Un hombre viejo muere en el pueblo. Uno cuyas carcajadas, en vida, asustaban. Los vecinos van a darle la última despedida. Ropas negras, rosas rojas. Hay dos chicos que lo ven irse al viejo dentro del coche negro. ¿Se lo lleva? Deciden entrar a su casa.

Mamá miraba desde la ventana sin que se lo pidiéramos. Suponía que iríamos a sentirnos más tranquilos con su vigilancia. No le decíamos nada. Ella entendía que bajáramos la vista y pusiéramos el pie en la calle en silencio. Llegábamos a la esquina y nos poníamos a correr. Habíamos pactado que debíamos pasar rápido por la casa de don Esteban. Nos asustaba la idea de que aún estuviera viéndonos, después de muerto, después de que habíamos visto cómo sacaron el ataúd de su casa.

A mi hermano Pablo se le ocurrió la idea de espiar a través de la puerta abierta. Los vecinos se juntaron en la vereda para darle un último adiós. Algunas mujeres llevaban unas rosas rojas recién cortadas. Las sujetaban en las manos mientras esperaban ponerlas en el coche negro. Ellas llevaban el negro que correspondía. Solo a una de ellas se le había dado permiso para rezar y hasta para llorar la partida.

Habían pasado dos días de ese momento. Ahora corríamos, pero no podíamos borrar el terror de que Esteban nos saliera al paso, como hacía siempre. Él se reía de nosotros porque sabía que el miedo nos apuraba. Sus carcajadas por poco nos tropezaban en la vereda con las baldosas sueltas. Pablo me codeaba. Sentía su brazo y no podía quitarme de la cabeza la cara de la vieja de negro llorando con las flores en la mano y el coche con el cuerpo del viejo Esteban.

Corríamos hasta llegar al parque. Nos buscábamos sin mirarnos, pero sabíamos que teníamos una tarea pendiente. Habló primero Pablo. Debíamos atrevernos a pasar despacio por la casa de Esteban. Iba a ser la manera de enfrentar su burla, su intento de asustarnos. Pablo dijo algo que me llamó la atención.

Había que golpear su puerta y esperar a ver si salía alguien. A lo mejor sigue adentro y sale como siempre. No me pude reír. Siempre habíamos visto solo a Esteban. Los vecinos contaban de una mujer que lo ayudaba con la comida y las compras. Fue Pablo quien pensó en que esa mujer también compartía la noche y la cama.

Otra vez nos codeamos. A lo mejor la vieja de las flores le acomoda las sábanas y lo baña. Le dije que se callara. Todo el cuerpo caído de Esteban enjabonado, puesto de pie en la bañera de loza, esperando a que lo secara. Mi cabeza no descansaba y ya escuchaba la cama del viejo que pegaba contra la pared de tanto movimiento lento.

Le dije que a los viejos desnudos les cuesta mucho tocarse. La piel a los hombres grandes se les enfría y pierden lo tibio del contacto. Deben tardar mucho en calentarse, continué. No nos miramos a la cara, por el asco que nos daba imaginar a Esteban y a su compañera con la boca abierta, con algo de saliva que le caía de los labios.

La demora en sentirse los cuerpos sucede a los hombres y a las mujeres de edad. Pablo lo confirmó. Lo había leído en algún libro. Pasábamos el tiempo imaginando las horas más ocultas de Esteban. Quizá era la manera de poder pararnos y dejar el parque.

Llegamos a la puerta de la casa con la seriedad de aquellos parientes lejanos que viajaron dolidos por la muerte de un familiar y que intentan acercase a los que aún tienen vida. Pablo espió a través de una ventana sin cortinas.

Le pedí que no me contara nada de lo que alcanzaba a ver. Me quedé a su lado mientras golpeaba. La puerta de la casa de enfrente se abrió. Salió la mujer de negro que habíamos visto rezar. La viuda le dije a Pablo. Ella nos miró sin entender mucho. Gritó que se había ido para siempre. Dudamos de su voz. Nos parecía diferente de la de aquella mujer que había rezado.

Cerró la puerta. Escuchamos el ruido de su persiana. Quería comprobar cuánto tiempo estaríamos parados en la puerta de la casa de Esteban. Los minutos que pasaron eran para asegurarnos fuerza. A la risa de Esteban, ahora se agregaba que la viuda nos perseguiría desde su casa.

Pablo intentó abrir la puerta. Le corrí la mano. Miré hacia la ventana de la mujer. Tenía la sospecha de que ella ocupaba lentamente el lugar de Esteban. Nos dejaría que entráramos y que revisáramos la cama revuelta de Esteban. Seguro. Nos arrastraría con su mirada, nos gritaría con sus ojos que ella, sí, ella, era su última viuda.

Sentí un ruido en la vereda. La mujer había abierto la puerta y nos había tirado las llaves de la casa del muerto. Teníamos ganas de correr, pero había un rechazo inconfesable a huir. La risa de Esteban durante días nos había involucrado en su vida. Su viuda nos empujaba a que continuáramos con la vida de él y a abrir la casa, a quebrar con una clausura innecesaria.

Solo a mí me pareció una locura. Quise decirle a Pablo, pero él ya había entrado y me miraba desde el comedor. Se bromeó con una carcajada que yo no quería reconocer. Quise volverme. Me retuvo con los brazos. Nunca supe quién cerró la puerta de calle. Escuché unos pasos en la vereda y una voz de mujer que disponía qué deberíamos hacer.

Pablo se movía con seguridad en las sombras. Había dejado de ser intruso. Quise prender las luces de comedor. Me tomó la mano y me obligó a obedecer. Lo escuché hablar. La mujer de enfrente todavía de negro ya había entrado. Llevaba las rosas y un rosario. Pedía por el alma de Esteban. Hablaba de un descanso y de un viaje definitivo.

No reconocí a Pablo. Avanzó a tientas hacia el dormitorio. Abrió un mueble con la ayuda de la mujer. Sacó una toalla. Vi todo lo demás sin asombro, como una historia que nunca iba a finalizar.

Yo mismo le abrí la ducha. Él me observaba consintiendo. Ella lo desnudó y lo metió sin esfuerzo en la misma bañera. A los tres nos dirigía una voluntad desacostumbrada. Pablo dejaba que el agua y las manos de la mujer recorrieran su cuerpo. Después de un rato, ella abrió la toalla para secarlo.

Había visto esta ceremonia. Con Pablo la habíamos imaginado. La mujer lo acostó. Ella se desvistió para estar a su lado. Me ordenaron que me fuera. La voz de Pablo venía de lejos. Una vez en la calle, cerré la puerta con doble llave. Caminé en silencio.

Tardé bastante en llegar a la esquina de casa. Pablo corrió hasta alcanzarme. Quedamos en silencio. Tenía la cabeza mojada. Lo reconocí por la sonrisa y un juego de llaves que le colgaba del bolsillo.