A poco menos de un mes de la elección definitiva –y de la amenaza inverosímil de una CONADEP de los periodistas-, en programas radiales, televisivos y en las redes volvió a hablarse de lo que fue un emblema de la comunicación kirchnerista. Por algo será. La discusión sigue dando para charlar y mucho. (Primera parte)
Sana introducción: el motivo para la publicación de este capítulo (escrito o revisado hacia mayo de 2013) de mi libro Años de rabia es que en las últimas semanas se puso de moda otra vez –sobre todo entre periodistas- revisar la historia de 6,7,8. Puede que todo haya comenzado con un tuit de Alejandro Bercovich, colega al que respeto un montón, aunque su tuit no me gustó. 6,7,8, en todos estos años de macrismo, siguió vigente como metáfora de algún horror presunto. Caramba, tal parece que algo importante pasó con el programa, incluido el mal trato y el medio exilio que vivieron este tiempo muchos de los integrantes del panel.
Va de nuevo: la discusión sigue vigente e incluye palabras reiteradas de Alberto Fernández que medio que igualaron demasiado a 6,7,8 con el poder de, ponele, el Grupo Clarín. Apunté en mi nota anterior en Socompa que difícilmente AF vaya a conseguir la paz con el Grupo si pretende declarar una tregua unilateral, y esto no supone volver a declarar la guerra. Creo que Horacio Verbitsky lo dijo primero.
Segunda intro que se parece a decir “tengo un amigo judío”. La segunda intro consiste en decir que fui relativamente crítico en artículos y en el libro con 6,7,8 siendo que conocía y quería a buena parte del panel, lo que me hacía un poco complicada la cosa. A Jorge Dorio lo conocía desde el primer año del secundario y algún campamento en el sur y encuentros posteriores. Tuve una relación de cariño con Sandra Russo y Nora Veiras en Página/12. Sabía de Mariana Moyano como militante y periodista. A Orlando Barone lo traté superficialmente un añito en que fui free-lance en la revista 3Puntos y me gustaban sus columnas de la sección Enfoques, en La Nación. A Edgardo Mocca lo conocí apenas, por compartir cierto laburito para el gobierno de Aníbal Ibarra. Recuerdo una charla callejera con él, muy posterior, en la que se defendió muy sincera y fieramente de mis críticas, muy convencido de lo que hacía. Lucho Galende me caía muy bien desde el programa de Lalo Mir. A Barragán lo conocí las tres veces en que fui invitado al estudio y me parece un tipo muy humano, que cree muy de veras en lo que cree, y además es simpático.
Anécdota que creo que nunca hice pública. La primera vez que fui al programa “defendí” a Ernesto Tenembaum diciendo que no me parecía bien equipararlo, pongamos, a Hitler. Supe por tres vías distintas que ese día Néstor Kirchner vio el programa y que dijo “¿Quién es ese boludo (yo)?”. Me borraron un tiempo (me lo tomé tranca, entendiendo la política) y tiempo después me invitaron un par de veces más y hasta charlamos buenamente de mis críticas, por lo menos con parte del panel. Otra aneda: entre la caradurez, la inconsciencia y las ganas de aportar discusión interna del kirchnerismo, publiqué en tapa de la revista Contraeditorial (sucedí muy brevemente a Roberto Caballero en la dirección) una nota parecida a lo que sigue sobre 6,7,8, y acaso los recortes que hizo el programa de los cacerolazos opositores al kirchnerismo, reducidos a su mera caricaturización o ridiculización. Sergio Szpolsky, de profesión aventurero amoral y figurón, aprovechó esa nota y alguna otra parecidamente crítica a lo que fiera para cerrar la revista por razones, dijo, comerciales. Fue el primer medio del grupo que desapareció Szpolsky.
