Las crisis medioambiental plantea en términos realistas la perspectiva de una última salida. ¿Hay una salida al camino que nos lleva directo a la perdición o lo único queda es conformarnos con una muerte sin dolor?
No solo la pandemia no terminó – el número de infectados está aumentando de nuevo y nos esperan nuevas cuarentenas -, sino que otras catástrofes se dibujan en el horizonte. A fines de junio de 2021, un domo de calor – fenómeno climático donde una cresta de presión alta atrapa y comprime aire caliente, haciendo que la temperatura aumente hasta abrasar la región – en el noroeste de Estados Unidos y el suroeste de Canadá hizo que las temperaturas alcanzaran límites de 50°C (122°F). Por un momento, en Vancouver hizo más calor que en el Medio Oriente.
Esta patología climática representa solo el punto más álgido de un proceso general: durante los últimos años, Escandinavia del norte y Siberia alcanzaron con frecuencia temperaturas de 30°C (86°F). El 20 de junio, una de las estaciones meteorológicas de la Organización Meteorológica Mundial registró 38°C (100.4F°) en Verjoyansk, Siberia, al norte del círculo polar ártico. La ciudad rusa de Oimiakón, considerada como el lugar habitado más frío de la Tierra, registró en junio 31.6°C (88.9°F), la temperatura más alta de su historia. En síntesis: el cambio climático está cocinando el hemisferio norte.
Es cierto que el domo de calor es un fenómeno local, pero es el resultado de una perturbación que afecta a varios parámetros a nivel mundial y depende claramente de las intervenciones humanas en los ciclos naturales. Las consecuencias catastróficas que tiene esta ola de calor en la vida submarina son palpables. Según los expertos, “el domo de calor mató probablemente a 1000 millones de animales en la costa canadiense”. Los científicos de Columbia Británica dicen que básicamente cocinó a los mejillones: “La arena de la costa no suele crujir cuando uno camina sobre ella”.
El aumento de la temperatura afecta al clima en general, pero el proceso registra picos más pronunciados en las localidades situadas en los extremos: tarde o temprano, estas se convertirán en puntos de inflexión. Algo de esto se hizo sentir con las inundaciones catastróficas de Alemania y Bélgica, y no es fácil saber qué nos espera. La catástrofe no es algo que empezará en el futuro cercano, es algo que está sucediendo ahora, y no en un país distante de África o de Asia, sino aquí mismo, en el corazón del Occidente desarrollado. Para decirlo sin rodeos, vamos a tener que acostumbrarnos a vivir con muchas crisis que se desarrollan en simultáneo a nuestro alrededor.
La ola de calor no solo está condicionada, al menos en parte, por la desenfrenada explotación industrial de la naturaleza: sus efectos dependen también de nuestros modos de organización social. A comienzos de julio de 2021, al sur de Irak, las temperaturas aumentaron hasta superar los 50°C (122°F) y el servicio de electricidad colapsó, es decir, no había aire acondicionado, heladera, ni luz. El lugar se convirtió en un infierno. A todas luces, el agravamiento de la catástrofe «natural» fue causado por la enorme corrupción estatal, que hace desaparecer miles de millones de dólares provenientes del petróleo en unas cuantas billeteras privadas.
Al considerar estos datos —y muchos otros— con seriedad, se impone la conclusión. Para toda entidad viviente, colectiva o individual, la última salida es la muerte (Derek Humphry tuvo razón al titular Final Exit su libro de 1922 que promovía el suicidio asistido). A fin de cuentas, las crisis ecológicas contemporáneas plantean una perspectiva realista de este tipo (suicidio colectivo) para toda la humanidad. ¿Hay una salida al camino que nos lleva directo a la perdición o es demasiado tarde y lo único que podemos hacer es conformarnos con una muerte sin dolor?
Nuestro lugar en el mundo
Entonces, ¿qué hacemos frente a este dilema? Sobre todo tenemos que evitar el discurso según el cual la enseñanza que nos dejan las crisis ecológicas es que somos solo una parte de la naturaleza, no su centro, y por lo tanto tenemos que cambiar nuestra forma de vida, limitar nuestro individualismo, desarrollar nuevas formas de solidaridad y aceptar nuestro modesto lugar entre los seres vivos que habitan nuestro planeta. O, como dice Judith Butler:
“Un mundo habitable para los humanos depende de una tierra próspera que no tiene a los seres humanos en el centro. Nos oponemos a las toxinas medioambientales no solo para que nosotros, seres humanos, seamos capaces de vivir y respirar sin miedo de envenenarnos, sino también porque el agua y el aire deben albergar vidas que no giran alrededor de la nuestra”.
