Cuando no son los gremialistas, son los empleados públicos, o los choriplaneros. Para un montón de gente siempre hay un motivo más para odiar y dejar salir exabruptos descalificadores y despectivos. Un estado de época al que los medios aportan lo suyo y con ganas.
Sábado a la noche. TN, un zócalo que refiere a la segunda internación de Milagro Sala en un mes. Luego de informar que la decisión fue tomada por el equipo médico de la justicia jujeña, el periodista concluye que es la segunda internación de Milagro por “supuesta” enfermedad. Pocos segundos antes había dicho que la medida había sido dictada por los tribunales de Gerardo Morales cuyas sentencias han sido todas recibidas con el mayor beneplácito en todos los horarios y programas del canal. No había el menor motivo para dejar a caer ese “supuesta” que solo se sostiene en la convicción que nada genuino puede venir de la líder tupaquera.
Subte B a eso de las cinco de la tarde. Por los altoparlantes se anuncia que el servicio está demorado por motivos técnicos. Uno de los pasajeros, un hombre de unos cincuenta años, empieza a despotricar, a quejarse para terminar revelando en voz alta al resto de los pasajeros cuáles serían intenciones: “yo me subiría a la formación, lo ato al gordo ese (por Segovia, el metrodelegado) a las vías y le paso por encima hasta que quede en pedacitos.”
Calle de un barrio de clase media, aledaña a una villa. Corte de luz. Alguien da su explicación y son varios los que se suman para darle la razón. “Esto pasa porque los villeros se cuelgan de la luz”.
Florida y Diagonal Norte. Una manifestación de artistas callejeros, en zancos, algunos con disfraces, en protesta contra una medida de Rodríguez Larreta que pretende prohibirlos. Un comentario al pasar de un oficinista cuarentón: “Cuánta vagancia”.
Se podrían multiplicar el ejemplo de escenas parecidas que son casi cotidianas. Todos han sido testigos de muchas de ellas. Son muestras más o menos intensas de odio que tienen algo en común: son espontáneas, cosas que se dicen de una, sin ninguna elaboración previa, sin la menor información que las justifique. Hay una parte de la sociedad que vive en estado de exabrupto.
Estas explosiones comparten además el hecho de no resistir el menor análisis. ¿Milagro Sala beneficiada por la justicia de Gerardo Morales? ¿Médicos sobornados por la Túpac? El pasajero belicoso desconoce los motivos de la demora del subte, pero enseguida carga contra Segovia. Si la causa de los cortes de luz fuera la ilegalidad villera (que es permanente), debería haber apagones muy seguido y no cada tanto. Los artistas callejeros son cualquier cosa menos vagos, ensayan, arman sus tinglados, trabajan horas y horas, suben de un vagón del subte a otro.
Todos estos exabruptos comparten, además, un deseo más o menos manifiesto de aniquilación del otro, deseo que arrasa con cualquier forma de razonamiento. O para decirlo de otra manera, en su furor quiere cualquier cosa menos razonar. Tienen algo de fundamentalismo en clave doméstica: cuando alguien incurre en ellos en un espacio público no puede aceptar que existan otras opiniones. Es más, esas objeciones le resultan incomprensibles o fruto de alguna forma de corrupción o de error.
Esos odios si bien son compartidos por una buena cantidad de gente todavía no logran articularse. No se trata de un racismo como el nazi o el del Ku Klux Klan. No son expresiones clasistas como las de la Liga Patriótica. No tienen una ideología clara y aún no hay un sector que los articule y les ofrezca un proyecto que incluya propuestas concretas.
Cuando logran juntarse como en la marcha del 21 A, no pueden plantear consignas. O van a la autoafirmación: “No somos boludos” o al absurdo de “Queremos flan”. Casero tiró una frase al voleo, la convirtieron en consigna como lo hubieran hecho con cualquier otra. La abrumadora mayoría de los manifestantes no solo está en condiciones de solventar sus deseos de flan de por vida, sino los de varias generaciones. Es más, si van a un restaurante, el flan será la última opción a la hora de los postres, después del volcán de chocolate o el tiramisú. El flan en tanto tal no quiere decir nada. Pero tampoco llega a metáfora. Es una especie de palabra muerta.
