La reedición reciente de “La Orquesta Roja”, el magnífico trabajo de Gilles Perrault sobre la red de espionaje soviética en Alemania, es un buen aliciente para recordar las vidas e historias de algunos de los personajes que jugaron sus vidas. Acaso porque trabajaron para la URSS y no para Gran Bretaña, o por las orgías que organizaban para obtener información, sus nombres casi que se pierden en el olvido.
La escena parece extraída de una película surrealista. Y sería fácil negarse a creerla si no fuera porque uno de los supervivientes habrá de contarla años más tarde: estamos en Berlín, en agosto de 1942. El lugar: la playa sobre el Wannsee, uno de sus míticos lagos. En plena luz del día y montados sobre lujosas embarcaciones, se desarrolla una reunión insólita: 30 miembros de la red de espías más importantes que tiene la Unión Soviética dentro de la Alemania nazi se han dado cita bajo la batuta de su extravagante director: Harro Schulze-Boysen. Y aunque ninguno de ellos lo sabe todavía, se trata del último acto antes de que los tentáculos de la Gestapo se lancen sobre ellos. Pero antes de que ello ocurra, esos hombres y esas mujeres que disfrutan de ese día soleado del verano berlinés son conscientes de que han protagonizado la mayor filtración de inteligencia de la Segunda Guerra Mundial. Y que, gracias a su increíble trabajo, la suerte de la Alemania nazi está sellada. La historiografía oficial sigue negándoles el reconocimiento que sí otorga a otros espías que protagonizaron la contienda.
Ahora volvamos atrás. Al momento en que comenzó todo. Es el 2 de septiembre de 1939. La Segunda Guerra Mundial comenzó el día anterior con la invasión a Polonia. Y es por esa razón que la fiesta de cumpleaños de Harro Schulze-Boysen trasunta un clima por demás festivo. La crema y nata de la alta sociedad berlinesa se encuentra presente celebrando el cumpleaños de uno de sus hijos más ilustres. Hijo de una oficial de la marina, descendiente por vía paterna del almirante Alfred Von Tirpitz (uno de los héroes de la Primera Guerra Mundial), y por vía materna de Ferdinand Tönnies, sociólogo, economista, filósofo y uno de los intelectuales más influyentes de finales del siglo XIX alemán. Harro Schulze-Boysen lo tiene todo. Y ese 2 de septiembre festeja sus 30 años, convencido de que la locura que ha iniciado Hitler el día anterior no puede salir bien.
“Polonia va a ser aplastada, pero eso no es más que un intermedio” le dice durante el transcurso de esa fiesta a uno de sus encumbrados invitados. “Ese loco de Hitler cree que se tragará de un bocado a Inglaterra. Y se imagina, siguiendo su plan del Mein Kampf, que tendrá por fin la posibilidad de volver su fuerza de agresión hacia el Este”. Pero “las fuerzas se van a equilibrar”, pronostica. Inglaterra no caerá y la Unión Soviética será la tumba del sueño nazi.
Había que tener una gran capacidad de análisis para llegar a esa conclusión en medio de ese clima de euforia. Harro la tenía.
Cuando, aprovechando el pacto de Hitler con Stalin, la URSS comienza a tejer sus redes de espionaje en la Europa ocupada por los nazis, Harro entra en contacto con lo que habría de conocerse como “La orquesta roja”, una incipiente red de espías coordinada desde Bruselas por un personaje escurridizo y misterioso: Leopold Trepper, nombre ficticio con el que pasó a la historia).
Schulze-Boysen es el tipo más impensado que existe en el corazón de la élite alemana para integrar una red comunista. Sus orígenes aristocráticos y sus posiciones conservadoras podrían sugerir una colaboración con la inteligencia británica, por ejemplo. Jamás con los comunistas. Además, Harro es un oficial militar con grado de teniente, estudió leyes (sin llegar a graduarse) y antes de la guerra se había manifestado nacionalista y contrario al tratado de Versalles, por lo cual era bien visto por los nazis en el poder desde 1933.
Su matrimonio con Libertas Haas-Heye, empleada de prensa de la Metro-Goldwyn-Mayer en Berlín y perteneciente también a una familia aristocrática, alejaba aún más las sospechas sobre él. Libertas además había sido afiliada al partido nazi y trabajaba en el área de propaganda a las órdenes de Gobbels.
El único motivo que pudo haber despertado sospechas de la Gestapo (pero no fue así), fue la relación que la joven pareja sostenía desde 1936 con otro personaje central de esta historia, Arvid Harnack, y con el matrimonio de militantes comunistas Hilde Rake y Hans Coppi. De este grupo surgirá el corazón de la red de espionaje que trabajará a las órdenes de Trepper ocasionando el mayor daño imaginable a las tropas nazis una vez que la furia de Hitler se descargue sobre la Unión Soviética en el verano de 1941.
Arvid Harnack era otro tipo curioso. Economista, doctorado con una tesis sobre el marxismo en Estados Unidos, visitante de la URSS en 1932 con el objetivo de estudiar la economía planificada, se une al partido nazi en 1937, logrando ocupar un puesto de vital importancia en el Ministerio de Economía del Tercer Reich.
En 1940, cuando el pacto entra Hitler y Stalin todavía está vigente, la red berlinesa de la Orquesta Roja ya trabaja a todo vapor. Los extendidos contactos de sus integrantes con la élite alemana y sus puestos en lugares claves del aparato militar nazi hacen que obtengan información valiosísima que va a parar toda a manos de Stalin vía Bruselas, donde Trepper mueve los hilos de la red. La primera información de alto voltaje que Harro y los suyos consiguen es la fecha de la inminente invasión de la URSS. Sólo que los soviéticos no se la creen y Stalin permanece convencido de que Hitler no violará su pacto hasta la noche misma del comienzo de las actividades.
