Un viaje muchas veces encalla en una estación de tren, como suele suceder con las expectativas. Un profesor de matemáticas que recorre Europa y encuentra algo de paz en perder el rumbo entre dos mujeres demasiado parecidas.

Cuando ella propuso que nos encontráramos allí no me animé a decirle que las estaciones de trenes no me gustaban, que me parecían lugares sórdidos, fríos, lugares donde la gente no desea quedarse, obligada a permanecer en incómodos asientos de madera o de metal a la espera de una partida que no siempre se produce a tiempo. Durante un segundo pensé en decirle eso, que las luces son demasiado blancas, o demasiado pocas, que alrededor de las estaciones que yo conocía se levantaban viviendas precarias, que se reunían siniestros personajes marginales, que había suciedad, y demasiadas putas, que vendían droga, que era muy posible que me robaran. Después de todo, qué probabilidad tendría un simple profesor de matemáticas de evitar un asalto, con qué valor enfrentaría el ataque de una navaja en manos de cualquier oscuro desconocido. Todo sería oscuro, y ella había propuesto que nos encontráramos en Termini a la medianoche del día treinta y uno. No hay nada más oscuro que la medianoche, pensé, y pensé que el treinta y uno de diciembre, en Roma, todos estarían borrachos, inestables, que la intensidad que siempre se vive en las fiestas ya habría dado paso a la desilusión.

Porque es así, las fiestas sólo producen desilusiones, y lo sé por experiencia. Uno aguarda la fecha mágica, comienza a tachar los días en el calendario en la creencia de que vendrá un tiempo mejor, de que del Año Nuevo surgirán caminos diferentes, nuevas alternativas, nuevos proyectos, la posibilidad de comenzar otra vez, de conocer gente, la posibilidad de tratar de ser feliz. Pero se descuentan los segundos, se comen las uvas, o las pasas, se esperan las doce campanadas primero con ansia y luego con una alegría modesta, para luego, a las doce y un minuto de un nuevo día, de un nuevo año, hallarse igual a como uno estaba antes, igual a como uno es. Llegaban año tras año las doce del día treinta y uno y yo aún era el mismo profesor de matemáticas, aún tenía los mismos alumnos, enseñaba en el mismo colegio, y aún vivía con mi madre. Pasaban los años, los días treinta y uno de diciembre, y yo ya estaba por cumplir cincuenta y dos.

El viaje a Europa fue la idea loca de una amiga recién divorciada que se encontró de pronto con algo de dinero extra, producto de la separación, y sin nada valioso en qué invertirlo. Ella no había tenido hijos, conservaba dos de las muchas casas que en veinte años su esposo había adquirido, no tenía mayores problemas con su profesión ni grandes ambiciones. Un viaje a Europa. Eso, Marcelo, vámonos a Europa, me dijo, y yo me reí. No soy de risa fácil, pero aquello me causó gracia. Estábamos en sala de profesores, se había terminado el café -yo preparaba más-, y Marisa, profesora de biología y mi amiga desde hace casi veinte años, dijo nos vamos a Europa, nos vamos juntos. No le presté mayor atención, salvo por la risa. Después sonó el timbre del fin del recreo largo y cada uno debió irse a dar su clase.

Pasó una semana y me había olvidado del tema hasta que Marisa llegó el lunes con su portafolios lleno de folletos. Viajes programados, viajes con días libres, tarifas de vuelos, diferentes combinaciones, distintas categorías de Eurailpass, mapas, seguros médicos, opciones de distintos cheques de viajero, guías de turismo, catálogos y todo lo que se estila en estos casos. Me mostré asombrado, y lo estaba. Según ella, mi risa de la semana anterior había sido una forma sutil de asentimiento. Te conozco desde hace muchos años, Marcelo, dijo. Y, aunque en verdad no me conocía, no tuve el valor de contradecirla.

