Un adolescente que descubre de manera extraña la sexualidad en su relación con un primo mayor que él. Una historia sobre la distancia, el aprendizaje y el carácter sagrado de las garzas (Ilustración: Emiliano Ocantos).
Con el primo se conocían de vista; sus madres estaban distanciadas desde hacía tiempo, no sabía por qué ni desde cuándo. Pero esa vuelta, cuando se toparon en el parque de diversiones, los dos solos, sin amigos, se saludaron y simpatizaron enseguida. Empezaron a juntarse a la hora de la siesta y el primo le enseñó a disparar. Su madre nunca supo que había sacado la escopeta de su padre del escondite (la caja del vestido de novia, con el vestido de novia como mortaja, en la parte más alta del ropero). A ella no le habría gustado. Decían que el marido se le había muerto limpiando esa escopeta. Iban a practicar en los terrenos abandonados del ferrocarril.
La primera vez que salieron a cazar, desde el otro lado de la ruta, le llamaron la atención, en el montecito bajo, las copas salpicadas de cosas blancas, como bolsas de nylon o papeles que el viento hubiera ido depositando entre las ramas. Antes de cruzar miraron para los dos lados, venía un camión, así que esperaron. Cuando pasó, el chofer hizo pitar la bocina que sonó como el mugido de una vaca y sacó la mano por la ventanilla, saludándolos. No que los conociera. Pero la gente que anda en la ruta es así, le toca bocina y saluda a todo lo que se mueve. De puro aburrimiento será.
Cuando la culata del acoplado terminó de pasar, contoneándose pesada, tuerta de una de las luces, volvieron a mirar para los dos lados y cruzaron al trotecito el asfalto que aún debía estar caliente, aunque el sol había bajado casi por completo. Se detuvieron nomás empezaba la banquina y el primo disparó al aire.
Entonces pasó lo que pasó: tras la detonación, eso que había en los árboles, ffsshshshssshhhh, se levantó como espuma. Era un dormidero de garzas. Enseguida acomodó la escopeta, eran tantas y estaban tan a tiro que la caza era segura. Pero el primo le bajó el caño de un manotazo.
-Es mala suerte matar una garza-, dijo y se sentó sobre el pasto. Él hizo lo mismo. El primo era más grande y él lo copiaba en todo, quería ser así cuando tuviera su edad.
Las garzas quedaron suspendidas entre el montecito y el cielo encendido, un momento, como relojeando. Y otra vez se dejaron caer sobre las copas, ocupando sus sitios entre el ramerío.
El primo sacó dos cigarrillos del atado y los encendió poniéndose los dos en la boca al mismo tiempo. Después le pasó uno. Nunca había fumado así que se atoró con la primera pitada, de angurriento y emocionado. Después le agarró el gusto.
El primo era callado. Así debía ser un hombre, creía él, de pocas palabras. Y aunque tenía ganas de soltar la lengua y preguntarle un montón de cosas, no abrió la boca; mirando de reojo hizo lo mismo que hacía el otro.
Un nuevo camión pasó, tan cerca, que sintió el vientito de la velocidad cortándole los pelos de la nuca. Pero este no tocó bocina. No los habrá visto.
En esos meses se le pegó mucho a su pariente. Él tenía doce y el otro unos dieciséis; pero no era como otros gurisones de su edad, el primo. Él tampoco.
Al tiempo muerto de ese verano, lo pasaron casi todo juntos. Excepto las veces que el padre del primo se cansaba de verlo tan pajarón y se lo llevaba con él unos días a trabajar al campo. Nunca eran más de dos o tres pues, en el campo, seguía siendo un pajarón y el padre lo aguantaba menos. Y esas pocas semanas, para carnaval, cuando la tía hizo alianza con otra madre y lo pusieron de novio con Noelia, una muchacha preciosa, pero rara. Justo para carnaval, cuando él había hecho muchos planes para los dos: desde andar de mascaritas hasta empapar a baldazos a las chicas del barrio para que la ropa se les pegara al cuerpo y pudiesen verles la bombacha y el corpiño. El noviazgo abrupto no le dio tiempo ni a contarle al primo aquellos planes.
