Uno de los medios más leídos del país consultó su opinión a un científico argentino residente en Francia que malinterpretó las fuentes, generó dudas injustificadas sobre la necesidad de la cuarentena y difundió una falsa sensación de seguridad en un momento donde todos deseamos escuchar a quienes aseguran que las medidas que se están tomando son exageradas.

Desde el inicio el pasado 19 de marzo de la cuarentena obligatoria por la pandemia por coronavirus en la Argentina, así como en muchos otros sitios del mundo, permanecer en casa, independientemente de la convicción que cada uno pueda tener sobre su efectividad para frenar el contagio, es una experiencia humanamente dura y costosísima en términos psicosociales y materiales: la incertidumbre por la merma o desaparición de ingresos, la escasez de noticias alentadoras y el aislamiento socava el ánimo y trastoca nuestras actividades, rutinas y vida familiar. La falta de un horizonte claro también es desgastante: cuando la pasamos mal necesitamos una fecha de cierre. La cíclica postergación de un final, como se dice coloquialmente, “nos come la cabeza”.

Esta angustia nos convierte en consumidores ávidos de noticias que nos prometen vacunas instantáneas, soluciones mágicas y discursos simplistas de virólogos o epidemiólogos espontáneos que en menos de un mes saben más que la Organización Mundial de la Salud, la Organización Panamericana de la Salud y todos los Ministerios de Salud y CONICET juntos.

Pablo Goldschmidt en una conferencia en la UBA.

Cuanto más tiempo lleve encontrar el medicamento o la vacuna capaz de protegernos del virus, más fácil será comprar afirmaciones extraordinarias que en otro momento hubiéramos desechado, o darle una chance a ciertas personas que aparecen con promesas de la nada que, si las condiciones fuesen otras, a lo mejor no hubiéramos perdido un minuto en escuchar.

Esta semana inició en la Argentina la segunda fase de la cuarentena y prevalece un deseo colectivo de que todo se termine rápido. Así las cosas, resulta tranquilizador escuchar a quienes aseguran que las medidas que se están tomando son “exageradas”, “teatrales” o “despóticas”.

Ahora bien, si los críticos tienen razón, solo sería cuestión de empezar a aflojar las medidas para volver poco a poco a la normalidad, que es evidentemente lo que todos queremos. Pero estamos ante un problema dentro de otro si quienes hacen estas afirmaciones no se basan en evidencias –son meros opinadores o todólogos–, ya que generan una falsa sensación de calma y seguridad y minimizan un problema real: si la consecuencia es relajarse, esto podría significar dilapidar el esfuerzo colectivo realizado hasta hoy.

Esta introducción, en realidad, antecede un análisis de las declaraciones de Pablo Goldschmidt, quien el sábado 28 de marzo dio una entrevista para Infobae, una de las notas más viralizadas de ese medio durante ese fin de semana.

“Para un prestigioso científico argentino, ‘el coronavirus no merece que el planeta esté en un estado de parate total’”, dice el título.

Allí volvió sobre afirmaciones anteriores a las medidas del gobierno en el diario Clarín, el programa de Carlos Polimeni en La990 y en “La inmensa minoría” de Reynaldo Sietecase (RadioConVos).

Infobae presentó a Goldschmidt como “un reconocido virólogo” que “lanzó polémicas definiciones sobre el número de casos y la idoneidad de la OMS, la oscura razón de tantos muertos en Lombardía, Italia, y culpó por los decesos, más que al virus, a los deficientes sistemas de salud”.

Quién es el entrevistado

El primer problema de la nota es que, otra vez, Goldschmidt es presentado como virólogo. Como lo ya lo expusimos, el entrevistado se graduó de Farmacéutico (su verdadera especialización), es Licenciado en Análisis Clínicos y Bioquímico en la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA y es Psicólogo con orientación clínica en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad. Sobre virología obtuvo dos diplomaturas de posgrado en los Institutos Curie y Pasteur de París. Pero, como sabemos, la virología es un sub-campo de la microbiología y la medicina. En suma, no es virólogo ni epidemiólogo. Tampoco ha investigado o presentado trabajos sobre esta pandemia (ni, hasta donde sabemos, sobre ninguna otra).