De modo que, después de clases, mi amiga y yo fuimos a planificar nuestro viaje a Europa. Ella estaba muy entusiasmada. Parecía haberse quitado diez años de encima, que se sumaban a otros tantos que se había quitado con la separación. Estaba, es cierto, muy linda, pero no era eso en lo que yo pensaba, sino que me preguntaba dónde encontrar el dinero para hacer un viaje así, ya que mis ahorros no alcanzaban para tanto. Marisa quería entrar a Europa por Aeroflot, desde Buenos Aires a Varsovia, previa escala en Moscú. El avión de regreso saldría, según su plan, desde Roma, y haría otra vez escala en Moscú. Para mí Roma estaba bien: por qué no conocer una ciudad con tanta historia. Pero ¿Varsovia? ¿Qué había en Varsovia? ¿Y Moscú? ¿Para qué ir a congelarnos a un lugar tan lejano? Le propuse que hiciéramos algo sencillo. Si partimos de la base de que ninguno de los dos conoce nada de Europa, lo que tenemos que hacer es ir a Roma, a Madrid y a París, y si queda tiempo a Londres… después se verá, dije. Mi amiga, por fortuna, estuvo de acuerdo, y el pasaje que nos convenía era uno de Iberia, que ella conseguiría con descuento, llegaba a Madrid y regresaba desde Roma. El resto lo haríamos en trenes. El Eurailpass estaba bien. Sugerí que el de primera clase era, para nosotros, algo caro. Clase turista, Marisa, pensá que somos simples profesores. Vos podrías haber sido otra cosa, dijo, con lo que sabés de matemáticas… Pero cambié de tema. ¿Para qué volver a lo de siempre? ¿Para qué recordarme las oportunidades que tantas veces había rechazado? No sería un investigador. No me encerraría en un laboratorio a hacer cálculos ni a manejar computadoras, nada de eso. Enseñaría, sí, en el colegio secundario, como siempre. Eso me brindaba la posibilidad de conocer gente, maestras, madres de alumnos, directores, administrativos. En una escuela se ve lo que pasa en la vida, pensaba, y en un laboratorio de análisis matemáticos no.

Aquella tarde tomamos varios cafés en una confitería -el café express es mucho más rico que el de filtro que hacemos en la escuela- y a mí me agradaba compartir una charla con una mujer. Aunque fuera sólo una amiga, aunque yo no creyera en mis posibilidades de tener algo con ella, ni antes, cuando estaba casada, ni ahora, que parecía veinte años más joven. De modo que me embarqué en el proyecto, tracé líneas en los mapas, calculé distancias de centímetros a kilómetros con las escalas de los mapas: podía hacerlo sólo con mirar, no necesitaba reglas, y también deducía al instante las horas que demandaría a los trenes ir de un lugar a otro, para lo cual tomaba como base algunas referencias de la cartilla del Eurailpass. ¿Te imaginás, Marcelo?, dijo Marisa. Nosotros dos en Europa, ante la Torre Eiffell, el Coliseo, la Puerta del Sol. Yo trataba de pensar en eso, en el Parque del Retiro, en la Fontana de Trevi, en Champs Elysees. Trataba de no pensar en que no me alcanzaría el dinero. Ni en que Marisa parecía cada día más joven y más hermosa, y yo más viejo y estúpido.

Pensaba, entonces, en el viaje. Un viaje repleto de estaciones de trenes, de gente amable en las estaciones, de pequeños pueblos desconocidos y felices. Pensaba en Marisa y en mí, los dos felices, en viaje. No tendría temor en las estaciones, no le temería a nada. Cuando se hizo de noche la acompañé hasta su casa. Ella lo propuso, pero no me animé a pasar: soy un poco tímido. Regresé a casa –mi madre había dejado la comida en el horno- y me acosté a dormir. No recuerdo el sueño que tuve aquella noche -nunca recuerdo mis sueños- pero sé que a la mañana siguiente me desperté renovado, fuerte, con unas inusuales ganas de vivir. Pensé en ponerme un equipo de gimnasia y salir a trotar por el parque, pero después de tantos años de no hacerlo me parecía ridículo. Desayuné, con buen apetito, tostadas con manteca y miel. Y dos cafés con leche. Mi viaje a Europa. Pensaba en mi viaje a Europa y la sola articulación de la frase “viaje a Europa” me emocionaba.

