Dicen que solo quien conoce bien una ciudad puede perderse en ella. Una turista argentina, entre la desilusión y el fastidio, no logra nunca conocer de verdad Venecia, que es para ella más una suma de recuerdos y de películas. Ahí sí logra perderse.
Venecia fue Venecia, entonces. No se me cayeron las medias cuando entré según me habían advertido, el italiano a cargo del Vaporetto 1 me pegaba gritos porque me resultaba difícil mover el equipaje a un costado tal y como me había ordenado cuando subí. Pero aunque fue violento, para mí venía como de la familia, lo tenía en algún lado de mi ADN. El pibe hacía su trabajo, no hay nada más miserable que un turista. Hay que tratarlo a los gritos, sí señor, en serio lo digo. Los turistas arrasan, no escuchan lo que les indican, en todo ven excusa para transgredir, romper las pelotas, llevar la contra.
Para dar un solo ejemplo, aparte de mi torpeza con las valijas, otro pelotudo argentino, empujando gente para irse al frente del Vaporetto casi como un mascarón de proa, el conquistador de Venecia parecía, haciendo que el conductor golpeara con un palo el vidrio porque le tapaba la visual, y el argentino contento y sonriente corriéndose y mirando a todos los que le poníamos cara de orto sin que se le borrara la risa como quien dice “lo hice, lo hice, le rompí las pelotas al que trabaja”.
Cosa fatal el turista, sobre todo en los lugares muy frecuentados por ellos, como Venecia. Tal y cual me dijo mi contador, que por algo eligió esa profesión y parece tener una obsesión con los datos numéricos: “Pensá que Venecia tiene 200.000 habitantes y recibe 20 millones de visitantes al año”.
Ahora que estoy acá pienso cuan hartos estarán los 200.000 habitantes. Llueve en Venecia, y estoy en la Piazza San Marco y las orquestitas de los cafés Florian y Quaddri no tocan porque llueve muchísimo y una horda de japoneses y chinos y alemanes y norteamericanos y muuuuuuuchos argentinos invaden la Piazza y yo pongo cara de ser “local” y le revoleo los ojos a la vendedora que me muestra unos aros y que me responde con el mismo revoleo de ojos, con ese revoleo que significa “decímelo a mí”.
¿Por qué le sacan fotos a todo? Hay que llegar a Venecia, en principio, para ir caminando a la Piazza pero ir deteniéndote en Gucci, Chanel, Dior, todo eso que está sembrando el camino a la Piazza, agarres desde donde agarres. Es como entrar al Louvre y, siguiendo el cartelito que te va llevando de las narices hasta la Gioconda, detenerte a mirar las carteras de las damas presentes o los zapatos, por ejemplo. O el labial de las guardianas de cada sala.
Ahí, parado en un puentecito, es donde veo al boludo italiano contentísimo sacándole la foto al negocio de Salvatore Ferragamo, mientras repite, feliz y exaltado, “Ferragamo!!!!!!”. Emocionado como si hubiera encontrado una marca italiana en Marte. Y no en Italia.
Miles de palitos para las selfies que se mezclan con los paraguas y los bastones que portan en alto con un globo o un pañuelo atado los guías turísticos. Ahorrame ese momento, Dios. No me hagas ir nunca marchando detrás de alguien con un palo elevado en el aire, cual bastonero, y que además les grita, por momentos, si la cuadrilla que arrean es de avanzada edad. Como la mía, digo. Miro a una pareja aún más añeja, que en uno de los puentecitos que cruzo se saca muchas selfies con mucha preparación y con el palito. Ella, muy teñida de rubio, se prepara, se peina con las manos, se pone las gafas negras, después abandona la pose para arreglarle el cuello de la campera a él y, entonces estira el palito y sonríe, congelada su sonrisa mientras dispara varias fotos. Los miro un rato haciendo toda la operación con distintos fondos. Un español me dijo en Roma que lo que más gracia le causa de la selfie es que la gente le da la espalda a todo lo que quiere fotografiar, en lugar de mirarlo. Creo intuir por qué es. Porque lo que les interesa es verse ellos en la foto. Me animo a ser excesiva: después ni las miran. ¿Quién quiere revisar 200 fotos bajadas por día a la computadora, 200 fotos en las que siempre estás vos sonriendo en primer plano con algo atrás, que no se sabe bien qué es? Porque tienen algo atrás, no un otro, no un palacio, no una góndola de lujo recortada contra el cielo. No, son ellos y atrás, indefinida, Venecia, en este caso. Venecia en general, sin ser vista, sin ser mirada. La humanidad viajó en tobogán por el fast, el light y el delivery. Y llegamos al self. Yourself. Myself. Un asco.
