Bastión del conservadurismo autoritario y a la vez de la frivolidad, el partido de la farándula ganó poder desde la dictadura en adelante. Nunca sin embargo se fundió tan fuertemente con lo más oscuro del poder como en tiempos de Macri.

Alguien, un día, alguien que en lo posible sea buena gente, deberá escribir un libro que trate sobre la antropología política de la farándula nativa y su relación íntima e histórica con la peor derecha argentina, sus negocios y sus muertos.

Ese libro, ensayo que habrá de ser informal pero riguroso, podrá ser apasionado y un poco excesivo. Supongan que en algún momento un párrafo de ese libro diga así:

Hay que ser una hiena importante para preguntar en un set de televisión, desde una edad muy madura y a un presidente electo por la voluntad popular, “¿Se viene el zurdaje”. Hay que ser hiena, o ser más mala que la reina de Blancanieves, para tener 83 años y cerrar una parte de la propia biografía y de medio ciclo político democrático en el propio país para tirar al aire, ante la Muerte, la muerte de un presidente querido por buena parte de la propia sociedad: “La gente en la calle dice que el cuerpo no estaba en el cajón”. Y añadir como quien tira un chisme en el almacén del barrio: “¡Es verdad!”.

Es celebérrima (¿lo es en todas partes y para todos?) aquella intervención pública de Mirtha Legrand pero a la vez tan horrible que merece no olvidarse nunca:

Contra lo que sostienen los memes y chascarrillos de las redes sociales no es cierto que existieran los dinosaurios cuando nació Mirtha Legrand. Ella (“la señora”, dice medio mundo, por Dios)  nació el 23 de febrero de 1927 o eso sostiene Wikipedia. Ese fue el año en que nacieron Stan Getz, Julliette Gréco y Sidney Pollack. Dinosaurios no. Pero se acababa de realizar la primera emisión televisiva de la BBC, marines estadounidenses -¡sorpresa!- invadían Nicaragua, se mantuvo la primera charla telefónica entre Londres y Nueva York, en Barcelona las autoridades falangistas prohibían que se bailaran sardanas en el centro de la ciudad, tropas británicas desembarcaban en Shanghai, Trotsky era expulsado del partido comunista de la URSS, se fundaba el América de Cali y se estrenaba la primera película sonora de la historia: El cantante de jazz.

1927-2018. Hay que seguir cavando la podrida zanja de la degradación ética y personal para haber cumplido ya 91 años y seguir necesitando a los 91 de la fama y la lamida y la reverencia, de los ramos de flores (hay que estar de alguna manera así de loco/a), seguir pidiéndole al director de cámaras que te tome el mejor perfil. Para finalmente –tenés 91 años y ninguna bondad con el mundo- invitar a una tal Natacha Jaitt, mujer muy maquillada que ya rumbea a su propia madurez, con una terrible cara de crueldad endurecida por el maquillaje y las operaciones y por seguramente haber visto y hecho de todo, una mujer cuya profesión presunta es “prostituta mediática” y que acaso aprendió lo peor de la universidad de la calle. Invitar a esa mujer de expresión dura, como de talla en madera y pintada, para, previa producción minuciosa del guión, hacer que salpique públicamente de mierda a un conjunto variopinto de hijos de puta acusándolos, entre otras cosas, de pedofilia.

En la misma mesaza, Mercedes Ninci, de profesión vieja chota de barrio desde que nació. Ambas en un duelo magnífico en el que solo les faltó decir: vos cerrá el orto. Educación democrática.

Natacha Jaitt. Ajá, a quien yo no conocía. Que dice haber trabajado como de espía, contratada por vaya a saber quién. Mata Hari (¿mal pagada?) de los subsuelos. No la conocía a Natacha Jaitt, no, hasta que la repercusión que generó aquel programa de Legrand me obligó a saber qué pasó vía YouTube.

Hace varios años dejé de ver televisión abierta –no es una jactancia, para tomarle el pulso a la sociedad uno debe morfar de todo si pretende saber algo más de lo que somos- con lo cual cada vez que aparece la expresión “la mediática” tal (entiendo que no se usa tanto el masculino) desconozco a la mediática en cuestión, ya sea por su nombre o por su cara. Tampoco comprendo del todo cómo se gana uno o una el título de “mediática”. En estos terrenos o pantanos soy además de un psicobolchismo atroz, aun cuando me tengan muy cansado las citas de Galeano. Oscilo al respecto entre el orgullo y la vergüenza por ser tan… ¿soviético? Casi que me ponen más furioso los periodistas de chismes, por la especialidad miserable a la que se dedican, que Morales Solá o Julio Blanck.

Majules, Feinmanns, Fantinos, esos son anfibios: astutos para ganar en el terreno de (la fortuna personal y la figuración a la que se hacen adictos) la seriedad presunta y hasta solemne, como pedo de inglés, la liviandad, lo tóxico y, por sobre todas las cosas, como decía Ubaldini, lo perversito.

