Un hombre y una misión en Buenos Aires que parece precisa pero que no lo es. La búsqueda de un cuaderno, después de un incendio, en medio de una inundación en La Boca y un destino en otro continente.
Regresé a Buenos Aires por un trabajo. Encuentro lo que no se perdió y lo restituyo a quien me contrata. Soy un especialista que no figura en las guías de profesionales. ¿Conforme?
En este caso me habían adelantado una pequeña fortuna, sin regateos. Lo que siempre significa que la cosa apesta, o que alguien está desesperado. Cuando nos vimos en un café de Montmartre para ajustar el acuerdo, a mi cliente, el más reputado erudito sobre vida y obra de Leonardo Da Vinci, le temblaban las manos.
El tipo, pongámosle “XXL” porque era muy gordo, aseguraba que el último integrante de una comuna anarquista del barrio de La Boca tenía un tesoro. Unos papeles de Leonardo Da Vinci que darían al carajo con todo lo que se sabía de su vida hasta la fecha. Yo tenía que conseguirlos, como fuera —por derecha o por izquierda, por persuasión o silenciador—, para entregárselos en el menor tiempo posible.
Si de verdad había un “tesoro”, ya vería si se lo entregaba o hacía el negocio por mi cuenta. Siempre fui partidario de la iniciativa privada.
Lo cierto es que cuando llegué a la dirección que tenía, los restos del incendio ya se habían enfriado. La casona de ladrillo, madera y chapa canaleta se veía pintada por el humo, y un revoltijo de papeles y ropa quemada se mezclaba con los derrumbes. Para colmo, llovía.
Frente a la casa había un bar, y en el mostrador un gallego aburrido que, con una consumición generosa y hablarle de la Coruña, me abrió su corazón.
Sí, el último habitante era un “bicho raro”, pero buena gente. Se tomaba su vermut antes del mediodía y su cafecito por la tarde. Era italiano, o hijo de italianos; pero hablaba poco. Vivía de unas historietas sobre inventores y jugadores de fútbol anarquistas que vendía a la salida de la cancha de Boca. No vaya a creer, parece que en Europa le iba bien con las historietas. Viajaba muy seguido. ¿Qué quiere que le diga? Como todo el mundo… Más o menos así de altura, canoso, con barba corta. Lo que más impresionaba era la mirada. Como de loco inteligente, no sé si me explico. No, el cuerpo no lo encontraron, capaz que estaba de viaje o se quemó con el incendio. Esas cosas suceden todos los días; con estas casas tan viejas qué se puede esperar…
Cuando el patrón hizo la pregunta inevitable:
—¿El señor es pariente?
Me cubrí para lo que tenía que hacer:
—Soy profesor adjunto de la Universidad de Salamanca, investigador en el Departamento de Cómic Latinoamericano y especialista en historietas.
El tipo redondeó la boca en un “¡hostia!” silencioso y me convidó con un orujo de su tierra. No estaba mal, aunque, estoy seguro, lo había destilado en el patio de atrás.
En otoño nunca se sabe cuándo va a parar la lluvia, pero alguna vez lo hace. Así que maté el tiempo llenando de embustes la cabeza del cantinero. No quería que llamara a la Policía cuando me viera hurgar en los escombros. No me costó nada. ¿Quién no es un especialista en historietas?
Al fin el sol asomó indeciso y pude comenzar la búsqueda, descartando lo que estuviera muy a la vista. No voy a cansarlos con datos innecesarios, ni quiero avivar giles. Un profesional sabe todas las trampas que hace el cerebro humano para esconder las cosas importantes. Así fue que encontré el cuaderno, cuando ya estaba tiznado y pringoso como una docena de carboneros.
