perdidas, en número de muertos y en personas obligadas a huir y emigrar. Uno de estos motores del hambre se instaló en Europa, con la invasión rusa a Ucrania, y tiene un impacto en el mundo entero.

El efecto ucrania

Antes de la guerra, Rusia y Ucrania eran responsables del 28% de las exportaciones mundiales de trigo, siendo Rusia el primer exportador mundial y Ucrania el quinto, pero también del 29% de la cebada, del 15% del maíz y del 75% del aceite de girasol. Algunos países dependían de esas importaciones: Egipto compraba el 86% de su trigo a estos dos países, Turquía el 77% y Pakistán el 88%. Por ello y pese a las sanciones, Rusia incrementó sus exportaciones de cereales, siendo 2022 su mejor año. Pero, con la guerra, 26 países congelaron sus ventas de cereales, e India incluso las prohibió. Ahora, como era de esperar, el efecto sobre los precios siguió, o incluso anticipó, estas restricciones, afectando principalmente a los países africanos y al sur de Asia. Esta ruta del miedo provoca la espiral de precios, amplificada por esta especulación que el poder de la inflación pone en manos de las grandes distribuidoras (el precio internacional del aceite de girasol ha vuelto desde entonces a los niveles de antes de la guerra, pero la noticia no ha llegado a los supermercados). Según la ONU, estas restricciones eliminan el 15% de las calorías consumidas en el mundo.

Al menos en Brasil, Lula anuncia que hará un esfuerzo por cuidar a su gente. De este lado del Atlántico, la guerra seguirá siendo mejor negocio que esta simple idea de cuidar la alimentación de los que no tienen nada, para garantizar el mañana.

Fuente: Esquerda