La orquesta suena con más intensidad
Con las hostilidades en curso, las operaciones de la red berlinesas se vuelven frenéticas. Harro y Arvid recurren a las argucias más insólitas para recopilar información. Organizan auténticas orgías en sus casas donde acuden jerarcas del régimen que en medio del alcohol y el sexo no dudan en irse de la lengua. Además, Libertas hace pleno uso de su belleza y de su libertad sexual acostándose tanto con hombres como con mujeres, con tal de obtener información. Otro tanto hace Harro. Mientras que Arvid extrae información de vital importancia del Ministerio de Economía, en la que se detalla la producción de armamento de guerra, la cantidad exacta de tanques que los nazis pueden producir por mes, las dificultades sobre la provisión de combustible, el ritmo de las fábricas de aviones de la Luftwaffe, los daños exactos que producen en las infraestructuras alemanas los bombardeos aliados. Todo pasa por las manos de la Orquesta Roja y va a parar a Moscú gracias a una enorme red de radiotelegrafistas que arriesgan su vida cada noche transmitiendo en código una masa gigante de información.
A finales de la primavera de 1942, cuando es un hecho que la primera ofensiva nazi no ha logrado derrotar a la URSS de un primer golpe, la red obtiene una información de vital importancia, que costará la vida de más de 300 mil soldados alemanes: el destino de la próxima ofensiva, Stalingrado. Y los pozos de petróleo de Bakú. Cuando los alemanes comienzan el ataque, las tropas de Stalin conocen exactamente el plan, la cantidad de tropas involucradas, los problemas de suministros, el destino de cada uno de los ejércitos intervinientes. Para sugestionar a sus enemigos, el aparato de propaganda ruso les demuestra desde el primer día, a través de los altavoces instalados en el frente de batalla, todo lo que saben. Los generales alemanes entran en pánico.
En Berlín se encienden todas las alarmas. Está claro que el espionaje ruso, al decir del propio Hitler, “es mil veces mejor que su ejército” y las fuentes por donde se está filtrando la información son de tal magnitud que no parece haber un solo resquicio dentro del aparato militar en Berlín que no esté infiltrado. Pero el contraespionaje alemán choca una y otra vez con un muro cada vez que intenta descubrir quienes integran la red.
La caída
Hasta que los rusos cometen un enorme error. En una transmisión que tiene lugar desde París en el verano del 42, apenas unos días después de que Harro y sus amigos hayan tenido la osadía de organizar esa reunión a plena luz del día en el lago Wannsee, señalan con detalle las direcciones de Berlín donde viven los informantes de la red. Los alemanes, que habían logrado descifrar los códigos de los operadores, no se lo pueden creer. Y mayor aún es su desconcierto cuando acuden a las direcciones señaladas en Berlín y se dan cuenta de quiénes eran los espías que tantos dolores de cabeza les habían causado.
Harro, su mujer, Arvid y su esposa y la gran mayoría de los integrantes de la red caen en apenas unas horas, a medida que la Gestapo va logrando ampliar su información a base de torturas. El escándalo es de tal magnitud que los jerarcas de la inteligencia alemana deciden ocultarle a Hitler los detalles de lo que van descubriendo. Porque la extensión de la red es tan grande y su inserción dentro del aparato de guerra nazi es de tal envergadura, que no queda ministerio ni fuerza armada a salvo de las sospechas.
Con el correr de las horas no queda la menor duda: se trata de la mayor conspiración que haya tenido lugar dentro del corazón de la Alemania nazi y el daño no sólo es tremando, sino que ya no tiene solución. En Stalingrado los ejércitos de Hitler están mordiendo el polvo de la derrota y partir de ese momento la suerte de la guerra ya está echada. De poco vale que los miembros de la Orquesta Roja estén casi todos dentro de los calabozos de la Gestapo.
Para aumentar aún más el pánico y el desconcierto entre los jerarcas del régimen, Harro les advierte que ha enviado a Estocolmo documentos en los que constan las atrocidades que se están llevando a cabo en los campos de concentración contra judíos, disidentes, homosexuales, comunistas. La plana mayor del nazismo siente por primera vez el terror de la noche que se les aproxima.
En un juicio militar, que se desarrolla a puertas cerradas, la suerte de los miembros de la red queda sellada. El 22 de diciembre de 1942 es ejecutado en la prisión de Plötzensee. La misma suerte corre su mujer, Libertas, Arvid Harnack y casi todo el resto del grupo. Los que recibieron una condena menor, como la esposa de Arvid, serán asesinados en 1943 cuando Hitler decida por su cuenta modificar la condena.
Más de medio siglo después, los integrantes de la orquesta berlinesa apenas si tienen una calle en su honor y alguna mención escueta en los libros de historia. A diferencia de otros espías que han merecido libros y películas glorificando su gesta, a los berlineses se los ha tragado la historia. Tal vez por su origen aristocrático, o por su inexplicable opción por el comunismo y no por el espionaje para los ingleses y norteamericanos, que hubiera tenido más glamour. Hay quien incluso sospecha que no se les perdona el uso desembozado de su sexualidad para conseguir información. Sea como fuere, un espeso manto de silencio se ha posado sobre su odisea. La reciente reedición de La
Orquesta Roja, una espectacular investigación llevada a cabo por el francés Gilles Perrault en los años 60, publicada por el editorial Punto de Encuentro, les hace justicia.
Antes de morir, cuando ya conocía la sentencia, Harro escribió un poema en el muro de su celda, que curiosamente sobrevivió al final de la guerra:
Los argumentos últimos
No son la cuerda o el cuchillo
Y nuestros jueces de hoy
No nos juzgarán en el Juicio Final