Me alejé del barrio con el viento del Sudeste. Para los que no conocen La Boca diré que es como Venecia, pero sin agua. Salvo cuando sopla la sudestada. Las calles son canales y las veredas suben y bajan escaleras para alcanzar las puertas de las casas. Cuando sopla el viento del Sudeste el mar contradice al Río de la Plata, y el río se la agarra con el barrio. Hasta el Titanic se vería en apuros en esas calles invadidas por la correntada.
En el incendio la casa había perdido el frente. O sea que, si entraba la inundación, borraría hasta el último rastro. Tenía que apresurarme a estudiar lo que me llevaba, por si era necesaria una segunda búsqueda.
Regresé al hotel caminando porque ningún taxista me hubiera dejado subir a su auto hecho una mierda como estaba. Bajo el brazo llevaba el cuaderno. Historietas no agarré ninguna, y es el día de hoy cuando lo recuerdo y me duele el estómago.
Un rato más tarde, bañado, perfumado y con un whiscacho a mano, abrí el cuaderno.
Dos ratos más tarde lo cerré, con una sola cosa clara: si no se trataba de una locura monumental, podía ser el negocio del siglo.
Encargué dos pizzas, una botella de whisky y cualquier antiácido que tuvieran; tenía una dura noche de trabajo por delante.
Afuera, el viento del Sudeste soplaba constante pero suave, lo que me daba esperanzas de no tener que correr contra esa fuerza.
AEROPUERTO DE EZEIZA, ARGENTINA. SALA VIP.
El hombre aguarda la llamada para embarcar, dibujando máquinas imposibles en una libreta de bolsillo. El sonido de los tacos altos le hace levantar la cabeza, en coincidencia con la de todos los hombres y mujeres de la sala. El único que no manifiesta avidez o envidia es un ciego, que fuma, fuma y fuma, amarrado a su bastón.
Esa pelirroja endiablada no existe. Está demasiado bien para ser cierta. Sin embargo, sus pasos la conducen hasta el sillón donde está el hombre y se sienta a su lado.
Ella: ¿Otra vez de viaje?
Él: Mientras me pague mis pasajes no veo qué tenés que decir…
Ella: ¡Es que ya me parezco a ese maldito Papa! ¡Como maleta de loco, de un lado para el otro!
Él: Tranquila, piba, que vos estás mucho más fuerte que ese pobre “jovato”.
Ella trata de contener su mal humor. Abre la cartera y saca un cigarrillo. Veinte encendedores se le ofrecen. Ella pasea una mirada de asco que apaga todas las llamas y aspira un cigarrillo que se enciende solo.
Ella: Esa es otra cosa que me pone de los nervios, que te hayas vuelto tan porteño. ¿A que eres capaz de cantar un tango?
Él: Nunca. Un buen porteño no sabe un sólo tango entero. Se te aparecen de a cachitos, cuando la suerte que es “grela” te maltrata fulero. Hay que ser extranjero para saberse la letra completa.
Ella (con rencor tanguero): ¡Ja! ¡Un gaucho italiano!
Él: Error. Cuando yo vivía allá Italia no se había inventado, y a esta altura soy ciudadano del mundo. ¿Trajiste tu pasaporte? ¿O vas a volar en escoba?
La pelirroja aplasta con violencia su cartera contra el suelo y se yergue como un furioso sueño lúbrico, para gritarle:
—¡Ya me tienes hasta el copete! ¡Lo último que voy a tolerar es que me llames bruja! ¡Verdugo, macarra, maltratador de mujeres!
Varios pares de ojos masculinos se indignan en consonancia y hay movimientos vindicativos. Unos son retenidos por sus cónyuges. Los que no tienen quien los sujete se quedan en el molde. No vaya a ser que todavía liguen algún sopapo.
Él (incómodo): Tranquila, colorada, no le demos de comer a las fieras.
La pelirroja se recompone, se sienta y se da un tiempo para encender otro cigarrillo.
