Es uno de los mitos del hampa. De aspecto esmirriado e inofensivo, perpetró tantos robos a bancos como fugas de distintas cárceles. Pasó toda la dictadura en un penal de Córdoba donde se convirtió en referente para los internos. Cuando murió, en 1986, los presos de Devoto y Caseros, en señal de duelo, apagaron sus radios por 24 horas.
El auto, un Taunus gris, había sido robado en una esquina del barrio porteño de Boedo durante la madrugada del 7 de noviembre de 1986.
A las 8:45, mientras avanzaba por una avenida de Villa Ballester, fue detectado por un Torino no identificable de La Bonaerense. Los tres ocupantes del Taunus recién advirtieron aquella circunstancia unas cuadras después, cuando al móvil policial se le unieron dos patrulleros. Entonces, el que manejaba pisó el acelerador a fondo.
Era improbable que la sustracción del vehículo ya estuviera denunciada. Tan improbable como la posibilidad de que algún buche los haya batido. En realidad, todo fue más simple; absurdamente simple. Porque después se supo que el infortunio les había llegado debido a una denuncia telefónica efectuada por una vecina –siempre hay una vecina en estos casos–, a quien le alarmó la circulación reiterada del Taunus en aquella zona.
Tal merodeo, según la creencia que luego instaló un parte oficial, habría obedecido a la necesidad de establecer la ubicación de los puestos policiales y las vías de salida, a los efectos de consumar sin ningún contratiempo un golpe a la fábrica de medias Sylvana, en el centro de Villa Ballester.
Pero todo concluyó antes de que ello ocurriera. Fue en medio de sirenas, voces de mando y detonaciones, en la esquina de General Paz y Lacroze, entre tres líneas de fuego (unilateral) y un murallón.
De pronto, sobrevino el silencio. Y la escena quedó congelada.
Tras unos segundos, los policías se acercaron lentamente al Taunus. Su carrocería se asemejaba a un queso gruyere. Tal vez entonces constataran dos cosas: sólo había dos cuerpos acribillados (el tercer sospechoso supo poner los pies en polvorosa), y no había armas a la vista.
Los curiosos se asomaron desde sus casas, mientras un cabo acomodaba una ametralladora Uzi y una nueve milímetros junto a los cadáveres. De modo que al rato la TV informó un “espectacular tiroteo”.
Los policías se acercaron lentamente al Taunus. Su carrocería se asemejaba a un queso gruyere.
Recién a la tarde transmitirían una primicia verdadera: junto al pistolero Néstor Pascual, de 27 años, fue abatido el mítico Juan José Ernesto Laginestra (a)”El Pichón”, protagonista de cuatro fugas memorables y cincuenta asaltos sin una sola víctima fatal. Un bronce del hampa.
El rey del boleto
Nacido a comienzos de 1937 en la localidad santafecina de Coronel Bogado, se crió en el barrio porteño de Villa Soldati. Allí, durante su adolescencia, supo cruzar las fronteras del Código Penal con módicos actos de pillería. Fue cuando una nueva generación de atracadores empezaba a configurar lo que la crónica policial denominaría “La “edad de oro de la delincuencia argentina”. Y él no tardó en plegarse a semejante oleada.
De hecho, su debut fue muy auspicioso: un botín de 800 mil pesos en las oficinas rosarinas de Segba.
Poco después fue a dar por primera vez con los huesos en la sombra a raíz de una delación. Lo cierto es que, a falta de pruebas, el juez lo bendijo con una “falta de mérito”. Pero en su breve estadía carcelaria se arrimó a la ranchada de los pesados con fines de aprendizaje, y ya nuevamente libre no demoró en organizar su propia gavilla.
Durante la década del ’60, alternó una serie de robos memorables con fugas que hicieron historia.Pero no todo era un nido de rosas. Estando en la Cárcel de Encausados de Rosario, se enteró de que su amigo y cuñado, Jorge Oscar Rey, había sido asesinado por la Federal en un callejón de Flores.
Costaba creer que ese muchacho esmirriado, de cara angulosa y sonrisa ladeada fuera un “enemigo público”.
Para entonces ya se había ganado cierta fama por intentar fugarse dos veces. Recién lo consiguió durante la madrugada del 23 de marzo de 1968, desde una celda de máxima seguridad, con un candado por fuera, en la que lo requisaban religiosamente cada ocho horas.
Aquel sábado, tras revisar el candado, un guardia constató a través de la mirilla que el Pichón estaba durmiendo, sin imaginar que en el camastro un bulto con ropa disimulaba su ausencia. Ni que, en ese mismo instante, con una soga de siete metros, él se descolgaba del muro del penal. Así se adentró otra vez en la niebla de la clandestinidad.
Costaba creer que ese muchacho esmirriado, de cara angulosa y sonrisa ladeada fuera un “enemigo público”. Luego de la fuga, en las principales urbes del país se vivía la psicosis de verlo por todos lados a la vez.
También corría sobre su figura una leyenda: su tesoro escondido, donde guardaba los dividendos de sus andanzas. Un embuste –acuñado por la prensa y la policía– que él, con humor, no desalentaba.También se le atribuye haber organizado, desde afuera, otra fuga, la de diez pistoleros presos en el penal de Caseros.
Ellos, tras reducir a los guardias en el patio, limaron una pequeña puerta del portón de salida. Un vehículo los esperaba en la vereda. Con cinco de ellos, Laginestra perpetró una serie de atracos exquisitos.
