El poder que ejercen los bancos del sistema financiero internacional se ha trasladado en gran medida a los fondos globales de inversión. Un poder que se retroalimenta de ganancias exorbitantes y profundiza la penetración del interés público en favor del privado, al tiempo que impone condicionalidades a la gobernabilidad. Una aspiradora de recursos.

Desde la década de 1970, el sistema financiero internacional amplió su presencia y transformó sus mecanismos de apropiación de forma tal que impuso en forma progresiva su influencia en el ámbito de la decisiones económicas y políticas. La avanzada se consolidó en la década de 1980 con las reformas estructurales exigidas por los organismos multilaterales. La abultada liquidez, un signo de época, hizo el resto: devino en créditos a los sectores público y privado. Un “antídoto” para “la década pérdida” que devino en un endeudamiento crónico y degenerativo.

Si el incremento exponencial de la deuda cimentó el poder del sistema financiero internacional, la nueva división internacional del trabajo, bajo el nombre de “globalización”, definió las cadenas globales de valor y reprimarizó a las economías emergentes. El proceso contó con la participación de las élites locales, siempre en condición de socios menores, las que no tardaron en pregonar que la política y los políticos eran prescindibles. Un mundo modelado por expertos. Una consecuencia del mentado “fin de la historia”.

El panorama actual terminó de configurarse con las reformas introducidas en el sistema financiero internacional. Las que facilitaron que el núcleo de la actividad, integrado hasta la década de 1980 por los bancos globales y locales, pasara a manos de los fondos globales de inversión. Hoy son una constante mundial. Están presentes en los países centrales y emergentes. Sus inversiones abarcan la industria, el comercio, la logística, las nuevas tecnologías y también las finanzas, entre otros muchos sectores. Los más poderosos tienen sus sedes en Estados Unidos. Un total de once entre los veinte más grandes.

BlackRock es el más grande. Un viejo conocido de los argentinos. Nació en 1988 y en 2015 ya participaba con inversiones por 1,4 billones de dólares en las 40 mayores compañías por capitalización bursátil. Ese mismo año contabilizaba inversiones en América latina por unos 114 mil millones distribuidos, principalmente, entre Brasil (59%), México (24%) y Chile (10%). Hoy, suma activos por 4,7 billones. “El 25 por ciento del total que registran los fondos globales. Una posición que le permite presionar a gobiernos, pero también decidir el rumbo de las empresas en las que tiene participación accionaria”, señala el economista mexicano Sergio Cabrera Montes en su artículos “Financiarización y desacumulación en América Latina: Administradoras de Fondos de Inversión (2000-2019)”.

BlackRock es apenas la punta de un enorme iceberg. Los hay más antiguos. Es el caso de The Vanguard Group. Inició su actividad en 1975 y para septiembre de 2018 declaraba 5,3 billones en activos bajo su gestión, unos 16 mil empleados e intereses en 70 de las corporaciones más importantes del mundo. Más antiguo todavía es la State Street Corporation. Fundada a fines del siglo XVIII, se adaptó y ocupa hoy el decimoquinto lugar en el ránking por volumen de activos. Gestiona 2,7 billones y tiene bajo su custodia y/o administración 33 billones. Es el mayor banco del mundo.

Hay otros ejemplos. Uno de ellos, al igual que BlackRock, es un conocido de los argentinos. Suele ser de la partida en la recurrentes restructuraciones de deuda como agente fiduciario y organizador. Se trata de The Bank of New York Mellon Corporation, una multinacional de servicios financieros creada en 2007 con la fusión del Banco de New York y la Mellon Financial Corporation. Según sus registros tiene 1,6 billones en activos, casi 28 billones bajo custodia y/o administración. Su modelo de negocios es igual al resto: servicios financieros, asesoramiento, gestión de activos, sociedad de valores, servicios de emisión, servicios de tesorería, y gestión de riqueza en general.

Otro jugador de gran peso es Capital Group Companies; o simplemente Capital Group. Es una de las tres gestoras de fondos de pensiones más grandes junto con Vanguard Group y Fidelity Investments. Capital Group tiene dos fondos filiales: CGII y Capital Research and Management Company. Una posición similar a la que exhibe la aseguradora alemana Allianz.

El poder de estos fondos está en todas partes. Solo tres de ellos -BlackRock, Vanguard y State Street- poseen en conjunto el 80 por ciento de los exchange traded founds, las canastas de inversión que siguen los movimientos de acciones individuales de grandes corporaciones y las variaciones de los índices industriales y de materias primas. En conjunto tienen acciones que cotizan en el Dow Jones de Wall Street por el equivalente al 20 por ciento del valor total del indicador.

Lo dicho: la acumulación de poder es exponencial. Se retroalimentan de ganancias exorbitantes. En sus inicios tenían posiciones accionarias discretas. No más del 2 o 3 por ciento de los paquetes de cada empresa. Hoy duplican esa participación. Además suelen actuar en forma coordinada. Poco y nada de competencia. La capacidad de presión les permite imponer criterios no solo a los gobiernos, sino también a grandes multinacionales como Procter & Gamble, Chevron, General Motors, Exxon y Johnson & Johnson, por citar algunas; o a las tecnológicas más dinámicas, como Amazon y Apple; pero también a las entidades bancarias de mayor tamaño, como el J.P. Morgan y el Citigroup.

“El sector financiero se considera inexpugnable y, además, está demasiado protegido y sobrevalorado”, afirma el economista Guillermo Oglietti, autor de “La mano visible de la banca invisible, renta y lucro extraordinario de las finanzas en América latina”, una investigación que realizó junto con Sergio Martín Páez para el Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag) y que prologó por Álvaro García Linera. El trabajo pone de relieve que la rentabilidad de los bancos que operan en América latina, y en la Argentina en particular, está entre las más altas del mundo desde de la década de 1970.

Semejante rentabilidad le permite al sistema financiero, más allá de las características políticas e ideológicas de los gobiernos, acumular beneficios que a su vez transforman en poder de veto. “En América latina, el accionista de un banco necesita entre tres y cuatro años para recuperar su inversión. La misma nada en comparación con los quince que necesitaría el mismo inversor en los países desarrollados -señala Oglietti-. Lapso que también contrasta con los 13 y 18 años necesarios para recuperar la inversión en los sectores no financieros de Perú y Chile, o los 9 necesarios para recuperarla en el sector industrial de México”.

Otra forma de verlo: “La rentabilidad del sistema financiero de América latina es cuatro veces mayor a la rentabilidad que tienen las instituciones financieras de la Unión Europea y más del triple con relación a las españolas, país de origen del grueso de la banca extranjera en nuestra región. Una afirmación que corroboran los registros de la agencias de supervisión bancaria”, explica Oglietti.

¿De dónde proviene tamaña rentabilidad? De tres fuentes: el margen que obtienen por las operaciones de intermediación financiera, las comisiones por servicios y los resultados derivados de las operaciones bursátiles y de cambio. Los bancos que operan en Argentina y Brasil, por ejemplo, obtienen la mayor parte de sus beneficios de las actividades especulativas. Las mencionadas operaciones bursátiles y cambiarias. Explican la mitad de sus ingresos. El caso argentino, sin embargo, tiene una particularidad adicional. “Los balances suelen exhibir altos niveles de gastos y previsiones por futuros quebrantos. Una forma de reducir los beneficios anuales. Una particularidad que habilita a suponer que los beneficios del sistema financiero local fueron durante 2020 superiores a los 4 mil 400 millones declarados en medio de un debacle generalizada”, advierte Oglietti.