Él: Te vas a matar fumando tanto…
Ella: Hoy estás gracioso, tío…
(Breve silencio)
Ella (bajando la voz): Leonardo, tienes que renegociar el contrato…
Él, Leonardo: Nones…
Ella: Eres un hijo de puta…
Comienza a llorar silenciosamente, y los ojos de los presentes apuñalan al hombre por provocarle esa congoja. Leonardo la toma por los hombros y le presta su pañuelo.
Ella: Me haces sufrir tanto…
Leonardo: Colorada, un contrato es un contrato…
La pelirroja se enfurece, muerde el pañuelo y se lo devuelve reducido a tiritas.
Ella: Sabes bien que me irrita que me llames colorada. ¡Pintamonas!
Leonardo: ¿Y cómo querés que te llame? ¿Satanás, Belcebú…? ¿Después de tantos años de sociedad?
Ella (dispuesta a ceder): Mira, hagamos un acuerdo. Tú sabes que tienes fama de maricón. Si negociamos el contrato hago aparecer pruebas de que te follaste a media Florencia.
Leonardo (pasea la lengua por los labios con una sonrisa carnívora): ¿Su majestad tiene algo de qué quejarse?
La pelirroja se ruboriza como una colegiala más bien perversa, y duda entre agarrarlo a patadas o ponerse otra vez a llorar. No hace nada de eso. Se recuesta en el sillón y dice, con voz cansada:
—No tendría que haberte aceptado esa apuesta.
Leonardo: ¿La verdad? Yo tampoco pensaba que la podía ganar.
Ella: Era mucho más probable que la gente volara… ¿Quién podía creer que se iban a subir a ese invento tuyo, para pedalear como unos gilipollas?
Leonardo: Ya ves… no hay límites para el asombro. Y ya es hora de que a mi invento lo llames “bicicleta”.
Ella: Lo que no tiene límite es el ridículo. ¡Bicicleta! Si hasta el nombre parece de guasa. Y yo… ¡esperando como una idiota a que me entregues el alma cuando te aburras!
Una voz femenina avisa por los parlantes que los pasajeros deben embarcar.
Leonardo: Ya me tengo que ir.
Ella: ¿Al tío que le toca ahora, ya sabes dónde encontrarlo?
Leonardo: Sí, es de costumbres rigurosas. Todos los jueves por la tarde va al Louvre.
Los dos caminan unos pasos y se detienen para mirarse en silencio.
Leonardo: Sabés que no me gustan las despedidas, colorada.
Ella: Esto no es una despedida, mi rey. Reservé habitación junto a la tuya. Nos vemos en París.
Le da un beso corto, como un picotazo de fuego y se aleja arrastrando una cola de sueños deshechos; miradas de pasajeros que perdieron las ganas de viajar.
Desperté sobre el mediodía, con la convicción de que algo se había jodido. El sueño, y los ojos agotados por tanto esfuerzo, me habían vencido poco antes de que amaneciera. Tenía que regresar a La Boca, urgente, porque había perdido tiempo precioso.
Mientras saltaba como un orangután con una pata dentro de los vaqueros y la otra buscando a tientas, abrí las cortinas de la ventana y se confirmó mi mala suerte: la sudestada sacudía con rabia los viejos árboles de Paseo Colón. Lo único bueno era que no llovía, pese a que el cielo era una sola y pesada nube de tormenta.
Cuando llegué a las fronteras de La Boca, de acuerdo con mis peores presunciones, las aguas color de león invadían todo a paso de gimnasta. ¿Retroceder? ¿Darme por derrotado? Eso nunca. Si había una, mínima, posibilidad de indagar en lo que quedaba de la casa, lo tenía que hacer: necesitaba una fotografía del último ocupante.
Por lo que había descifrado, la cosa no era un juego. Estaba ante un asesino serial, un loco mesiánico que iba de una punta del mundo a otra eliminando gente con ciertas características: las mismas de XXL, mi —ahora lo comprendía— aterrado cliente, quien sabía o sospechaba más de lo que me había contado.