Estuve sacando pocas fotos en Roma, y acá en Venecia, al momento, debo haber hecho tres o cuatro. Pero no puedo evitar fotografiar a esa pareja. Y lo hago. Y me río. Ella me mira y se queda mirándome fijo, y yo me hago la que no veo, me siento atrapada infraganti, burlándome de los selfistas. Que resultan argentinos, porque unos metros después corren agitados detrás de mí diciéndome, gritándome: “Fiorentino, Fiorentino!!!!. ¿Vos no sos Fiorentino?”. Y yo sí soy Fiorentino. Así que digo que sí. Y ella lo mira a él mientras prepara el palito y le dice “¿Viste que te dije que era Fiorentino?”. Y antes de que reclame la selfie levanto la mano y saludo a los gritos a cualquiera que no ven porque mi gesto lo supone detrás de ellos y les digo, yéndome al trotecito, “pasen bien, pasen bien”.
Haciendo la turista, declaro ya que el Puente de los Suspiros no vale ni el más mínimo suspiro. Porque el Puente de los Suspiros está lleno de turistas con palitos retratando lo que está detrás de cada lado del Puente hasta el que llegaron presuntamente llenos de sacra curiosidad, y como además de la leyenda es un puente y en Venecia los puentes no están de adorno, es absolutamente doloroso tomar cualquier decisión frente al hecho irrefutable. El puente está invadido. O te volvés caminando hacia atrás, o arremetés a pleno sol de mediodía contra toda la horda selfista diciendo “Scussi, scussi, sorry, sorry” para pasar a un “circulen!!!!!!” que surte efecto inmediato. No porque entiendan lo que digo, sino porque grito. Te abrís paso gritando.
Y atravesando el puente, llego a un servicio de góndola que no pienso utilizar, pero me llena de curiosidad saber quién quiere gastarse 80 euros para andar media hora en una góndola a plena luz del día. Nada más caro ni menos romántico que andar en góndola en Venecia, sobre todo ahora que las rayas están de moda. Yo, sin ir más lejos, podría ser la esposa del gondolieri. Tengo una camiseta blanca con rayas negras como él y pantalones negros. Como él. Y como muchos de los que andan en góndola. Pasan dos góndolas cercanas con cuatro japoneses en cada una que se fotografían mutuamente y se gritan. Pasa una góndola con un gondolieri cantando muy mal para los que garparon, que lo miran poniendo su mejor cara de éxtasis, mientras el que está en la góndola libre esperando pasajeros se caga de risa con el que canta, apenas los turistas gondolantes quedan fuera de su vista. Y atrás viene un gondolieri que revisa mensajes de texto o manda WhatsApp muy tranquilo, porque la pareja románticamente forzada a parecer romántica se sentó dándole la espalda. Ella tiene la cabeza apoyada en el hombro del tipo, y los ojos cerrados. El tipo no la está abrazando. Mira perdido hacia un costado. ¿Por qué ella se sube a una góndola y cierra los ojos? ¿Porque no encontró una hamaca paraguaya? ¿Por qué tanta gente gasta 80 euros andando media hora en góndola por pasajes estrechos llenos de algas hediondas y paredes que parecen a punto de derrumbarse, cuando existe el Vaporetto y cuando están en una ciudad absolutamente rodeada de agua? Porque están en Venecia. Y desde siempre Venecia es un paseo en góndola, con un tipo que canta. Bueno, les digo que no es así. El que cantaba a los gritos lo hacía para cagarse de risa con otro que se sacaba los mocos mientras lo veía pasar.
Así las cosas, ando riéndome tontamente cuando descubro que los albatros me gustan mucho porque parecen estar todo el tiempo indignados esperando que la gente se vaya, parece que detuvieran el vuelo para quedarse parados golpeando el piso insistentemente. Y también reconozco que las palomas recuperan algo de nobleza acá en Venecia, cuando los turistas se arrodillan con pan picado en la mano esperando que alguna caiga mientras otro aguarda expectante con la cámara, y ninguna paloma cede un palmo, se pasean de acá para allá como diciendo “¿Vos te creés que me llamo una miga yo?”.
De Vaporetto en Vaporetto y de Accademia a Santa Ángelo, me como una porción de pizza diávola, pura calabresa, sentada en el suelo, rodeada de hermosas mujeres musulmanas que se ríen y gritan y comen pizza como yo, y enfilo para el hotel.
Ah. Sí. Pasado el impacto de la horda turística incesante, he de darme cuenta de que estoy en Venecia. Estoy en Venecia. Que, como me dirá una amiga conocedora de Italia, poco después de mi vuelta: “ Venecia, si no entrás con un tipo recaliente comiéndote la boca, te deprimís como loca, la verdad”. Y es cierto. No se me caen las medias. Pero empiezo livianamente a llorar.