Pero, el calentamiento global y otras amenazas ecológicas, ¿no requieren que intervengamos colectivamente en nuestro medioambiente de forma eficaz, es decir, que intervengamos directamente en el frágil equilibrio de la vida? Cuando decimos que el aumento promedio de la temperatura debería mantenerse por debajo de los 2°C (35.6°F), nos comportamos como los encargados de la vida en la Tierra, no como una modesta especie. Es obvio que la regeneración de la tierra no depende de que asumamos un rol más “limitado y consciente”: depende de que asumamos una tarea inmensa, que se presenta como la verdad detrás de todo el palabrerío sobre la finitud y la mortalidad.
Si tenemos que ocuparnos de la vida en el agua y en el aire, es precisamente porque somos lo que Marx denominaba “seres genéricos”, es decir, seres capaces de posicionarnos fuera de nosotros mismos, sobre nuestros propios hombros, y percibirnos como un momento menor de la totalidad natural. Evadirnos con la cómoda modestia de nuestra finitud y nuestra mortalidad no es una opción; es una falsa salida que conduce a la catástrofe. Como seres genéricos, deberíamos aceptar nuestro medioambiente en toda su complejidad, y esto incluye, tanto aquello que solemos percibir como basura o contaminación, como aquello que no percibimos directamente por ser demasiado grande o minúsculo (los “hiperobjetos” de Timothy Morton).
Según Morton, ser ecologista “no se trata de pasar tiempo en una reserva natural prístina, sino de valorar la maleza que se abre paso a través de una grieta en el asfalto, y luego el asfalto mismo. Eso también es parte del mundo, y es parte de nosotros”. “La realidad – escribe – está poblada de extraños extraños”, cosas que son “conocibles pero asombrosas”. Esta extraña extrañeza, nos dice Morton, es una parte irreductible de cada roca, árbol, terrario, estatua de la libertad de plástico, quásar, agujero negro o mono tití con los que nos topamos; al reconocerlo, dejamos de intentar dominar a los objetos y aprendemos a respetarlos en su complejidad. Mientras que los poetas románticos se entusiasmaban con la belleza y la sublimidad de la naturaleza, Morton reacciona frente a su rareza omnipresente; incluye en la categoría de lo natural a todo lo horrible, lo feo, lo artificial, lo dañino y lo perturbador.
El destino de las ratas en Manhattan durante la pandemia, ¿no es un ejemplo perfecto de esto? Manhattan es un ecosistema de humanos, cucarachas… y millones de ratas. Cuando, en el punto más álgido de la pandemia, la cuarentena obligó a cerrar los restaurantes, las ratas, que viven de su basura, perdieron su fuente de alimentación. La consecuencia fue una enorme hambruna: se observó a muchas ratas que se comían a sus crías. El cierre de los restaurantes, que cambió los hábitos alimenticios de los humanos sin plantear ninguna amenaza seria contra su vida, fue una catástrofe para las ratas, esas ratas que son nuestras compañeras.
Otro evento similar de la historia reciente podría titularse “El compañero gorrión”. En 1958, cuando comenzó el gran salto adelante, el gobierno chino declaró que “las aves son animales del capitalismo” y puso en marcha una amplia campaña para eliminar a los gorriones, sospechados de consumir cada año aproximadamente dos kilos de grano por cabeza. Entonces, destruyeron los nidos de los gorriones, rompieron sus huevos y mataron a sus pichones; millones de personas se organizaron y percutieron ollas y recipientes ruidosos para evitar que los gorriones descansaran en sus nidos y cayeran del cielo muertos de cansancio.
Los ataques mermaron la población de gorriones hasta un punto cercano a la extinción. Sin embargo, en abril de 1960, las autoridades chinas se vieron obligadas a reconocer que los gorriones también se comían un gran número de insectos del campo, motivo por el que luego de la campaña, en lugar de crecer, las cosechas de arroz se redujeron considerablemente: la exterminación de los gorriones perturbó el equilibrio ecológico y los insectos, sin el control de los depredadores naturales, empezaron a destruir los granos. Con todo, era demasiado tarde: sin gorriones, la población de langostas creció descontroladamente y se convirtió en una plaga en todo el país, agravando otros problemas ecológicos ocasionados por el gran salto adelante, como la deforestación y el abuso de venenos y pesticidas. Se supone que el desequilibrio ecológico exacerbó la gran hambruna china, durante la que murieron millones de personas. El gobierno chino finalmente recurrió a la importación de 250 000 gorriones de la Unión Soviética para reponer su población.