Sin negar el prestigio académico que puede ostentar en otras áreas, como su estudio sobre la reducción de la mortalidad del VIH (2011) o sus investigaciones en África sobre las intervenciones médicas para eliminar la ceguera prevenible (2014), sus declaraciones prueban que especializarse en una cosa no necesariamente transforma a alguien en experto en otra, aun cuando esa “otra” ocurra dentro de lo que se suele considerar un solo bloque disciplinar.

¿Debemos aceptar una explicación porque viene de una “eminencia”, aunque opine sobre temas ajenos a su especialidad? Aceptar eso es una forma de argumento ad hominem: importa menos lo que se dice que quien lo dice. Esto ya ocurrió: Linus Pauling, uno de los fundadores de la biología molecular, terminó defendiendo un tratamiento pseudocientífico. Ganó dos premios Nobel, uno por química y el otro por paz. Pero, sin experiencia en medicina, arrojó su reputación a los perros cuando se autoconvenció de que ingerir altas dosis de vitamina C podría reducir la incidencia del resfrío y hasta ser un método eficaz contra el cáncer.

Neil Ferguson.

Errores de interpretación

Veamos cuáles son los datos que utiliza Goldschmidt para sus afirmaciones. Dice que la famosa curva del Imperial College de Londres requiere una revisión: las proyecciones, asegura, fueron exageradas. Y se detiene en las predicciones matemáticas del epidemiólogo Neil Ferguson, autor del modelo que fue tomado para las decisiones políticas gubernamentales aconsejadas por la OMS “sin discutir ni poner en tela de juicio las ecuaciones”.

Sigue Goldschmidt: “Yo desde el principio empecé a analizar esto y vi que había algo raro. A mí eso no me cerraba. Anteanoche, este señor Ferguson dijo que la proyección que hicieron debía ser masivamente disminuida –tal la palabra que usó en inglés– con respecto a las cifras de muertes (…) Ahora dice que no, que las predicciones no parecen ser exactas”.

Según su objeción, “el bloqueo para achatar la curva se hizo en función de los primeros cálculos, que daban un coeficiente de transmisibilidad y mortalidad mayor”.

Pero resulta que Goldschmidt malinterpretó a Ferguson. No hay tal cambio de marcha sobre cantidad de muertes: dijo que la transmisibilidad de la enfermedad es mayor que la que él creyó originalmente.

Ferguson, cofundador del Centro MRC para el Análisis Global de Enfermedades Infecciosas, escribió:

«Algunos han interpretado mi evidencia ante un comité parlamentario del Reino Unido como indicando que hemos revisado sustancialmente nuestras evaluaciones del impacto potencial de mortalidad de COVID-19. Este no es el caso. De hecho, en todo caso, nuestras últimas estimaciones sugieren que el virus es ligeramente más transmisible de lo que pensábamos anteriormente. Nuestras estimaciones de letalidad permanecen sin cambios. Mi evidencia ante el Parlamento se refería a las muertes que evaluamos que podrían ocurrir en el Reino Unido en presencia del distanciamiento social muy intensivo y otras intervenciones de salud pública actualmente en vigor. Sin esos controles (las de aislamiento social) nuestra evaluación sigue siendo que el Reino Unido vería la escala de muertes reportadas en nuestro estudio (es decir, hasta aproximadamente 500 mil)».

Valga aclarar que Ferguson no le estaba contestando a Goldschmidt sino a la epidemióloga de Oxford Sunetra Gupta, una crítica de su modelo. Pero escépticos como Gupta no piden “parar el confinamiento”. Al revés, plantean que, para salir del aislamiento, hay que realizar testeos masivos. «Los principios fundamentales de la propagación de la epidemia destacan la necesidad inmediata de encuestas serológicas a gran escala para determinar la etapa de la epidemia de SARS-CoV-2», escribieron en un informe reciente Gupta y su equipo.