Entonces: hay una Venecia absolutamente impredecible y fantástica, imperfecta por suerte, porque parece no haber obedecido regla ninguna para existir. Una ciudad eterna, una superproducción magnificente de Dios y los hombres y la naturaleza, siempre llena de gente que no vive ahí, pero que la camina sin habitarla, invadiéndola, mientras ella se mece dentro del agua, por sobre el agua, a los costados del agua. Mientras ella emerge del agua, con sus misteriosas puertas que dan al agua y que como no tienen muelle alguno son puertas que dan al agua, a la muerte, o a la nada, puertas que no se abren, puertas cerradas. Mientras ella, esa ciudad que cuesta no percibir como una ciudad inundada, es una escenografía imposible, que permanece casual y absolutamente premeditada, como toda obra de arte reconocida mundialmente en algún famosísimo museo, para recordarnos mítica o metafóricamente, que sería lo mismo, que muy posiblemente la humanidad tuvo – alguna vez – mejores propósitos. Es una ciudad de agua, piedra, hierro y madera y vidrio soplado, una ciudad de terciopelos y arañas de cristal encendidas y plantas llenas de colores, que admitió y admite ser violada por innúmeros locales de marcas internacionales, porque a ella todo eso le chupa un huevo. Hay una ciudad llamada Venecia en la que sentada en el patio del mejor hotel que pude permitirme escribo esto. Oigo campanas, unos metros más allá una mujer habla en ruso por Skype. Un hombre inglés pide hielo y lo coloca sobre su rodilla. En un rato subiré para ordenar el equipaje y después buscaré donde cenar. En el Rialto. Y como estaré muy cerca de la partida, seré ahí realmente feliz de haber estado acá y pensaré que tendría que haber aprovechado más cada momento. Eso que todos sentimos cuando nos estamos yendo de cualquier lado. A esta Venecia la caminás llorando estremecida, por momentos agobiada, te perdés aunque andes con el mapa, pero siempre después de una callejuela que termina bruscamente contra una pared, si te vas por el lado más oscuro que encuentres seguro que salís a una plaza luminosa. Y en algún momento te vas y la dejás tranquila, vienen otros a joderla. Total, a ella, ¿qué?
Pero hay otra Venecia que no existía antes que yo. Hay una Venecia intangible y casi siempre misteriosa o muy deslumbrante al mismo tiempo como El imperio de la luz, de Magritte, así de sombría y fantástica, montículo de piedra incluido. Es otra Venecia que me habita y que despierta sorpresiva y cuando quiere ante algún estímulo, y permanezco a veces días enteros imbuida de un espíritu raro que vive dentro mío y que es la Venecia que existió conmigo. No antes de mí. Es esa Venecia en la que Dirk Bogarde muere en la playa, chorreando carmela negra sobre su rostro patético. Una Venecia con Thomas Mann y Mahler. Es la Venecia de la vejez muriendo decrépita frente a la perversión adolescente, es la humanidad entera tratando de ocultar toda peste posible y es también la Venecia de mujeres como la Berenson y la Mangano. Es la Venecia en la que desde hace cuarenta y tres años Julie Christie se recontragarcha a Donald Shuterland en la escena de sexo más erótica que vi en el cine hasta hoy. Es la ciudad donde dos personas que se conocen mucho se aman hasta el agotamiento, de golpe y porque sí. Porque son mortales. Es la Venecia en la que Shuterland corre de noche puente tras puente, callejuela tras plaza abierta, persiguiendo una caperuza roja, convencido de estar viendo el fantasma de su niña ahogada, sin sospechar siquiera que va tras su propia muerte cuando tiene fantásticas visiones guiado por una ciega. Que no puede decirle “no mires ahora!!!!!”, cuando él mira ahora.
Hay esa otra Venecia dentro de mí.
Y finalmente y en principio, muchísimo antes de todas esas disímiles Venecias, está mi papá con un disco en sus manos que se me acerca tarareando “Qué profunda emoción…” mientras yo le respondo con el consiguiente “Ufaaa” que se transforma en una sonrisa, porque el disco es un regalo de cumpleaños con un tema del petiso: “Tus 16 años”. Una canción que dice, en sus primeras líneas:
“Tienes la juventud de tus 16 años, cuando me miras tú, sueño con el pasado.
Pero hoy el amor no lo puedo vivir, se marchó y está lejos de mí”
Sí, hay esta otra Venecia dentro de mí.
Andá a saber cuál es la verdadera.
, Venecia, Mayo 22 del 2016.
María Fiorentino es actriz, periodista y escritora. Ha publicado Frío de película, hambre de novela, donde mezcló cuentos, cartas y apuntes autobiográficos.
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