La intro termina con esto: escrachar periodistas –que en realidad fue sencillamente cuestionar, criticar periodistas y empresas de medios- fue –uuhhh…- el gran pecado del que se sigue acusando al programa. Es cierto: a mi gusto se pasaron de la raya y, sobre todo, se reiteraron y –siempre a mi gusto- se encerraron en un cierto sectarismo. Ahora, loques, que te escrachen un poco por lo que decís todos los días en un micrófono o una columna de un diario… no sé, hacete cargo, bancátela. Discúlpame que te diga, sufrir o hacerte el sufrido por eso, es de puto. Me hago cargo de la vieja expresión políticamente mega incorrecta. Ahora sí, al capítulo del libro, que corté apenas por razones de extensión..
6,7,8: La horita de Hulk
Debe ser el único programa en la historia de la TV argentina en el que cada tanto tiempo los panelistas rezongan en vivo contra las lógicas (los temas, los archivos, las miradas) que impone la producción, siendo que a menudo en televisión “la producción” es la tiranuela invisible, el poder detrás de las cámaras. Hasta en estas rebeliones periódicas de los panelistas de 6,7.8, este examen de conciencia que recurrentemente hacen sobre el propio programa, hay una seña de las fertilidades, límites y desórdenes del tumulto kirchnerista. He aquí un modo de introducir las contradicciones preciosas del programa emblema de la comunicación oficial, el que más irritaciones produce, y el que condensa no pocas discusiones, de las mediocres, de las maniqueas y de las saludables. Condensa discusiones, sin necesariamente contener a todas, y es que 6,7,8, como otros espacios de comunicación del palo, no termina de expresar ni a todo el kirchnerismo ni mucho menos aún a la compleja realidad social argentina (proeza imposible para cualquiera, Dios incluido). Pero incluso cuando irrita, por su repetitividad, por sus binarizaciones, a parte de las propias audiencias kirchneristas, el programa no deja de representar una clave de vitalidad cultural y una muestra más de que las audiencias también constituyen en sí mismas un espacio de discusión. Cuando los panelistas se enojan contra la producción no hacen poca cosa. Santo (Biassati) no se enoja en cámara con María Laura Santillán ni contra los gerentes del canal. Ningún periodista suele contradecir en vivo y en la tele al amo de su guión. Y las muy escasas veces en que sucede algo así, lo podemos ver en 6,7,8.
“¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!”, decía una crónica escrita a fines de 2012 en Ámbito Financiero por Federico Poore desde el estudio en que se emite el programa. El título de la crónica estaba bueno: “6,7,8: la Intifada permanente”. Las exclamaciones fuera de cámara, partían de una de las panelistas, fastidiada por la puesta al aire de una secuencia en la que un movilero de 6,7,8 intentaba sin éxito arrancarle alguna respuesta a Jorge Lanata por la información que este había dado sobre el productor Diego Gvirtz. Típica y muy horrible escena de lo peor ya no solo de la “crispación” sino de la payasada y el show de los egos expandidos en pantalla. Decía la crónica de Ámbito: “Ante cada pregunta, el ex director de Crítica respondía un salmo: ‘Gvirtz es un chorro’. El efecto era de por sí cansador, pero la edición en loop de la pieza lo estaba llevando a niveles insostenibles. ‘Gvirtz es un chorro, Gvirtz es un chorro, Gvirtz es un chorro’. ¡¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!’”.
El kirchnerismo aún parecía groggy cuando salieron al aire las primeras emisiones. El debut fue el 9 de marzo de 2009. Ese día La Nación titulaba “Primer revés para el Gobierno en el año electoral: ganó Brizuela en Catamarca”. Clarín: “Néstor Kirchner minimizó la derrota del PJ en las elecciones de Catamarca”. Página/12 también dedicaba su portada a la derrota del oficialismo. En mal estado, en ese año que también fue el de las alertas mediáticas por la Gripe A y el de la sequía con fotografías de vacas muertas, el kirchnerismo adelantó las legislativas para que la crisis económica pegara menos y apostó malamente a las candidaturas testimoniales.