El farmacéutico-bioquímico, que no es microbiólogo ni médico, parece ignorar que la causa central de la transmisibilidad es el «efecto viajero” en una era donde enormes masas de la población usan aeropuertos capaces de esparcir el virus mucho antes de que los funcionarios puedan tomar medidas preventivas.

La neumonóloga argentina Cristina Borrajo lo graficó así: “el punto es la velocidad con la que se trasladó el virus a través del mundo. A comienzos del siglo pasado, ¿cuánto tiempo le llevó llegar a la gripe española a la Argentina? Meses. Hoy solo 12 horas”.

Falta de recursos: chocolate por la noticia

Goldschmidt afirma que el problema no es tanto la expansión de la enfermedad sino la falta de recursos para atenderlas (respiradores, terapistas, etc.). “¿Hay gente formada en todos los países y ciudades para terapia intensiva? ¿Hay suficiente gente que sepa meter un laringoscopio para intubar a los pacientes? ¿Hay enfermeros y médicos a quienes el Estado se hizo responsables de formarlos para hacer frente a eso? La respuesta es ‘no’. Y tampoco hay suficientes máquinas”, dijo.

Nadie ha negado estos problemas y la respuesta a esas preguntas es simple: proveer esos recursos. Pero el gran problema lo tenemos ahora, y no más adelante. Pero el gran problema lo tenemos ahora, y no más adelante. Su argumento se parece al de quienes sostienen que el delito se combate sin castigo alguno, bastando educación y equidad. Esta afirmación ignora el factor tiempo: educar chicos y darles oportunidades para desarrollar se para que luego no apelen al delito lleva años. Y si nos están robando y matando ahora ¿qué hacer? Tanto en una pandemia como en el caso del delito urbano, hay soluciones para el corto plazo y otras para el largo plazo que no necesariamente están relacionadas.

Otra vez, Goldschmidt se equivoca.

Desde luego, hay más infectados que los que indican las cifras oficiales. Pero nadie dijo lo contrario y las razones son obvias: no se puede testear la totalidad de los casos, sobre todo las infecciones subclínicas o asintomáticas. Por lo tanto, la tasa de mortandad cambia si hacemos que la relación entre cantidad de infectados y muertos resulte ser más amplia. Pero tampoco es un descubrimiento de Goldschmidt: esto lo dicen todos. A fin de cuentas, no importa tanto la tasa sino el número creciente de muertos por coronavirus, que es alarmante, cierto e indudable.

Muchos infectados graves atendidos a la vez colapsan los sistemas de salud, simplemente no hay hospitales, clínicas ni centros de salud que den abasto. Y faltan camas: en América Latina solo tres países –Cuba, Argentina y Uruguay– superan el promedio global de camas hospitalarias de 27 por cada 10.000 habitantes.

Basta pensar que el uso promedio de un respirador por enfermo en terapia intensiva oscila entre 7-10 días. Al terminar (si el aparato no se descompone) hay que desinfectarlo y revisarlo hasta asegurarse de que puede ser reutilizable –y rogar que el operador no se contagie por estar súper expuesto.

Lejos de la pócima salvadora

Goldschmidt también se equivoca cuando pone énfasis en la hidroxicloroquina. Si bien hace alguna salvedad respecto de sus contraindicaciones, en la entrevista asegura:

“Es lo único que se puede dar ahora. No hay pruebas contundentes, pero es mejor que nada. Se trata como una neumonía”.