Hitos: de Massera hasta acá

Vamos a empezar de nuevo.

Vamos a decir que se pueden trazar tres hitos para ir bosquejando una línea histórica en el asunto de farándula y política en la Argentina moderna. En lugar de Rosas/ San Martín/ Perón:

  1. El hito de la dictadura.
  2. El del menemismo.
  3. El de la degradación triste, colectiva y final con que nos agasajan los tiempos neoliberales del macrismo, tan serios y pulcros que son los CEO’s de camisa celeste. Ya veremos un poco de lo que sucedió en los años transitorios del alfonsinismo y el kirchnerismo.

A la dictadura, en relación con la farándula, puede irse de un saque con el fatigado recuerdo de la revista Gente (Gelblung, que aun vive y trabaja en suelo argentino) y con el otro recuerdo de lo que entonces se bautizó como guerra de vedettes. También con otro recuerdo, fotográfico, el de ciertas mujeres que posaron con una gorra de la Marina a bordo de un buque de la Armada. Ya iremos a eso.

Solo un comprimido para definir qué significó Gente en años de la dictadura. En principio una editorial histórica y detrás de ella una familia fundadora muy católica (los Vigil), uno de cuyos descendientes sería muy menemista en los 90, operó con Menem grandes negocios comunicacionales que no prosperaron del todo, y eso que existe la leyenda según la cual Vigil se dejaba ganar al golf por Carlitos solo para chuparle las medias. ¿Cómo comprimir Gente? Como aquel semanario cholulo y durante muchos años popularísimo en nuestras doctas clases medias y altas. La revista que en medio de la –otra vez- Muerte alternaba sus portadas: bikini, milico, Punta, defensa del Ser Nacional, bikini, Reutemann, bikini, la tapa dedicada a Norma Arrostito (“MUERTA”), que aún no había sido asesinada. Y de nuevo: Susana, Graciela Alfano, bikini, defensa de un catolicismo presuntamente severo, encuestas truchas sobre la popularidad de la Junta de Comandantes, alertas por infiltración de la subversión en la Iglesia. Bikini.

Aquellos eran los años divertidísimos (Luis Patti, entre otros, seguiría matando gente hasta el final) en que Gerardo Sofovich tenía bocha de programas en televisión. Caramba, el mismo tipo que volvió a tener poder y mucha presencia mediática durante el menemismo.

Pero está también el asunto de aquellas fotos. Parte del asunto sucedió en la revista loquita La Semana (loquita porque se hacía la mala, la trangresora), de editorial Perfil. Hablamos de 1982, fines de una dictadura ya reblandecida y de aquella foto en la que Adriana Brodsky llevaba puesta una gorra de la Marina, posando sobre un barco de la ídem. Aquella edición fue clausurada, acaso para alegría de alguno de los Fontevecchia (padre o hijo, más seguramente el hijo). Al tiempo, La Semana volvió a ostentar la foto en color a doble página  de Adriana Brodsky, junto al triste actor Rolo Puente, a Noemí Alan, más un cuarto caballero, Miguel Ángel Cherutti, tan jovencito que por entonces se llamaba Pirucho. En una foto apenas distinta, y apenas visible por estar inserta en un ángulo de la anterior, ya no figuraba Cherrutti. Se repetían las caras y gestos de alegría de Brodsky, Alan, Puente. Pero ahora, la que aparecía con la gorra naval era Noemí Alan. A su lado sonreía el Tigre Acosta, a medias abrazado su hombro izquierdo por el brazo cariñoso de la vedette.

En la primera foto, la más visible, algún editor de La Semana estampó este titular astuto: “Clausuraron La Semana por lo mismo que aplaudieron”.

Donde decía…, debió decir

De esas valentías (“¡Nos clausuraron!”) ha vivido a menudo editorial Perfil, así como infinito periodismo y periodistas. Recordemos lo que recordó hace exactamente veinte años Miguel Bonasso, en una contratapa de Página/12, cuando el fracasado diario Perfil salió a la calle con una campaña publicitaria que señalaba los pecados en dictadura de la prensa rival. La campaña hacía eje en este slogan: “Donde decía… debió decir”. La contratapa aquella es de 1998. Bonasso rememoró que en mayo del ’78, justo antes del Mundial, La Semana repudió la que fue primera denuncia de un sobreviviente de la ESMA, Horacio Domingo Maggi, sobre la existencia de un campo de concentración en plena Buenos Aires. Fontevecchia mismo firmó esa columna en la que llamó “terrorista” a Maggi. Maggi, líneas paralelas, había sido “capturado y asesinado por los represores y exhibido por el Tigre Acosta, tirado en el piso de una camioneta, para advertencia de los otros desaparecidos de la Escuela de Mecánica de la Armada”. Escribió Fontevecchia: “Un campo de concentración es un tema muy vendedor. Además, al lector hay que decirle lo que le gustaría escuchar. Y más si los lectores forman parte de la adoctrinada opinión pública europea”.