En los primeros días de diciembre terminarían las clases. Los pasajes estaban reservados, el itinerario establecido, las cuentas hechas. Marisa no sólo me hablaba en la Escuela, sino que me llamaba casi a diario para decir qué nueva excursión se le había ocurrido que hiciéramos. Pasábamos mucho tiempo al teléfono, tanto que mamá llegó a albergar esperanzas de que me casara. “Es sólo una amiga”, debí decirle más de una vez. No confesé que en el fondo sí me hubiera gustado.

Hacía calor, y en las últimas clases debía soportar no sólo el clima sino la ansiedad de mis alumnos, que se desesperaban al ver que no aprobarían la materia. Para Marisa las cosas debían de ser más fáciles, pensé, ella puede usar blusas y además biología no se la lleva nadie. De modo que, como siempre de saco y corbata, y con la vieja costumbre de llegar puntual a cada una de mis horas, me disponía a pasar la primera quincena de diciembre con el sueño de nuevos paisajes, de idiomas diferentes, con la posibilidad de acceder a la vida mejor que nunca había tenido.

Faltaban pocos días de clases cuando, en un recreo, Marisa me habló. En realidad no vino a hablarme, sino que la encontré sola en un rincón de un aula vacía. Parecía triste, y me acerqué a preguntarle qué le pasaba. Me miró a los ojos y dijo, con pena: tenemos que suspender el viaje. Es imposible, pensé. Pensé que se había equivocado. Que no quería decir lo que había dicho. Ya teníamos los pasajes de avión, y el pase de trenes, y las visas por si a último momento se nos ocurría ir a algún país de Europa del Este. No podía ser, si hasta la idea había sido de ella. Antes de decir nada, pensé: soy un idiota, que gasto mis pocos ahorros en algo que ni siquiera se termina de concretar.

Es penoso contar las razones y detalles que dio Marisa para justificar su decisión. Básicamente, se trataba de que había conocido a un hombre del que creía estar enamorada, y temía que un alejamiento por todo un mes fuera demasiado para una relación en sus inicios. Imaginate, Marcelo, a mi edad no es tan fácil conseguir pareja, dijo, y guardé silencio. Esa tarde, por primera vez en varios años, suspendí las clases y me fui a casa. Mis alumnos habrán estado contentos, y los directivos se habrán sorprendido mucho, porque jamás había faltado a una clase y tengo una salud de hierro. Pero pretexté que me sentía mal y salí del colegio como si estuviera en llamas. Bajo el sol de un diez de diciembre caminé hasta casa dispuesto a cancelar mi pasaje, a aceptar lo que me diesen por él.

Mamá también se sorprendió al verme, pero no dijo nada. Me encerré en mi habitación y me tiré en la cama. Desde afuera, desde el pasillo, me preguntó si quería tomar unos mates, pero le pedí que no me molestara. Me quedé dormido mientras miraba los rayos de luz que pasaban por entre las persianas, mientras miraba las cortinas blancas que se movían con la brisa y mientras escuchaba, a lo lejos, la novela de la tarde que mi madre veía y de la que surgían súplicas, o reproches, que en todo caso me resultaban indiferentes.

Ni súplicas ni reproches, me dije varias horas después, al despertar. Afuera estaba oscuro y la brisa de verano era ahora un viento fresco. Eran las nueve de la noche y, al despertar, una vez más no recordaba lo que habría soñado, si es que había soñado, pero supe que no debía deprimirme, ni atarme a aquella mujer. Y que no debía, de ninguna forma, devolver el pasaje.

Marisa eligió la hora de la cena para llamar por teléfono. Estaba afligida. Sabía que ella tenía la culpa de haber hecho que me entusiasmara. Sabía que no había forma de compensarme. Sabía que yo nunca le perdonaría su actitud, y más por estar tan cerca de la fecha de partida. Lo que no sabía, y se lo dije, es que haría el viaje solo. Sí, solo, Marisa, yo solo, ¿qué pasa? ¿no puedo? ¿no soy un hombre grande, acaso? No, yo pensé que vos, dijo Marisa, que vos… no te ibas a animar. Pensaste mal, querida.