El domingo 29 de marzo, en la conferencia de prensa convocada por el Ministerio de Salud de la Nación, el infectólogo Gustavo Lopardo explicó por qué este tipo de declaraciones son un tiro por la culata:

“Luego de notas periodísticas sabemos que hoy en las farmacias de la Argentina no se consigue hidroxicloroquina porque la gente salió por su cuenta a comprarla”, afirmó Lopardo. “Que la gente tome esa droga por su cuenta es incomprensible porque todavía no se conoce su eficacia y porque esa droga se usa para tratar otras enfermedades, en las que (su efectividad) sí está comprobada, y la gente que la necesita no la tiene”. En la misma conferencia, el Dr. Pedro Cahn, médico infectólogo, agregó: “la hidroxicloroquina no es una droga completamente inocua y tomada por personas que tengan problemas cardiovasculares puede agravarlos, por ejemplo”.

Goldschmidt no es médico. Nunca atendió pacientes. Aún no se ha demostrado la utilidad de esta droga y es virtualmente imposible que “cure” la infección. Podría limitar sus efectos y quizás ralentizarla. En todo caso, aunque la droga eventualmente “funcione”, no sabemos ahora si lo hace. Y cuando una enfermedad no tiene cura, lo único razonable es prevenirla. Y cuando de infecciones altamente transmisibles se trata, el aislamiento es la medida mas efectiva. Luego discutiremos su alcance y la gravedad de sus repercusiones económicas. Pero eso es otra cosa.

Prevención no es pánico

Cuando el periodista Hugo Martín le preguntó si hay una paranoia injustificada por el coronavirus, éste contestó:

“Este tipo de enfermedades no merecen que el planeta esté en un estado de parate total, salvo que haya predicciones realistas”. Más adelante, Goldschmidt retoma la idea: “Todas las infecciones virales pueden ser mortales. La diferencia es que con esta se armó pánico y con las otras no. El año pasado murió mucha gente de gripe y nadie cerró el planeta. Entonces, ¿qué pasa ahora?”

La principal diferencia que tenemos respecto de las gripes es que, contra ellas (porque hay diversos tipos de gripe), hay vacunas. Pero contra el coronavirus no. La pregunta, en realidad, debería ser ¿no será que el problema no es que ahora se está haciendo demasiado sino que antes se hizo demasiado poco?

Justificar no hacer mucho contra el Covid-19 porque no hacemos nada por la gripe es absurdo: no ser más estrictos y preocuparnos por los devastadores efectos de la gripe es el verdadero error.

Este problema de prevalencia ya nos ha hecho razonar mal en el pasado. Veámoslo con un ejemplo. Cuando el kirchnerismo otorgó subsidios por discapacidad a miles de personas, mucha gente sin formación científica salió a decir: “parece que hubo una guerra y no nos enteramos”. Así, muchos justificaron la brutal eliminación de 160.000 pensiones por invalidez ejecutada por el gobierno que le sucedió.

Fue una justificación ignorante y peligrosa: si uno mira la prevalencia de discapacitados en grado suficiente para recibir un subsidio en las economías desarrolladas, ni siquiera todos los subsidios que el kirchnerismo dio alcanzaban para cubrir la cifra de discapacitados que cabría esperar en una sociedad occidental moderna. O sea, no es que “ahora” había demasiados. Era que “antes” eran demasiado pocos. En otras palabras, “todo tiempo pasado” no necesariamente es mejor.

Por otra parte ¿quién “arma” los pánicos?  La vocación sensacionalista de los medios masivos que acaparan la agenda son una parte sustancial (son empresas que quieren ganar clicks/anunciantes = dinero), pero ¿son los únicos responsables? ¿Cuánto invirtió el Estado en salud pública para recibir a estas palizas con la población más protegida? ¿Cuánto mejor funciona el sistema sanitario de un país cuando los funcionarios que definen las políticas de Estado son asesorados por científicos que se basan en evidencias y disponen de la tecnología suficiente?

Por otra parte, la imprevisible respuesta de la sociedad ante la noticia de un fenómeno biológico prima facie desconocido no es un factor desdeñable. Desde hace décadas, entidades internacionales como la OMS o la OPS distribuyen entre sus miembros recomendaciones exhaustivas para lograr trasmitir sus informes con transparencia a través de los medios de comunicación masiva. ¿Cómo asegurar el éxito de esta difusión cuando, por la naturaleza de la enfermedad, todos, desde el primer médico hasta último redactor, trabajan con un material tan sensible como el miedo… justificado?