Me interné en el barrio, apelando a las escaleras y veredas altas cuando podía; vadeando calles, con el agua cada vez más profunda a medida que me acercaba a la parte baja. Pero, como en el peor de los tangos, la vida arrasó mis ilusiones.
La casa quemada había sido invadida por el agua barrosa, que seguía creciendo como un nuevo diluvio, sin Noé que me salvara. Bueno, eso no es tan cierto; tuve mi Noé.
Estaba insultándome por dormilón, con el agua al pecho, cuando un grito de alarma me despertó a la realidad:
—¡Profesor! ¡Cuidado, profesor, que lo cachan los bomberos!
Me salvaron los reflejos de una vida difícil. En fracciones de segundo registré y evalué la situación: de un lado, asomando la cabeza por el agujero que dejaban los tablones que tapiaban la puerta del bar, el gallego que me gritaba con los ojos fuera de las órbitas; al frente, un lanchón de salvamento de los bomberos, cargado de gente al tope, que había dado vuelta en la esquina y apuntaba a mi cabeza, avanzando con los motores a todo gas.
Eran pocos metros, pero los nadé como si escapara de un tiburón blanco. Cuando hice pie en el tramo de escalera bajo el agua, la marejada que levantaba la lancha me alcanzó y me aplastó contra la pared como una palmeta a una mosca. Medio inconsciente, escuchando cumbias y carcajadas, trepé lo que me quedaba hasta el fortín del gallego.
El hombre retiró uno de los tablones superiores y pude refugiarme en la seguridad de su bar.
—¿Qué pasó…? —dije. Porque muchas veces estuve dado vuelta, pero escuchar cumbias y risas, nunca me había sucedido.
—Que se salvó cagando aceite, profesor. Si lo agarran me lo hacen “patefuá”.
—¿Esos criminales eran los bomberos?
—No, es una costumbre del barrio, ¿sabe? Cuando hay crecida les roban el lanchón de rescate y se arma una fiesta que ríase de los carnavales. ¿Me da una manito, profesor?
Ayudé al gallego a terminar de tapiar la puerta, y entonces caí en cuenta de que la única ventana ya estaba sellada.
—¿Usted piensa que el agua va a llegar hasta acá arriba?
—¡Y que lo diga! Más también… Venga —dijo—, que ya está por pasar la “Carrera de la Sudestada”.
Lo vi trotar hasta el mostrador, apagar las luces y, con una botella de orujo casero en la mano, trepar por una estrecha escalera de caracol.
Nos asomamos al pretil de la terraza —solo para comprobar que la casa quemada se deshacía de a poquito— y alcanzamos a darle un par de besos al orujo, cuando los dos botes desembocaron a unos cincuenta metros; cabeza a cabeza.
Avanzaban como tortugas agonizantes, a favor de la corriente y por el impulso de dos remeros matusalénicos, de quienes podía escuchar sus jadeos a pesar del ruido del viento.
El gallego me adivinó, porque dijo, melancólico:
—Son los últimos que quedan del Club de Remeros de La Boca. Cuando lo fundaron eran como cien, pero se fueron muriendo, y la falta de vocaciones… así estamos.
No pude comentar nada porque el cantinero arrancó a los gritos, alentando a los competidores.
—¡Vamos, chaval, que ya lo tienes! ¡No le aflojes!
Los viejos, los dos, sonrieron hacia la terraza, amagaron un “gracias” con la cabeza, intercambiaron una mirada de odio y se volcaron sobre los remos. Supongo que hubieran seguido así, rema que te rema hasta la próxima sudestada, si no se les cruzaba la tragedia al llegar a la esquina.
Fue todo muy rápido. Bajo la inundación había saltado una tapa de los desagües, y el remolino giraba tragándose toda la mugre que se le ponía a tiro. El bote de la derecha no tuvo fuerzas para escapar de sus garras, y en la vuelta enloquecida, el remero cayó al agua y desapareció en un parpadeo. Por un instante pude verlo, proyectado como un “hombre bala” por las cloacas, hasta terminar ahogado en medio del río.