A lo que no me animé fue a volver a la Escuela. Al día siguiente llamé para pedir un reemplazo. Además de las vacaciones que comenzarían una semana después, aún se me debían varias horas de tareas que había hecho fuera de mi horario. Enviaría las calificaciones por un mensajero, que de los recuperatorios se encargase otro. De ahí en más, el viaje a Europa. Pensar en el viaje a Europa y al fin dejar atrás los treinta años de docencia, de mediocridad, de timidez, los treinta años de silencio que había vivido.

Aquella última semana pasó rápido. Dos días antes de ir al aeropuerto de Ezeiza tenía el bolso hecho, y mi pasaporte flamante sería usado por primera vez. Lo más lejos que había llegado era a Montevideo, en el Uruguay, adonde desde Buenos Aires se viaja siempre en barco y, país limítrofe, se necesita sólo el documento de identidad. Mi pasaporte azul prometía, en sus letras doradas, la llegada al Viejo Mundo que para mí sería nuevo, todo sería nuevo, los colores, las canciones, los bailes en las noches, todo lo que Europa tenía para ofrecerme, todo lo que Europa, durante siglos, había añejado sólo para mí.

El aeropuerto de Barajas es, como todos los aeropuertos y como todas las estaciones de trenes, un lugar de paso. Los controles fueron pocos, como poco era mi equipaje, apenas una maleta. Algo de ropa, unos libros, una cámara de fotos que aún no había estrenado, en fin, las cosas que se llevan en un viaje. Tenía dinero para más de un mes, el poco dinero que había ahorrado en mi vida, y sabía que no podría ser un turista del lujo sino de habitaciones comunes en pensiones comunes, de viajes en segunda y de almuerzos en fondas. No importaba. Conocería Europa. Volvería a casa y le contaría a mi madre que conocía Europa. Les mostraría las fotos a mis compañeros en la Escuela. Quizá tenía suerte y Marisa, para cuando yo volviera, ya se habría separado de su nuevo novio. Se reprocharía el haber abandonado nuestro proyecto y, en una cena con velas y vino, yo podría contarle cómo son las calles de Madrid, los cafés de París, las esculturas de los museos de Roma.

Me encontré entonces en una pensión familiar, cerca de una estación de metro llamada Bilbao. Todo quedaba cerca, y nada era tan distinto a Buenos Aires. Recorrí de ida y de vuelta, una y mil veces, el barrio de Malasaña. Compré chocolates en un lugar llamado Vip’s, conocí un café llamado La Musa, bebí unas copas en un bar cuyo nombre era Pepe Botella. Y Madrid, a fin de cuentas, me trató bien.

Madrid me trató bien, pero me sentía solo. Tuve que hacer un esfuerzo para comprender lo que pasaba. La soledad en el extranjero es distinta a la que uno puede sentir en la propia ciudad. No es que extrañara a mi madre, ni la escuela, ni a los pocos amigos que aún conservaba. Era estar solo y al mismo tiempo ser consciente de que se está solo, como si uno pudiera mirarse desde arriba, verse desamparado; como si, al pasar los dedos por viejas cicatrices, éstas se volvieran a abrir.

Fue, después de todo, una semana intensa. Había tanto para ver que no me quedaba tiempo para pensar. Y era una suerte no enfrentarme con pensamientos que me atormentaban. Una semana que pasó como si fuese un solo día y me dejó, la mañana del veinticinco de diciembre, de pie en medio de la estación Chamartin, dispuesto a subir al tren que me llevaría a París, sin recuerdos de la noche anterior ni de por qué me había emborrachado de esa forma.

De pie en medio de la estación, aún con algo de resaca, miré las luces blancas y pocas, los bancos de metal, los letreros luminosos, miré las caras felices de los turistas que se agitaban a mi alrededor, y volví a pensar en el miedo que me daban las estaciones. Por eso cuando vi a aquella mujer caminar hacia mí, por eso, por el miedo, o por la resaca, o por no poder recordar nunca nada de mis sueños, pensé que se trataba de mi imaginación. Era Marisa, o mejor dicho igual a Marisa, o mejor, igual a como Marisa era hacía diez o quince años, rubia, alta, delgada, espléndida, la mujer que hubiera deseado para mí de no haber sido yo el hombre que era.