Minimización de la pandemia

Otro eje de la crítica de Goldschmidt son los peritos de la OMS. “¿Sabe qué quiere decir pandemia? No significa enfermedad grave o severa. Quiere decir que muchos países tienen una enfermedad. ¡Todos los años hay pandemia de resfrío, y nadie cierra nada! ¿No hay que relativizar todo esto?”.

Se le llama pandemia, según la OMS, a la propagación mundial de una nueva enfermedad. Con toda la carga de sorpresa e incertidumbre que establece la definición: la mayoría no tiene inmunidad contra las afecciones del Covid-19 –muchas de ellas asintomáticas– que ha causado y seguirá causando por su rápida propagación.

Los medios viralizan a Goldschmidt.

Si se trata de “relativizar”, no puede ser al precio de comparar un resfrío o una gripe con un nuevo virus que según las proyecciones matará (según el modelo de Ferguson) a 2.2 millones de personas en los EE.UU. y 500.000 en el Reino Unido si ambos países no toman medidas capaces de frenar el virus y reducir su curva.

Cuando Goldschmidt compara la nueva enfermedad con un resfrío, el periodista atinó a pararle el carro: “Pero el Covid-19 es muy contagioso, doctor…”. Su réplica fue:

“Sí, como el resfrío, que es como muere la gente en los geriátricos. Antes no los contaban, ahora sí. Hubo más de medio millón de casos de neumonía en el mundo el año pasado. Hay un millón de personas que se pueden agarrar meningitis en África, y se transmite por la saliva, y los aviones van y vienen. Y a nadie le importa nada. Hay 135 mil personas que van a andar con tuberculosis en América Latina, y nadie hace escándalo. A mí, cuando algo hace mucho ruido como con el corona… Se está teatralizando mucho…”

Definir la crisis como una “teatralización” es un reduccionismo alarmante, pero si damos por buena su advertencia ni siquiera es mérito de Goldschmidt: sobran los medios, desde el inicio de la epidemia y una vez que la OMS declarase la pandemia, que viven del pánico (y de quienes difunden una engañosa sensación de tranquilidad).

Es posible que la OMS cometiera errores: es una crisis en desarrollo, el estado de conocimiento de la cuestión tiene apenas dos meses y hay muchos factores dificilísimos de estimar. Si bien existieron otras pandemias, es la primera de esta magnitud en un mundo globalizado. La experiencia al respecto es nula.

En otro momento de la entrevista, Goldschmidt le ofrece al cronista una “primicia”: en Lombardía hubo más casos que en el resto de Italia porque la región predispone a más enfermedades pulmonares como la asbestosis porque “(hasta 1992) todas las fábricas de fibrocemento que usaban amianto estaban ahí”.

Si bien Goldschmidt no cita ningún estudio, es cierto que entre 1993 y 2008 se registraron 15.845 casos de mesotelioma por exposición al asbesto. Ahora bien, ¿fue determinado por un epidemiólogo que hubo más muertes por coronavirus donde había fábricas de amianto? ¿Cuántos del total de casos de coronavirus se pueden atribuir a esta predisposición? Goldschmidt, el no virólogo que tampoco es neumonólogo, tiene que saber que las causas por las cuales Lombardía se convirtió en el segundo gran foco de la pandemia siguen siendo controvertidas. Todavía no hay estudios definitivos.

Una respetada periodista se quejó: “Hay pocas entrevistas a Goldschmidt”. A esta altura, es evidente que entrevistar a científicos ajenos a su área de competencia, o que la tienen pero no saben cómo comunicar, puede generar más confusión que debate provechoso.

Una crisis de salud pública global nos obliga a todos actuar con responsabilidad, priorizando la búsqueda de fuentes idóneas y evitar la consulta de quienes deberían manifestar sus dudas en foros académicos, antes que desparramar sus especulaciones en medios de difusión masiva.

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