Rodolfo Walsh y su investigación volcada en Operación Masacre son dos modelos – el del periodista y el de su trabajo – que resulta imprescindible recuperar en estos días de operaciones de prensa, bufones televisivos y falsas proclamas de “periodismo independiente”.
Hay un fusilado que vive, le dijo alguien a Rodolfo Walsh a fines de 1956 y le cambió la vida para siempre. Y también cambió la historia del periodismo en la Argentina. A Walsh, hasta entonces, el levantamiento fracasado que había encabezado el general Valle contra la dictadura de Aramburu y Rojas le había importado poco o nada. Su único recuerdo – que hubiera preferido olvidar – de la noche del 9 de junio de ese año era la fantasmagórica caminata que lo había llevado desde el Bar Rivadavia, donde estaba jugando al ajedrez en el centro de La Plata, hasta su casa, cercana a la Jefatura de Policía que un grupo de insurrectos había intentado tomar sin éxito. En ese camino había oído morir a un soldado que no gritó “Viva la Patria” sino “No me dejen solo hijos de puta” y quería borrarlo de su memoria. “Tengo demasiado para una sola noche. Valle no me interesa. Perón no me interesa, la revolución no me interesa. ¿Puedo volver al ajedrez?”, contará recuperando ese estado de ánimo en el prólogo de Operación Masacre.
Pero entonces, seis meses después del levantamiento, en una charla casual o no frente a un vaso de cerveza, alguien le dirá: Hay un fusilado que vive.
“No sé qué es lo que consigue atraerme en esa historia difusa, lejana, erizada de improbabilidades. No sé por qué pido hablar con ese hombre, por qué estoy hablando con Juan Carlos Livraga”, escribirá cuando lo relate. Y quizás, en esa frase, mienta. Tal vez haya intuido que “Hay un fusilado que vive” puede ser un comienzo insuperable para una novela. Una frase que es una patada en las pelotas.
Para ese momento Walsh se considera ajedrecista, cuentista, quizás futuro novelista, y de vez en cuando se mete en “otras cosas que hago para ganarme la vida y que llamo periodismo, aunque no es periodismo”.
Pero, aunque él mismo no lo crea, Walsh es un periodista.
El periodista por necesidad escucha a su interlocutor – cuya identidad no revelará jamás – y de inmediato transforma su afirmación en una pregunta: ¿Hay un fusilado que vive? Tiene que comprobarlo. Es un momento clave, fundante: en el pasaje de esa afirmación a la pregunta, en la transformación de un supuesto dato en un interrogante y en la consiguiente búsqueda de una respuesta está la piedra angular de lo que luego se llamará periodismo de investigación.
Para decirlo de una vez: Walsh no construye, alrededor de un dato confuso y menos aún comprobado, un artículo plagado de condicionales que bien podría haberse titulado “Habría un fusilado que vive”. En cambio, se compromete, se pone a investigar aunque Perón y Valle y la Libertadora le importen un carajo. Rodolfo Walsh es un periodista.
Livraga, el fusilado que vive, tiene un agujero en la cara, producto de uno de los balazos de la noche del fusilamiento. Y le cuenta una historia increíble, la historia de esa noche que comenzó con una reunión en una casa para escuchar un combate de box – y tal vez algo más – y que terminó con una lluvia de balas en un basural. Walsh ve la cara agujereada por la bala, escucha la historia y decide que seguirá adelante, para no sólo contarla a partir del relato de una sola voz sino para poder sostenerla y demostrarla con otros testimonios, informaciones precisas y documentos.