Marisa, que no era Marisa pero yo no sabía su nombre, se acercó para preguntarme algo sobre un tren a Roma. Lo preguntó en italiano, se presentó como Francesca y sonrió como nunca en mi vida he visto sonreír a nadie. A pesar de mi apellido, Rossi, lo poco que sé de italiano es sólo lo que se parece al español. Y a pesar de mis buenas intenciones, no sabía qué tren buscaba ella ni estaba en condiciones de averiguarlo. Lo siento, le dije, no le entiendo. Ella sonrió otra vez y me invitó a tomar asiento. Y allí estábamos, Francesca y yo, en un banco de la estación Chamartin, yo a punto de partir rumbo a París, ella a punto de regresar a Roma.: vivía allí, allí debía regresar, dijo. Junto a su esposo, aventuré. No, dijo, soy viuda, y luego me confesó que se había acercado a mí porque yo le había parecido un fantasma, era igual a su esposo muerto y diez años más joven que cuando él murió.

No era momento para hablarle de Marisa. Era mi momento, y el de Francesca, juntos en una estación de trenes. Palabras italianas nacían en mi boca con el sólo objeto de que pudiéramos comunicarnos. Hablamos de las cosas que hablan los enamorados cuando no se conocen y todavía no saben que están enamorados, hasta que en un momento ella dijo debes tomar tu tren, no es justo que te separe de tu destino. Traté de explicarle que no, que mi destino sería ella, que no tendría nada que hacer en París salvo lamentar su ausencia. Pero ella no opinaba lo mismo. O mejor, quizá opinaba que el amor se obtiene con sacrificio, porque fue entonces cuando propuso que nos encontráramos en Roma, en Termini, a la medianoche del día treinta y uno.

Esta vez, a diferencia de lo que sucede en Buenos Aires, la partida se produjo a tiempo. Abordé el tren con destino a París a las quince horas y cuarenta y cinco del día veinticinco. A las siete y cuarto de la mañana siguiente bajaba en una estación impersonal y brumosa, repleta de carteles en francés y de gente que me pareció extraña y hostil. No era la común hostilidad de la gente, y ni siquiera la hostilidad que, estaba seguro entonces, todas las estaciones le presentan al turista. Era que temía haber tomado una decisión equivocada e irreparable: aunque había hablado con ella apenas una hora, aunque ni siquiera me había animado a besarla, ya extrañaba a Francesca.

Lo bueno de París es que el metro llega a todas partes, me dije para animarme, aferrado a comentarios que había escuchado de algunos compañeros en sala de profesores cuando surgía el tema. Y era cierto. Durante cuatro días, el metro me dejó en todos los lugares conocidos, en la Tour Eiffel, en Champs Elysées, en las escaleras que llevan a Montmartre, en la Eglíse de la Madelaine y en la de Notre Dame, y en esa zona tan moderna llamada La Defense, y en el Louvre, y en el Musée Rodin, y en el Musée d’Orsay, construido en una antigua estación de trenes, y en la Place de L´Opera, y en el Jardin Des Tuileries, y en el Hotel des Invalides, y en el Arc de Triomphe, y en otros sitios en los que estuve, como en aquellos, presente aunque sin alma, presente como un fantasma, desconsolado, sin poder dejar de ansiar con desesperación el encuentro con aquella mujer de la que el destino tan pronto me había separado.

Al fin abordé el tren que me llevaría a Roma. Habían anunciado posibles demoras a causa de la nieve pero salió, como estaba previsto, a las siete y media de la tarde. A las diez y cinco de la mañana del día treinta y uno bajé, esperanzado, en Termini. Roma me esperaba. Francesca me esperaba. Me esperaba una vida nueva, plena de aventuras, lejos de los humores cambiantes de Marisa, de las comidas que preparaba mi madre, de tantas clases repetidas en tantos años en aquel colegio perdido en Buenos Aires, al final del mapa y al final del mundo.