De nuevo, ¿qué deberíamos hacer frente a esta situación insoportable, en la que debemos aceptar que somos una especie entre otras, pero al mismo tiempo asumir la pesada responsabilidad de actuar como encargados genéricos de la vida en la Tierra? Dado que fracasamos al tomar otras salidas, tal vez más fáciles —la temperatura aumenta cada vez más, los océanos están cada vez más contaminados—, es probable que la única salida antes de llegar al final del camino sea una versión de eso que alguna vez se llamó «comunismo de guerra».
Hacer todo lo que esté a nuestro alcance
No tengo en mente aquí una especie de continuidad o rehabilitación del “socialismo realmente existente” del siglo veinte, ni mucho menos la adopción del modelo chino a nivel mundial. Pero pienso que la situación nos impone una serie de medidas. Cuando la supervivencia de todo el mundo —y no solo de un país específico— se vea amenazada, entraremos en un estado de emergencia belicoso que durará al menos varias décadas. Si queremos garantizar mínimamente las condiciones de nuestra existencia, será inevitable enfrentar desafíos inauditos, como el desplazamiento de cientos de millones de personas a causa del calentamiento global.
La respuesta al domo de calor en Estados Unidos y Canadá no pasa solo por asistir a las áreas afectadas, sino por atacar sus causas a nivel mundial. Y, como deja en claro la catástrofe en curso al sur de Irak, necesitaremos un aparato de Estado capaz de mantener un mínimo de bienestar para prevenir las explosiones sociales.
Con suerte, será posible hacerlo por medio de algún tipo de cooperación internacional obligatoria y muy desarrollada, el control social y la regulación de la agricultura y de la industria, ciertos cambios en nuestros hábitos alimentarios (menos carne), un servicio de salud garantizado, etc. Si se analiza el asunto con más detenimiento, está claro que la democracia política representativa no será suficiente. Será necesario combinar un poder ejecutivo mucho más poderoso, capaz de reforzar los acuerdos a largo plazo, con la autorganización popular a nivel local y con alguna institución internacional capaz de imponerse sobre los países disidentes.
No estoy hablando de un nuevo gobierno mundial, pues una entidad de este tipo conllevaría una inmensa corrupción. Y no estoy hablando de comunismo en el sentido de abolir los mercados: la competencia de mercado jugará un rol importante, aunque estará regulada y controlada por el Estado y la sociedad. Entonces, ¿por qué utilizar el nombre “comunismo”? Porque la tarea que se nos impone remite a cuatro de los aspectos típicos de un régimen realmente radical.
En primer lugar, está el voluntarismo: los cambios que necesitamos no se fundan en ninguna necesidad histórica; deberán realizarse en contra de la tendencia espontánea de la historia. Como dijo Walter Benjamin, tenemos que tirar del freno de emergencia para detener el tren de la historia. Luego, está el igualitarismo: la solidaridad global, la atención sanitaria y un mínimo de dignidad para todo el mundo. También están aquellos elementos que a ojos de los liberales tradicionales se presentan como el «terror». Algunas medidas tomadas durante la pandemia nos brindan buenos ejemplos: la limitación de muchas libertades personales y nuevos modos de control y regulación social. Por último, está la confianza en la gente: todo estará perdido sin la participación activa de la gente común.
¿Cómo seguir?
Todo lo que dije no surge de una visión mórbida y distópica: es la consecuencia de una valoración sencilla y realista de los dilemas que enfrentamos. Si no adoptamos esta vía, terminaremos en una situación totalmente delirante, como la que atraviesan ahora los Estados Unidos y Rusia: con la excusa de que el gobierno debe funcionar en cualquier circunstancia, las élites están preparándose para sobrevivir en bunkers subterráneos gigantescos, capaces de albergar a miles de personas durante meses. En síntesis, piensan que el gobierno debería seguir funcionando aun cuando no queden personas vivas en el mundo sobre las cuales ejercer la autoridad.
Que nuestras élites políticas y empresarias estén preparándose para este escenario significa que la alarma está sonando. Aunque la perspectiva de que los multimillonarios se muden a otro rincón del universo no es realista, no podemos negar que los vuelos espaciales privados organizados por ciertos individuos – Musk, Bezos, Branson – expresan la fantasía de escapar a la catástrofe que amenaza nuestra supervivencia en la Tierra. ¿Qué nos espera a los que no tenemos adónde ir?
Traducción de Valentín Huarte
Publicado el 23/7/2021 por Jacobin América Latina