Aunque no esté articulada, esta forma del odio tiene destinatarios precisos. Los chorros, los gremialistas, los empleados estatales, los beneficiarios de planes sociales, en muchos casos ese sector un tanto indefinido al que se conoce como “los negros” pero que no coincide del todo con lo que alguna vez se llamó “cabecitas negras”. Todos aquellos que, para simplificar, serían los distintos. Gente que anda por la vida sin cara y a la que se reconoce a través de signos distintivos, la ropa, las costumbres, el léxico, los consumos culturales. Mucho de eso pescaron Capusotto y Saborido con el personaje de Micky Vainilla, con la diferencia de que el cantante que hace pop para divertirse no solo tiene una ideología concreta como punto de partida sino que su odio es básicamente segregacionista y sus estrategias frente a los supuestos enemigos son muy elaboradas, aunque están hechas desde el humor. Es un error confundir a Micky Vainilla con Macri, aunque el presidente comparta algunos de sus rasgos. El personaje es un retrato social. Cosas que dice en broma o irónicamente en la tele pueden más de una vez escucharse dichas en serio fuera de la pantalla. Es una parodia y al mismo tiempo el lado temible de esa parodia.
Pero hay un odio que tiene cara de mujer, claramente la de Cristina Fernández. Puede pensarse que es un odio político a la vez que una expresión de misoginia. Pero no es todo. Vivimos en un clima que precisa objetos de odio y quien ejerció el poder e hizo sentir su ejercicio es un buen blanco para acaparar una parte importante del odio ambiente.
Por otro lado, estamos en tiempos en que –medios y justicia mediante- es casi imposible saber la verdad hasta de los hechos más nimios. Entonces a esta altura del partido no hay forma de asegurar que CFK sea o no corrupta. Lo cierto es que cuando empezaron a surgir las acusaciones y denuncias contra Menem, no hubo marchas para pedir su desafuero ni hubo un seguimiento feroz en los medios como se da actualmente. Pese a la gravedad de los hechos de Río Tercero que costaron tantas vidas.
Hay esa inquina de la prensa, cuya expresión más patética es el repertorio de expresiones faciales de Luis Majul, quien vive cada día de Cristina en libertad como un baldón para la república. Y está Wiñazki jr. regodeándose en el relato y el recuento de las pertenencias de CFK supuestamente encontradas en los allanamientos (¿murió el secreto de sumario?). Y Morales Solá, y Maxi Montenegro, y Lanata,y Leuco, y Feinmann. Más las tapas seriales de Clarín y La Nación, disfrutando por anticipado lo que ven como segura prisión de la ex presidenta. Palabras en las que hay superávit de adjetivos que son parte de la gramática del odio. El más florido ejemplo de este regodeo en el adjetivo son los editoriales de Jorge Fernández Díaz en La Nación. El odio es también una retórica y hay una competencia –cuya muestra más decadente son Intratables y Fernando Iglesias- por ver quién odia más y mejor que los demás.
Lo que cabe preguntarse es qué harán si finalmente su deseo se cumple. ¿Dónde pondrán el odio? ¿Quién será su blanco predilecto? Después de derribar a la dama, cualquier objetivo se revela como insignificante. No aparece nadie con semejante envergadura en el horizonte de los odiables. Pero fue ese fustigamiento indeclinable lo que dio sentido a su forma de ejercer el periodismo. Eso que alguna vez Julio Blank llamó “periodismo de guerra”. Se podría decir que Cristina fue (y es) su vida y su elemento, denunciarla su descanso y calma.
Imitando al Sermón de la montaña, Borges –quien ejercía tal vez la más difícil de las sabidurías, la de las palabras- escribió: “No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.” El odio es de alguna manera una forma de sujeción. No se puede prescindir de quien nos lo genera.
Hay una historieta de Quino en la que se ve a un tipo que está enojado con otro. Mientras va a su casa, se imagina que cuando le abre la puerta, él se descarga encajándole una trompada. La escena se repite, casi idéntica cuadrito a cuadrito. Cuando finalmente se abre la puerta ve a un ataúd donde está el cuerpo de su imaginada víctima. En las dos siguientes escenas el hombre le tira trompadas al aire. El odio es también una adicción.
Sin dudas, no está el periodismo en la génesis de los tantos odios que andan dando vueltas. Pero sí están obrando como su proveedor de objeto y como el dealer que mantiene en funcionamiento esa adicción. Con la coartada de que la objetividad no existe, han dejado que su lenguaje sea como el de la calle (puteadas incluidas, como Lanata) y no solo no ponen distancia con lo que escuchan sino que lo alimentan.