No me importó que aquellos tres hombres se abalanzaran sobre mí, que me empujasen, que uno corriera para llevarse mi maleta y dejarme gritar, solo, ante los otros dos ladrones que también corrían y ante turistas tanto o más asustados que yo por el ambiente de peligro que se respiraba en Termini. La estación hostil confirmaba mis temores, pero no era eso lo que me importaba. Conservaba mi pasaporte y todo el dinero, oculto en un cinturón interior que previsoramente había adquirido. Tenía mi mejor abrigo puesto, y un pullover, y un par de zapatos nuevos. Tenía todo lo que necesitaba. Sólo restaba esperar hasta las doce de la noche y encontrar a Francesca. Sólo restaba animarme al fin a ser feliz.

Caminé durante todo el día. Llegué hasta la Piazza Navona, y hasta la Fontana de Trevi, y hasta el Coliseo. Pronto comprendí que a los autobuses de Roma se puede entrar sin pagar boleto, o mejor dicho se saca un boleto y uno no lo marca hasta que un controlador, que nunca aparece, se encuentre cerca. Y así llegué hasta la Piazza de San Pedro, en la Ciudad del Vaticano, y hasta la Piazza del Popolo, donde se preparaba una celebración que esa misma noche toda la gente de la ciudad disfrutaría. Se acercaba fin de año, y había en la ciudad el clima de esperanza que, como dije, hay siempre en las fiestas, cosas de comprar regalos y desear felicidades, deseos felices que, en mi caso, se multiplicaban al tiempo que se acercaba la hora del encuentro.

Eran las doce. Se escuchaban las campanas de una iglesia, las bocinas de unos autos, los fuegos de artificio que nacían en la Piazza del Popolo e iluminaban toda la ciudad. Eran las doce y yo estaba en Termini, el lugar más sórdido que había conocido, a la espera de un encuentro que no se produjo jamás.

Puedo decir que he estado sólo un día en Roma. Puedo decir que pasé la noche allí, esperando, esperándola, llorando por ella, llorando por el amor de mi amada Francesca a quien nunca más volvería a ver.

Lo que pasó después es difícil de explicar. No sé por qué no pensé en buscarla allí, en Roma, su lugar de nacimiento y residencia. En verdad no lo sé. Tomé el primer tren que salía en la mañana, hacia Stuttgart, a las seis y cincuenta y cinco. Llegué allí de noche, a las veinte y diecisiete, y ella no estaba. Recorrí toda la estación, pero no estaba. Tomé un tren a Salzburgo a las veinte y diez, llegué a las doce y cincuenta y ocho, y tampoco estaba. Ya no me importaba el idioma, ni la hostilidad de las estaciones. Europa era, para mí, una enorme tela de araña cuyos hilos se unían en estaciones de trenes, estaciones que yo recorrería interminablemente una y otra vez, en un sentido y en el otro, en una y otra dirección, sin importar si me quedaba sin dinero, si expiraba la visa o se terminaba el pase de transportes. Europa era una red y, en sus estaciones, yo encontraría a Francesca.

Lo último que aprendí en estos tiempos es que las estaciones de trenes, cuando uno ha perdido su pasaporte, y su dinero, y su abrigo y sus zapatos, son lugares confortables, cálidos, lugares donde se puede dormir. Es curioso que, desde que paso las noches en trenes o en estaciones, ya pueda recordar mis sueños. En todos ellos culpo a Francesca por el destino que eligió darme con su abandono, y a veces Francesca es Marisa, diez años más joven, que me aguarda en Buenos Aires, en una estación de trenes iluminada con luces de colores como para una fiesta.

Buenos Aires, 2008

Diego Paszkowski es escritor. Su novela Tesis sobre un homicidio ganó el Premio de Novela de La Nación y fue llevada al cine con dirección de Hernán Goldfrid. Entre otros libros, publicó El otro Gómez, Alrededor de Lorena y  Rosen – Una historia judía. Este relato obtuvo el segundo premio del concurso organizado por la Fundación de los Ferrocarriles Españoles

 

Si querés recibir el newsletter semanal de Socompa en tu correo, inscribite aquí.