6,7,8 comenzó saliendo a las ocho de la noche, pronto pasó al prime time de las 21 y sumó media hora de emisión, apuesta fuerte. Lo que sucedió es conocido: un boca a boca voraz, un programa que comenzó a ser visto por minorías intensas, que tuvo una fuerte capacidad de irradiación, particularmente entre audiencias que no eran meras consumidoras de medios sino activas, que tuvo la gran virtud de poner una lupa crítica sobre las prácticas del periodismo y los medios. 6,7,8 fue “la calle” de esas audiencias, la calle que el kirchnerismo o no había terminado de constituir o había perdido. Al punto que los seguidores del programa, autoconvocados, terminaron saliendo a las plazas con el cartel que decía 6,7,8. Somos la mierda oficialista, un reverso del “Estás en casa”, viejo y sugestivo slogan de canal 13. Había un antecedente de esa curiosa movilización de audiencias mediáticas de la casa a la calle que hoy parece remoto. Sucedió en 1986, promediando el mandato de Raúl Alfonsín, cuando radio Belgrano, ya endurecida, decidió levantar el programa Sin anestesia que conducía Eduardo Aliverti. Durante un año o más esa columna de oyentes de Sin Anestesia solía verse en cuanta movilización había.
En el principio y en la esencia de 6,7,8 no fue solo kirchnerismo sino formato. Un programa de hechura más bien humilde, basado en la explotación del archivo televisivo, alrededor de 60 visualizadores y productores entre otros puestos de batalla. El tipo de explotación de archivo que venía haciendo desde hacía años TVR y antes Las patas de la mentira y antes y durante y después unos cuantos programas, muchos de ellos dedicados a los chismes. Este es un modo de señalar un primer asunto sobre 6,7,8: impugnar las lógicas de la comunicación masiva y al mismo tiempo potenciar su conocida autorreferencialidad, sin salir a visitar otros planetas posibles. En la misma TV pública había habido un precedente inmediato de 6,7,8 que no es poco significativo: el programa El lugar del medio, conducido por Aldana Duhalde y en el que participaron entre otros Carlos Ulanovsky y Luis Alberto Quevedo, que aun con la “lógica del panel” (una lógica de creación de conflicto, de confrontación de dos posiciones, que permita tensar el producto, calentarlo) discutía el tema de la comunicación masiva desde una mayor serenidad y diversidad, con un tono apenas académico. Se emitía además en un horario de menor audiencia y era por los rasgos descriptos mucho más “frío” que 6,7,8. Volveremos sobre este punto en el que lo que entra en discusión no es tanto la materia kirchnerismo como la asignatura televisión.
Si El lugar del medio fue precedente frío y olvidado de 6,7,8, un pariente aún más lejano y anterior había sido La noticia rebelde, que también se transmitía en el canal estatal. Más creativo y divertido que 6,7,8; realizado con más talento y por supuesto más descomprometido y liviano, más entretenedor y reidor, aunque con una interesante cuota entre crítica y cáustica, o cínica. En la televisión estaba vacante un espacio dedicado al debate sobre los medios y el periodismo, y la irrupción del kirchnerismo significaba la posibilidad de radicalizar esa crítica. Fue en buena medida por la fiereza de la crítica que 6,7,8 tuvo éxito. Pero no tanto en términos de audiencias masivas sino por el hecho de que el periodismo se pusiera a hablar, rabiosamente, de 6,7,8. Se trató de un tipo de efecto que conocía muy bien Jacobo Timerman, cuando instaló la revista Primera Plana como aquella que sí o sí debían leer determinadas capas sociales para “pertenecer”: ejecutivos, políticos, profesionales, periodistas, intelectuales (la farándula por entonces se recluía en un dos ambientes: TV Guía y Radiolandia). En el caso de 6,7,8 el boca a boca y la crítica pública entre periodistas jugó un papel relevante, mucho más en un contexto de polarización política que hizo de 6,7,8 el blanco predilecto de las broncas de periodistas y medios que se vieron ya no cuestionados sino “atacados”. Hubo en ese proceso hasta una componente chismográfica, narcisista y psicológica. Abusando de la práctica del “periodismo de periodistas” (otra pregunta a la vez pública e introspectiva de los panelistas: ¿discutimos caras o ideas?), el programa consiguió lo que todo espacio mediático pretende para sí mismo: que la patria periodística hablara de él.