—¡Joder…! —dijo mi compañero.
Y nos quedamos mirando la cara de desamparo del otro remero, más solo que la una, en un bote ya sin sentido, arrastrado por la inercia de las aguas.
Con el gesto bronco del que sabe que un macho no llora, aunque le cueste, el gallego se mandó un trago largo y me pasó la botella. Yo hice lo mismo. Uno puede permanecer indiferente ante un fusilamiento, pero asistir a la muerte de una tradición es demasiado para cualquiera.
—Profesor, tengo que irme —murmuró. Para agregar, con un gesto que lo decía todo —¡Joder…!
—La vida sigue…
—Le dejo la botella, que usted la necesita más que yo.
Agradecí porque tenía razón. Con la ropa empapada y el viento frío, iba camino a una gripe de campeonato.
Lo vi alejarse, pasando de azotea en azotea, de techo en techo, caminando por las cumbreras con las manos en los bolsillos, hasta que se perdió entre los edificios.
En la calle, el agua había trepado hasta unos palmos de la terraza. La casa quemada ya no se veía, y yo había fracasado. Para colmo de males, se largó a llover.
No sabía si el rumbo que había tomado el gallego me salvaría del diluvio, pero copié sus pasos. Lo que sí sabía era que no tenía una puta foto del asesino serial, y tampoco podía comunicarme con mi cliente, porque se me había ahogado el teléfono móvil.
Toda la noche machacándome para decodificar palabras de un zurdo, escritas para el espejo, inútilmente; sin remate.
El tipo, el autor del cuaderno, el cuerpo ausente en la casa quemada, se creía Da Vinci y andaba por el mundo asesinando a especialistas en el gran Leonardo. Un párrafo, que recuerdo de memoria, justificaba sus actos:
“Nunca descubrí nada que no estuviera allí, a la vista de todos. Solo hay que abrir los ojos, y ver. Los especialistas, los que me inventan genio por sobre todos los mortales, ajustan la venda para que el Hombre no vea y se crea ciego. Suprimirlos despeja el camino hacia la sabiduría”.
Y había una lista de nombres y fechas de fallecimiento —algunas remotas— en la que, al final, aparecía el nombre de XXL y una anotación críptica que luego cobraría sentido en un sitio y una hora: Louvre, jueves / tarde.
MUSEO DEL LOUVRE. SALA DE LA GIOCONDA. JUEVES.
Un hombre gordo perora sin descanso —admirándose a sí mismo— sobre la sonrisa de La Gioconda. Los turistas escapan como pueden, uno a uno, hasta que queda una sola persona escuchándolo.
XXL: … nadie más que el Grande, el Magnífico Da Vinci, podía congelar en esa ambigua boca todo el misterio del arte y la ontología humana. ¡Era más que humano! ¿No le parece, señor?
Leonardo (quiere darle una oportunidad): Usted no piensa que fuera un semidiós, ¿verdad?
XXL: ¡Más que eso! ¡Era Dios encarnado!
Leonardo (acepta la evidencia): Ya, lo entiendo… Sabe, soy mecánico, pero con inquietudes. ¿Le molesta si lo acompaño, para escucharlo y aprender un poco?
XXL: ¡Faltaba más! Con mucho gusto, mi amigo. ¡Con mucho gusto!
El gordo se adelanta, seguro de que su fiel oyente lo seguirá adonde vaya, sin parar de hablar del Genio Mayor.
Leonardo acaricia en el bolsillo su último invento, un aparatito no más grande que un paquete de cigarrillos, que convertirá al gordo en una cagarruta de gallina. Si funciona, porque sus inventos siempre se empeñan en no funcionar. Por las dudas, terciada bajo la chaqueta, lleva lo seguro, una filosa daga florentina.
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