La muerte y el delito narrados como hechos fugaces, tal cual un espectáculo de pirotecnia, un festival de fuegos artificiales, pero en estado de virtual eternidad, que nos capture el sentido del asombro, y hasta del disfrute. Con dramatismo poético lo expresaba Francisco de Quevedo: Ayer se fue, mañana no ha llegado, hoy se está yendo (…) Soy un fue (…). Todo comienza a partir de la inoperancia o lo que es peor, de la complicidad del Estado con el crimen. Pero ya llegaremos a ello.

No hace falta viajar hacia muy atrás en el tiempo. Alcanza con pensar en algunos casos muy recientes: los asesinatos del joven Lucas González, en Barracas, Ciudad de Buenos Aires, y de Alejandro Martínez en una comisaría de San Clemente del Tuyú, provincia de Buenos Aires; o el de Nancy Videla, también en territorio bonaerense, y el horrendo homicidio del niño Lucio Dupuy, de cinco años, en La Pampa.

Esos casos son suficientes para ensayar sobre un patrón que aparece en muchos de los sucesos criminales que se registran en nuestro país. También acerca de cómo ese patrón imprime marcas decisivas en las conductas de las víctimas y sus allegados frente al Estado y al sistema de medios, y de los modos con que ese sistema, o al menos su dispositivos más influyentes, abordan (cubren) los hechos de violencia e inseguridad que alteran la vida de nuestra sociedad. Y sobre todo, para reflexionar en torno a un dato que puede resultar decisivo, en tanto paradigma, a la hora de comprender el trasfondo ideológico de los modos del accionar mediático: para ellos todo es efímero.

El patrón referido es el siguiente: en todos y en cada uno de los ejemplos seleccionados para este texto, la ineficacia y complicidad del Estado con los criminales fue flagrante.

Los asesinos de Lucas González y sus encubridores son policías y un juez ordenó detener a las víctimas que habían sobrevivido. Alejandro Martínez fue apaleado hasta su muerte por agentes policiales. Funcionarios de seguridad buscaban a Nancy Videla en un arroyo mugriento de Lomas de Zamora y todavía estarían en la misma tarea si no fuera porque una vecina dio las pistas para hallar al femicida. Médicos, maestros, policías, funcionarios judiciales y otros servidores del Estado no cumplieron con sus responsabilidades y nada hicieron para impedir la muerte del niño Lucio Dupuy en manos de una filicida y otra mujer, su pareja.

Los familiares de las víctimas y sus vecinos y allegados recurrieron y confiaron más en los medios de comunicación que en el Estado, actitud esa que viene reiterándose hace décadas sobre todo el territorio del país.

Algunas razones para un cierto éxito

Y tienen sobradas razones para comportarse de esa manera toda vez que la exposición mediática de los casos ofrece garantías contra los silencios cómplices de ese mismo Estado y casi se podría decir que, en la mayor parte de los hechos, los medios de comunicación aportan más y mejores datos para la dilucidación del crimen y el hallazgo de víctimas y victimarios, que los logrados por las investigaciones oficiales.

Hay que admitirlo. Son esos medios los que aparecen como proveedores de contención y soluciones frente a las angustias de las víctimas, ganándose así la adhesión social que los legitima como los casi excluyentes productores y distribuidores de sentidos en torno a las agendas complejas sobre delito, inseguridad y violencia.

Por supuesto con sus enfoques clasistas, criminalizadores para con las mayorías pobres y marginalizadas (sobre todo jóvenes), y con embozos y encubrimientos de la trama del poder: el sistema de complicidades entre crimen (sobre todo organizado), política (en los gobiernos y en las oposiciones), agentes policiales, judiciales y fiscales, y, por supuesto, el propio aparato mediático concentrado.

El poder de lo efímero

Esa compleja operatoria mediática tiene, como ya vimos, un punto de apoyo de primer orden en la complicidad del Estado con el delito, la que se manifiesta en diversas formas y apariencias, y un fundamento teórico: el paradigma de lo efímero.

Efímero significa lo que dura un día, lo que es finito, como la vida misma, frente a la muerte segura pero no deseada. Así, con el dramatismo poético de lo tangible, Francisco de Quevedo (1580-1645) expresaba: Ayer se fue, mañana no ha llegado, hoy se está yendo (…) Soy un fue (…).

En cambio, cuatro siglos después, en su cuento Tlón, Uqbar, Orbis Tertius, Jorge Luis Borges nos traslada a un mundo (lengua) en el que impera el idealismo absoluto, puesto que no existen los sustantivos, es decir los nombres, es decir la materia; sólo rigen los verbos, la acción que se agota en sí misma, en tanto jolgorio de aquello que se torna fugaz.

Hoy, el tema que nos ocupa, lo efímero como razón del acierto para beneficio del aparato mediático dominante a la hora de abordar la muerte del otro y el poder político que detenta sobre los sobrevivientes, quizá deba en algo interpretarse a partir de lo siguiente: La ligereza es escasa en nosotros y se pierde sin que podamos hacer gran cosa. Como las burbujas del champán, la ligereza de la alegría (¿y de la muerte?) es efímera: inevitablemente, un momento ligero se vuelve opresivo sin que podamos hacer nada. Así afirma el intelectual francés Gilles Lipovetsky, de lectura recomendable para revisar aquello que se convino en llamar postmodernidad y autor, entre otras obras, de El imperio de lo efímero: La moda y su destino en las sociedades modernas y De la ligereza.

Fuegos artificiales

Es decir, la violencia, el delito y el crimen en las agendas de los medios de comunicación como sucesos fugaces, tal cual un espectáculo de pirotecnia, un festival de fuegos artificiales, pero en estado de virtual eternidad, que nos capture el sentido del asombro, y hasta del disfrute.

El aparato mediático ocupa así una especie de espacio absoluto por obra y gracia divina de lo efímero que fluye. Sus contenidos saltan de crimen en crimen, casi a diario, de forma tal que la muerte de hoy deja en el olvido la violación de ayer, y así sucesivamente.

En ese sentido, el carácter pasajero de los sucesos criminales que marcan el ritmo cotidiano de las coberturas periodísticas sobre delito, violencia e inseguridad no constituyen errores o falencias profesionales sino que pertenecen a la órbita de las formulaciones teóricas (ideológicas y políticas) que anteceden a todas las decisión editoriales. Decisiones esas que se proponen un objetivo: ordenar al conjunto social desde sus propias perspectivas.

Y como un texto puede ser escrito o leído en forma circular, cierro con lo que abrí. Los éxitos del aparato mediático en definitiva son consecuencias de la inoperancia y las complicidades del Estado con el delito, y de la sagacidad que a diario demuestran tener su principales vectores, para convertir a las muertes en hechos huidizos, precederos, que se suceden sin fin y para siempre, en dispositivos que nos crean la ilusión de estar informados.