Una ruta pampeana, una camioneta que se queda sin nafta, el camino por los médanos para concretar un ajuste de cuentas en una casa sola. Un Jefe, la orden a acatar, las persianas bajas de un pueblo que no quiere ver ni escuchar. Dinero manchado con sangre.
Un hombre viejo, con sombrero de paja hundido hasta las orejas, les indicó que bajaran por el médano para llegar a la casita. Así dijo “casita”. El día con sol agravaba el mediodía y la sed. No querían hablarse entre ellos para no gastar saliva. Habían dejado la ruta hacía dos horas. La camioneta sin nafta había quedado en la banquina. Alguien les había prometido recompensa si lo encontraban y se lo llevaban al hotel. Todos buscaban a Rodríguez. Se había quedado con un vuelto tan importante como el calor.
Los encargados de la tarea no tenían nombre. Algo podía fallar y enseguida aparecerían en los titulares. La falta de combustible podía parecer el aviso de una redada cuando estuvieran cerca de la casa. Les habían dicho que las armas las ocultaran en la espalda. Los tiros nunca debían llevar a la muerte. Nada de alarmar, había ordenado el que disponía. Miraban alrededor del médano. Rodríguez sorprendía desde el momento en que se había escapado con el bolso.
Rodríguez enfrentó al Jefe con el arma en la mano y el bolso en la otra. Solo los líderes se miran cara a cara. Hubo poco diálogo y aquellos que espiaban en el café de la estación de servicio vieron cómo, después de los tiros, Rodríguez huía por la calle hacia la costa. Se levantaron despacio por las dudas de que algún resto del fugitivo siguieran apuntando. Al Jefe lo levantaron entre dos y lo llevaron a una guardia. En la avenida Costanera de San Bernardo no pasaban a esa hora coches. Fue una sutura y el dolor de la pierna. Nada había pasado, dijo el herido una vez despierto.
Dos largos meses habían transcurrido desde la fuga. Los ajustes de cuenta nunca se olvidan. El pueblo ayudó a que aquello fuera como un duelo privado. El Jefe no compartía los negocios con nadie. El orden se parecía mucho más al silencio que a la disciplina. En los pueblos la gente se acostumbra a la muerte ajena, a las corridas, a esconderse en las casas, a asegurarse en las esquinas de estar lejos de la muerte propia.
Los de la camioneta se acostaron en la arena boca abajo, con las manos en las pistolas, por las dudas. Vieron la casa y escucharon dos perros que ladraban. Seguro que los animales buscaban carne. Se irían a levantar cuando pararan los ladridos. No convenía tanto sol; pero ya estaban cerca. Desde ese lugar podían ver los movimientos. El Jefe conocía dónde se había escondido Rodríguez. Conocía sus mañas de la playa y esa casa con las ventanas abiertas para disparar desde dentro.
Los únicos que podían matar al que escapó se llamaban los elegidos. Habían sido designados para cumplir una venganza. Habían recibido la protección del Jefe antes de partir en esa camioneta con la nafta suficiente para llegar a la playa.
Los animales habían dejado de ladrar. Estaban sueltos y hurgaban por los alrededores de la casa. Seguro que husmeaban el sudor humano por órdenes de Rodríguez. Hundidos en la arena los dos hombres encargados de la tarea no se movieron, esperaron a no servir de alimento.
Les convenía disparar cuando el aliento y las babas de las bestias los hallaran. Ellos sabían que con un tiro en el pecho de cada animal pondrían en alerta a Rodríguez. La arena los sofocaba y los hacía sudar más, hasta la respiración caliente se convertía en agua salada, en líquido para lamer. Los perros se sacian con los cuerpos sin resistencia.
En la noche de la fuga de Rodríguez una mujer lo guardó en su casa. Apagó las luces y lo hizo acostar en el piso debajo de su cama. Sintió lástima porque lo consideró víctima. Le cuidó el bolso sin abrirlo. Tampoco le gustaba la idea de que la convirtieran en heroína. Al alba desensilló un caballo y lo hizo abandonar la guarida. No lo saludó, no quería comprometerse con su destino. El caballo sin jinete apareció a los dos días. Rodríguez empezaba a ser un fantasma y ser el comentario de todos.
Con la oscuridad, bajaban las persianas de las casas, porque el temor había dejado de ser el Jefe. A nadie le atraía la idea de que la víctima sin cuerpo deambulara por el pueblo en busca de refugio. La gente común rechaza rápido la ayuda cuando sospecha del peligro. La idea de morir por otro iba bien para las imágenes de las láminas que repartían en la misa para mover a compasión y abandonar lo terrenal.
La vida celestial atraía por lo imposible. Soportar la vida tan irregular y asimétrica valía más que un paraíso de unos pocos. Así las cosas, las puertas se cerraban con doble llave y las ventanas se cruzaban de lado a lado con estacas para evitar la tentación del auxilio a un alma sin redención.
Estuvieron largo rato en el médano. Comenzó a anochecer. Los perros se marcharon a la casa. No hubo ninguna orden de regreso. El silencio venció a la oscuridad. Los hombres se pararon como si se dispusieran a continuar con la tarea. En la casa no había luz. No tuvieron miedo del regreso de los perros. El coraje resulta irracional cuando se ignoran las consecuencias. Caminaron despacio hundiéndose en la arena. Habían avanzado lo suficiente como para enfrentarse al jadeo de los animales.
Sacaron las armas al mismo tiempo. El miedo los hacía actuar en conjunto sin recurrir a la palabra. Apretaron los gatillos. No hubo disparos, ni siquiera cuando sintieron la sangre que corría por sus piernas. Se habían dispuesto a participar de una ceremonia. Quizá Rodríguez se había convertido en una de las bestias. Quisieron correr. No pudieron moverse. Alguien los obligaba a quedarse quietos y dejarse arrancar la piel.
No gritaron porque les quedaba una duda: desde qué momento habían comenzado a morir. Dejaron de tener sed y hambre como mortales. Quisieron llamar a Rodríguez, pero habían demorado el perdón. No les servía pasarse de bando y obedecer a otro.
Los cuerpos de los protegidos duran apenas el tiempo de la obediencia. Los disciplinados llevan la peor parte en lo siniestro. De ellos no iba a quedar nada. Los animales irían a saltar entre los huesos con algo de carne en señal de victoria. El triunfo nunca deja victoria sin el costo de la traición.
Se hizo de noche y la casa seguía sin luz. Una camioneta se detuvo en la ruta. Un hombre grande con sombrero de paja hundido hasta las orejas hizo señas. Bajó un hombre algo más joven para darle órdenes. Llevaba una pierna vendada.
Fue una secuencia de segundos. El viejo llevaba un bolso en la mano. Se lo entregó al otro. Repartieron el dinero manchado con algo de sangre. No hubo palabras. Entre los elegidos no había comentarios. Con la vista se comprometieron a una nueva tarea.
Una vez que el herido se fue, el viejo bajó por el médano. Los perros le hicieron caso y no mordieron. Agarró una pala y cavó en la arena hasta hacer un pozo profundo y húmedo. Iba a enterrar una bolsa de arpillera con huesos: un pretexto para justificar el fajo de billetes.
El contorno había dejado de ser un problema. Aquello que se hundía en la arena podía ser un resto de alguien que, en algún momento, había sido otro que también había prometido.
En el pueblo, el caballo de una mujer continúa trotando despacio, de noche.
Imagen de apertura: Alack Sinner, de Carlos Sampayo y José Muñoz.