El último bandido
En aquella etapa de su carrera resalta el robo a la sucursal del Banco Popular Argentino en el barrio de Villa del Parque –cometido el 16 de septiembre– y el de la filial del Banco Nación en el barrio rosarino de Arroyito. Ambos fueron ejecutados en base a planes perfectos.
En el primero, no había que entrar ni salir por la puerta de la sucursal. En consecuencia, la estrategia fue tomar la vivienda vecina, inmovilizar a sus moradores y, con una soga, trepar la pared que había entre ese domicilio y el patio del banco. Eso fue lo que hicieron el Pichón y sus tres cómplices.
Se llevaron 23 millones por la puerta de los blindados y salieron raudos en un Ford Falcon. Sólo dispararon un tiro al aire a modo de despedida.
Después aguardaron la aparición de un empleado por una puerta lateral. El resto fue un juego de niños.
–¡Quietos! ¿Esto es un asalto! ¡Todos con la cara contra el piso! –gritó el Pichón, ya en el sector de atención al público, trepado en el mostrados.
Se llevaron 23 millones por la puerta de los blindados y salieron raudos en un Ford Falcon. Sólo dispararon un tiro al aire a modo de despedida.
En el segundo, aunque con pequeñas variaciones, el plan fue similar. El Pichón contó esta vez con cuatro colegas, todos enmascarados con pañuelos, bien a lo Billy The Kid. Y entraron por la cochera de la casa del gerente, sin que este lo supiera. El tipo aún dormía.
El ordenanza apareció a las 6:10. Le hicieron preparar café, y fueron recibiendo, de a uno, a los empleados. El gerente fue el último en llegar. Y no sin sorpresa, farfulló:
–El tesorero hoy no viene.
Laginestra le ordenó que lo llamara con por teléfono cualquier excusa. Durante la espera, el clima entre los presentes fue distendido y cordial. Los pistoleros hasta ofrecieron café y gaseosas a los rehenes. En tal circunstancia, el Pichón les comentó:
–Nosotros trabajamos como ustedes, con la diferencia de que nuestro laburo es afanarle al Estado.
Tras su llegada, el tesorero también se tomó un cafecito. Luego les abrió la bóveda.
El quinteto se retiró de la sucursal con 38 millones de pesos. Y ni bien traspasaron la salida, se hicieron humo.
La policía rastreo la zona hasta con helicópteros. Pero fue inútil. Nadie suponía que, a metros de la sucursal, había un camión cisterna, debajo del cual la banda se metía al tanque modificado. El receptáculo del vehículo, dotado de cuchetas y un comedor provisto de víveres, era un verdadero aguantadero móvil.
La idea había sido tomada de la serie televisiva “Jericó”, que transcurre en París ocupada por los nazis, donde un grupo de resistentes usa un camión así. A modo de detalle de color, cabe agregar que la puerta del conductor lucía un simpático dibujo del Pájaro Loco.
La existencia del rodado saltó a la luz unos meses después, cuando el Pichón –a raíz de una alcahuetería– fue detenido en un inquilinato de la calle Azopardo, en San Telmo. Allí se guardaba en una piecita del fondo.
En la mesa de luz, Laginestra había puesto una fotografía enmarcada del finado Jorge Rey, junto a un florero con una rosa.
Aquella vez terminó otra vez en la Cárcel de Encausados de Rosario. Y por dos años, hasta concretar su tercera fuga.
Fue el 25 de mayo de 1973, mezclado entre presos políticos que salían amnistiados por el flamante gobierno de Héctor Cámpora. A partir de entonces, alternó algunos asaltos con secuestros extorsivos; dos, para ser exactos. Y planificados por él.
En la ciudad de santafecina de Firmat su presa fue el intendente, quien además era un poderoso industrial. Y en Rosario, un empresario metalúrgico.
En el caso de éste, hubo una complicación del momento, y la banda lo quiso matar. A punta de pistola, Laginestra se opuso. Meses después lo detuvieron en la localidad cordobesa de Villa María.
El Pichón fue a parar a la Unidad Penitenciaria 1, del barrio San Martín, en Córdoba. Allí pasó toda la dictadura. Y se convirtió en líder de los presos comunes. Su palabra era sinónimo de autoridad para ellos.
También tenía una actitud solidaria hacia los presos políticos, además de una excelente relación con ellos.Prueba de eso fue una huelga que él organizó entre los presos comunes de la cárcel para demostrar que los presos políticos eran torturados. La medida consistía en mantener el silencio por 24 horas para que se pudiera oír el ruido de los golpes y los gritos de los torturados. También logró sacar a las calles las denuncias por las torturas, a través de las visitas.
El Pichón pasó toda la dictadura en la Unidad Penitenciaria 1, del barrio San Martín, en Córdoba. Allí se convirtió en líder de los presos comunes. Su palabra era sinónimo de autoridad para ellos.
Por si eso fuera poco, les hacía llegar manteca, dulce, yerba, biromes y papel higiénico. Con aquellas biromes y ese papel se sacaban fuera del penal las denuncias por torturas, además de toda clase de mensajes.
Laginestra mismo les escribió una carta, que decía: “Los llamamos otarios abobinados (esclarecidos) a garrote. Pero los respetamos. Con los huevos de ustedes y nuestros conocimientos, desvalijaríamos Córdoba”.
El Pichón fue salió de la cárcel en la primavera de 1984. Duró poco en la calle.
El 7 de noviembre de 1986, después de que La Bonaerense lo fusilara, los presos de Devoto y Caseros, en señal de duelo, apagaron sus radios por 24 horas.