Añadió Bonasso en aquel texto más que  oportuno (no eran los años kirchneristas, no se hacía tanta memoria sobre los medios en dictadura) que “en ese mismo mes de mayo La Semana (es decir Fontevecchia) publicó un editorial donde se decía en forma de ‘Carta abierta a un periodista europeo’: ‘Y, por favor, no nos venga a hablar de campos de concentración, de matanzas clandestinas o de terror nocturno. Todavía nos damos el gusto de salir de noche y volver a casa a la madrugada. Vivimos desarmados (…) Somos tan orgullosos que ni siquiera se nos ocurrió llamar a los cubanos para que nos auxilien”. Periodismo de mierda de (ciertos sectores de) clases medias para (ciertos sectores de) clases medias.

En mi libro Decíamos ayer, que se editó por esa misma época, se muestran algunos otros pecadillos de la corajuda editorial, como la frivolidad, la demagogia y el puro afán de lucro con que un producto bien a lo Fontevecchia/ Gelblung, la revista Tal Cual, exprimió la aventura de Malvinas. Pregunta reiterada: ¿pagan costos el periodismo o las empresas de medios por estas cosas? No. Los paga la sociedad en términos de empobrecimiento y enfermedad. Esto es parte de lo fulero y descolocador de toda esta discusión. Si Gente, en dictadura, pendulaba entre la bikini y el catolicismo exterminador, Perfil todavía vive, además de la demanda social que pide “esas cosas” (liviandad, pavada, morbo, chisme), de  de la presunta onda Washington Post con que se marketinea Fontevecchia. Cuando se trató de masacrar a CFK con una sucesión de portadas bestiales que –me juego la vida- no deben tener comparación alguna en el mundo, lo que hizo Perfil fue populismo para clases medias. Ese tema, esa discusión, sigue pendiente, no ha sido bien dada.

(Pausa y como quien no quiere la cosa. Buscando esa portada de La Semana en particular, apareció una de Noticias en la que Adriana Brodsky aparece –de nuevo en tapa- flanqueada por el Tata Yofre, ex jefe de la SIDE y defensor de la dictadura, y Carlos Menem. Fachos, frívolos, espías, puterío. Pero Macri prometió que no, que no iban a volver los ’90. El título de aquella portada fue “El derrumbe del Tata Yofre. El fantasma de la droga y el sexo”. O sea: hablamos siempre de lo mismo).

Y de nuevo Massera

A mediados de 2011, inevitablemente más gruesa que en aquella foto de finales de la dictadura, Noemí Alan habló en el programa televisivo Intrusos (y vamos Jorge Rial Conducción todavía) sobre aquellos años. O mejor: habló para echar mierda sobre la historia de la relación entre Graciela Alfano y el ya entonces ex almirante Emilio Massera. Alfano –tan bien conservada durante décadas, como en un pacto fáustico- había sido una de las habituales chicas de tapa de Gente en la dictadura. En pocos de aquellos años protagonizó más de quince películas. Su señor esposo, Enrique Capozzolo, había sido el financista de La Fiesta de Todos, aquel peligrosísimo bodrio  oficial sobre el Mundial ’78 que tuvo la desgracia de dirigir (si permiten la expresión) Sergio Renán.

Aquel ex esposo de Alfano, Capozzolo, era un señor muy muy rico y mejor conectado con los militares que hizo fortuna en Santa Fe, se hizo del Banco Tornquinst y en 1982, en sociedad con el general del Ejército René Ojeda, se hizo de la alimenticia Purina mediante aprietes. Hace años hay una causa sobre el asunto en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por una denuncia presentada por la parte perdedora o expropiada a la fuerza, la familia Paskvan.

Héctor Francisco Cappozzolo, gran amigo del general Albano Harguindeguy, murió a los 91 años, la edad actual de Mirtha Legrand, un 23 de marzo, hace tres años. Lo sepultaron al día siguiente, 24 de marzo.

Como podrá notarse hasta aquí, de Legrand a Sofovich y de Gelblung a Graciela Alfano, parte de lo más rancio de nuestra farándula –el núcleo duro o fundador, algo así como la vanguardia leninista- viene de ahí, del aroma a muerte del 24 de marzo. El problema es que con su florida y extensísima descendencia pasa algo parecido. Y todavía no hablamos de Susana Giménez pidiendo la pena de muerte, de Menem, de la temible patota cultural en tiempos del alfonsinismo (era peor que La Cámpora), de Samantha Farjat, de periodistas que se hicieron ricos y famosos haciendo antikirchnerismo y ahora son acusados –desde el puterío o el mundo del espionaje- de merqueros o abusadores de pibes. Tampoco explicamos hasta aquí qué tiene que ver Antonita, la hija de Mauricio Macri y Juliana Awada, con todo esto.

Pero tiene que ver.

Volveremos.

(Continuará)