Al principio fue para ridiculizar o caricaturizar al programa por su alineamiento con el gobierno, por su evidente oficialismo. “Somos la mierda oficialista”, provocó Carlos Barragán, invirtiendo con eficacia el sentido inicial de la caricatura. Pero a lo largo del tiempo eso que originalmente era risa sobradora se convirtió en enojo por “el uso agresivo del canal público”, extrapolando el caso 6,7,8 de la programación general de canal 7, más diversa y más rica. La crítica luego se transformó en seria preocupación por las cosas que el programa comenzó a dejar en claro y finalmente en aceptación realista por aquello que instaló. Lo que se hacía evidente lo dijo en los inicios de 6,7,8 Jorge Rial ante Luis Majul: el programa fue eficaz a la hora de instalar el problema de la concentración mediática. En la misma tarea ya venían colaborando otros espacios radiales y gráficos del kirchnerismo (Miradas al Sur picó en punta). Pero que se discutiera el asunto desde la cátedra televisiva implicaba a la vez un enorme salto de escala y una adaptación a las lógicas calientes del lenguaje audiovisual. Apenas si existía en la tele la categoría famosa –“construcción de realidad”– que en 6,7,8 comenzó a ser debatida, según sugirió alguna vez Horacio González, como si se tratara de los contenidos básicos del primer año en la carrera de comunicación.
La novedad televisiva 6,7,8 irrumpía en el sistema de medios haciendo ruido y de un modo paradojal porque, de nuevo, el programa adquirió una importancia simbólica como discusión endogámica de los medios y la política sin llegar a penetrar en audiencias masivas (alrededor de tres puntos de rating según Ibope, alrededor de siete según Aresco, lo que en cualquiera de los casos para la televisión estatal no está nada mal). En la revista Rolling Stone, del grupo de revistas de La Nación, Esteban Schmidt escribía: “Desde el prime time de la televisión pública, a la hora de las botineras, las tómbolas y la política recluida en el cable, 6,7,8 termina con un tabú de veinticinco años de democracia: que hablar en contra de la prensa desde tribunas relevantes es antidemocrático, cuando, lo más cierto de todo, es que la agenda de lo que se discute y se vota en las elecciones resulta siempre deformada por la operación de los medios de comunicación, a los que nadie elige para semejante maldad. Este tabú, demolido para siempre, se asocia con un mito superior y al que Kirchner sacude y sacude, aún con resultado incierto: que un político electo por el pueblo no puede sostener un largo conflicto con los factores de poder permanentes sin correr el riesgo de perderlo todo. Un mito que, vale la pena decirlo, condicionó todas las presidencias de esta era democrática (…) Un gobierno que parecía condenado a voceros de baja calidad como Diana Conti y Carlos Kunkel –decía Schmidt–, encontró en (Diego) Gvirtz su superhéroe inesperado para sistematizar esa batalla del bien contra el mal”.
6,7,8 funcionó también, para emplear un verbo muy usado por los hacedores de la televisión, como resumen posible de “lo que hay que saber” acerca de lo que circula por los medios, tal como había ocurrido con TVR. Funcionó y funciona para que un espectador cualquiera (aunque el espectador del programa no es un consumidor cualquiera) pudiera acceder a la opinión de “las dos campanas”, para contraponer visiones y tratamientos informativos, por supuesto que de un modo distorsionado. El que escribe alguna vez se descubrió en off-side por haber más o menos creído en informaciones del sistema Clarín que 6,7,8 desmontó. Otras veces la información o crítica adversaria es válida y forzada la deconstrucción de 6,7,8. El programa, aun irritando, consiguió generar en sus audiencias un tipo de adicción nerviosa y compleja: útil para saber alguna cosa más, útil para desmontar y confrontar, útil para mirar el conjunto (el conjunto ya recortado por 6,7,8) y, tras establecer una comparación de lo que hay, volver a contenerse en la propia creencia. Otro efecto de 6,7,8 que es simétrico tanto de la comunicación kirchnerista como la opositora: el mensaje polarizado potencia más polarización.
(La segunda parte se publicará el próximo domingo)
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