Las razones sobre el crecimiento profesional de Télam y las muchas perversiones del relato oficial a la hora de desmantelar la agencia y despedir a centenares de trabajadores.

El martes pasado, luego de enterarme por los medios que ya había comenzado en Télam la anunciada ola de despidos, descubrí entre mis mails uno de la gerencia de Recursos Humanos de la empresa. De manera personalizada, me daban la bienvenida a la “nueva Télam”. Es el guiño enviado a los que no integramos el lote de 354 cesanteados. Para ellos hubo carta documento o directamente la baja del usuario, que es como se anuncian hoy -de manera perversa- los despidos en el Estado. Para muchos que hasta el fin de semana permanecían en el limbo, sin telegrama ni correo, la certeza recién llegó cuando encontraron depositadas sus indemnizaciones en el banco.

Lo primero que sentí con mi mail fue odio. Es que, pese haber sido “elegido” para colaborar con la agencia que se anuncia como “profesional, plural, democrática y federal”, veo en el mensaje más cinismo que error burocrático. Hace año y medio fui “desfuncionalizado” como paso previo a intimarme a la jubilación, de la que estoy a un paso. “Es una venganza política, no tengas duda”, me consolaron entonces algunos colegas de mayor edad pero que me sobrevivieron en la empresa.

De todas las explicaciones dadas en estos días por el secretario de Medios, Hernán Lombardi, y el presidente de Télam, Rodolfo Pousá, una resulta más repugnante que otra. Aducen que en los doce años anteriores a su irrupción la empresa duplicó su plantilla, que pasó de 400 a 1000 empleados. Aseguran que fue para “satisfacer la necesidades de adoctrinamiento de un gobierno y sujeción al poder”. Omiten que en ese lapso se multiplicaron los productos y servicios. Que al medio millar de despachos diarios y decenas de fotos que reciben los abonados se agregaron una potente plataforma web en varios idiomas para que cualquiera pueda acceder gratuitamente a las principales noticias e imágenes de la Argentina; un suplemento en formato diario-papel con noticias nacionales para editores gráficos del interior del país; una radio que además de trasmitir on line provee cada media hora de un noticioso radial listo para emitir por las emisoras de baja potencia, y un servicio audiovisual en el formato que brindan las agencias noticiosas en todo el mundo. Eso permitido por una adecuada renovación tecnológica monada en un edificio nuevo.

Es como quejarse de que una sala de primeros auxilios convertida en hospital regional demande más médicos para poder operar. Se podrá discutir si esas prestaciones son excesivamente onerosas, sobre si su calidad  técnica es la mejor,  del profesionalismo de algunos prestadores y hasta del tamaño de la estructura. Lo que no se puede tergiversar, en honor a la verdad que se invoca, es que ese armado precioso tuvo un sentido democratizador de la información. Y que ahora se está desarmando porque cambió la orientación. Una cosa es tener autorización judicial para sancionar a un delegado y otra despedir a 350 personas.

Ideológicos

El presidente de Télam admite sin pudor que entre las causas de los despidos está que los cesanteados “tenían un perfil muy ideológico”. Con lo cual reconoce la censura y, peor aún,  que no ser oficialista puede ser motivo para privarte del trabajo. Dos años después de desembarcar y de haber renovado todas las jefaturas para tener un adecuado control editorial cuentan que antes la agencia era “una usina de propaganda partidaria”. Pero sólo hay que repasar la web actual para constatar que la actual es un rosario de información oficialista carente de atractivo noticioso. Lo mismo ocurre en la Radio Nacional, que usa el lema  “la radio de todos” pero que ha perdido el 60 por ciento de su audiencia. Y en la TV Pública, que en  horarios centrales emite documentales extranjeros.

Critican el pasado para escudarse de su propio presente. Prefieren los medios privados concentrados a lo públicos que les han dado a administrar, que les resultan desconocidos y poco confiables. Han llenado Télam de diarieros y revisteros que solo conocen las rutinas de una agencia de noticias por leer sus cables y refritarlos en los medios tradicionales vinculados al poder económico. El recorte masivo en algunos sectores, como el de las corresponsalías en las provincias, le da un contenido más preciso a los dichos de Pousá. Se trataría de abrir espacios, de despedir para hacer entrar a la propia tropa. Con desvergüenza total dicen que antes no había periodismo sino sólo propaganda.

Ingresé a Télam el agosto de 2003 para ocupar la jefatura general de redacción cuando el periodista Alberto Dearriba fue designado presidente de la empresa por Néstor Kirchner. Cualquiera en el gremio sabe que no soy peronista pero era tiempo de transversalidad y pasaba la prueba. Duró dos años. Era la segunda vez que trabajaba en la agencia tras un corto pasaje durante el alfonsinismo de la mano del entonces gerente de noticias, el Chino Martínez Zemborain. Antes había trabajado en las dos agencias privadas nacionales (NA y DyN) y en otra internacional. Luego pasé por algunos diarios y tuve la suerte de participar de la fundación de Página/12 como secretario de redacción. Edité revistas y ocupé posiciones institucionales. Digo esto no por vanidad sino para dejar en claro que no me hice en Télam y padecí en carne propia muchos de sus vicios, que me constan. Pero una cosa es enfrentarse hasta la amargura a esos vicios y desaguisados y otras despedir al 40 por ciento de la planta de personal difamándola en su totalidad.

Entre estos despedidos hay gente de las más variadas creencias políticas e ideológicas, laboriosos y vagos, ignorantes y cultísimos. Gente que  ingresó antes de la restauración democrática del 83 y otros que empezaron en el último decenio, que parecieran ser los únicos que importan. Están los que hacen muy mal su trabajo y otros que durante décadas han trabajado en el país y en el exterior en medios con mucha mejor credibilidad que Télam. Pero sobre todo hay hogares que quedarán sin sustento, proyectos que se interrumpen, mundos que se derrumban. Por la brutalidad de gente que administra medios públicos con la precisión de un cirujano ebrio. Y que hasta se avergüenzan de llamar al ajuste presupuestario en curso por su nombre verdadero.