“Así nace aquella investigación, este libro – escribe Walsh, sin preocuparse por el anatema de la primera persona en el periodismo -. La larga noche del 9 de junio vuelve sobre mí, por segunda vez me saca de ‘las suaves, tranquilas estaciones’. Ahora, durante casi un año no pensaré en otra cosa, abandonaré mi casa y mi trabajo, me llamaré Francisco Freyre, tendré una cédula falsa con ese nombre, un amigo me prestará una casa en el Tigre, durante dos meses viviré en un helado rancho de Merlo, llevaré conmigo un revólver, y a cada momento las figuras del drama volverán obsesivamente: Livraga bañado en sangre caminando por aquel interminable callejón por donde salió de la muerte, y el otro que se salvó con él disparando por el campo entre las balas, y los que se salvaron sin que él supiera, y los que no se salvaron”.
En el transcurso de ese año, Rodolfo Walsh descubrirá las identidades de otros sobrevivientes; descubrirá que son siete: Livraga, Giunta, Di Chiano, Gavino, Troxler, Benavídez y Díaz; logrará entrevistar, no sin extremas dificultades, a muchos de ellos; conseguirá declaraciones de familiares, amigos, vecinos y testigos; elaborará una lista precisa de víctimas; cotejará las declaraciones de jefes policiales con radiogramas y documentos y encontrará contradicciones insalvables en una historia oficial que intentaba encubrir la masacre; buscará y determinará el horario preciso del anuncio de la ley marcial por la radio estatal y demostrará que las detenciones ocurrieron antes de que entrara en vigencia; asistirá a audiencias judiciales; tomará contacto con miembros de la resistencia peronista, incluido “un terrorista”; publicará notas con parte de la información obtenida sin dejar de tirar en ellas nuevos anzuelos para obtener más; reconstruirá minuto a minuto aquella noche en la casa de la reunión, en la comisaría donde fueron llevados los detenidos, en la jefatura de policía, en los oscuros caminos del conurbano y en el basural de la muerte; determinará cómo y desde dónde les dispararon a los fusilados, también cómo y por dónde pudieron escapar los sobrevivientes; reconstruirá los movimientos posteriores de los que se salvaron y cómo los asesinos intentaron nuevamente secuestrarlos, matarlos o dejarlos morir sin atención médica; seguirá publicando notas y será acosado y amenazado.
Hará una crónica primigenia del terrorismo de Estado.
Y entonces pensará en escribir y publicar el libro que cambiará la historia del periodismo argentino e inaugurará un nuevo género, el de periodismo de investigación.
Es importante determinar el momento en que decide hacerlo: “Entonces puedo sentarme, porque ya he hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos, conspiradores, asilados, prófugos, delatores presuntos, héroes anónimos. En el mes de mayo, tengo escrita la mitad de este libro. Otra vez el paseo en busca de alguien que lo publique. Por esa época los hermanos Jacovella han sacado una revista. Hablo con Bruno, después con Tulio. Tulio Jacovella lee el manuscrito, y se ríe, no del manuscrito, sino del lío en que se va a meter, y se mete”, cuenta en el prólogo. La investigación ya está hecha, no hay una sola especulación.
La primera edición de Operación Masacre, publicada por Ediciones Sigla, salió a la calle a fines de 1957. Y fue una explosión.
En la introducción de una de las numerosas reediciones del libro, Osvaldo Bayer, otro gran periodista de investigación, escribirá: “Operación Masacre es el prólogo de la tragedia que vendrá después. Aramburu y Rojas serán el prólogo de Videla y Massera. Rodolfo Walsh se convertirá de testigo en protagonista. Será asesinado a balazos, como sus personajes de José León Suárez. Nuestra sociedad aplaude frenética a nuestros intelectuales que cumplen ochenta años y nos han ayudado tanto a tener siempre prestos el punto final y la obediencia debida. Rodolfo Walsh no existe. Es sólo un personaje de ficción. El mejor personaje de la literatura argentina. Apenas un detective de una novela policial para pobres. Que no va a morir nunca”.
Pero Rodolfo Walsh existió y existe. Y Operación Masacre también.
Es una clase magistral de periodismo. Es mucho más que eso: es un modelo no superado de investigación.
En sus páginas no hay un solo condicional.