Esas semanas, cada vez que iba a buscarlo para salir a cazar, su tía, sin invitarlo a entrar, desde la puerta nomás le decía: se fue a hacer novio.
Le daba bronca y a veces se quedaba sentado en la vereda a esperarlo. Pero si la tía lo veía, salía con la escoba, como si estuviese por barrer aunque más que eso era una amenaza: andá, dejá de escorchar acá, andá a jugar con gurises de tu edad.
No tenía más remedio que marcharse. No podía pedirle a su madre que intercediera.
Entonces se metía en los galpones del ferrocarril. Buscaba el sitio más fresco y oscuro que siempre olía a orines, aceite y humedad. En su escondite imaginaba qué estarían haciendo el primo y Noelia.
La primera vez que se habían desnudado para meterse al arroyo, lo había impresionado su cuerpo. Flaco, fibroso, con una cicatriz ancha que le asomaba entre los pelos y le subía por la ingle, casi hasta el hueso de la cadera. La cicatriz de una operación. Y la verga, larga y gruesa. El primo se había mandado de un galope al agua y esos metros que trotó, el pedazo chicoteó para los dos lados como si, al fin y al cabo, fuese más liviano de lo que parecía a la vista. Pensaba en el primo haciéndoselo a Noelia. Ella era flaquita, tetona pero sin culo, de caderas estrechas así que debía dolerle cuando él se la metía y Noelia debía morderse los labios para no gritar. Capaz que ni siquiera llegaba a penetrarla y tenía que conformarse con puertear. La guasca abundante y pegajosa debía enchastrarle los muslos y las nalgas a la estrecha Noelia.
Una tarde volvió a golpear su puerta, más por rutina, para molestar a la tía, que pensando en encontrarlo. Fue él quien abrió. Le dio unas palmadas en el hombro, sonriendo, se metió y volvió a salir con la escopeta y una cantimplora. Echaron a andar hacia las afueras.
-Pensé que estarías haciendo novio-, le dijo recién cuando pisaron campo.
-No andamos más.
-¿Por?
-Nos aburrimos. Fue todo una tramoya de las viejas.
-Mejor-, se animó a decir y el primo se encogió de hombros.
Esa vez también se metieron al arroyo y cuando salieron se pusieron los calzoncillos sobre el cuerpo mojado y jugaron a la lucha libre. El primo era más fuerte, pero le daba ventaja. En una toma, quedó de espaldas sobre él, el brazo de su pariente cruzado entre su pecho y su cuello, manteniéndolo inmovilizado. Dio unas pataditas para liberarse, pero lo tenía bien agarrado y ya le faltaba el aire. Se quedó quieto. Por sobre la tela mojada del calzón, justo en la raya, sintió el bulto grande y endurecido. El primo lo soltó enseguida y se vistieron callados.
El verano terminó tan rápido como había empezado y él tuvo que volver a la escuela, los horarios, las pequeñas obligaciones. Al primo el padre lo mandó a Buenos Aires a trabajar en la verdulería de unos amigos. Volvió una o dos veces ese año, pero él recién se enteró cuando ya había vuelto a partir.
Nunca llegó a preguntarle por qué matar una garza traía mala suerte, pero cuando se topaba con alguna la dejaba ir, por las dudas.
En sueños sí llegaba a tirar del gatillo. Siempre era de noche, en un campo plateado por la luna. El corazón le latía muy fuerte mientras se acercaba a la presa caída y cuando se inclinaba sobre el manto de plumas blancas a veces el pájaro tenía el rostro de Noelia y a veces, el del primo.
Selva Almada es una de las voces narrativas más intensas de la literatura argentina actual. Entre sus libros, El viento que arrasa, Ladrilleros, las crónicas que reúne Chicas muertas y El desapego es una manera de querernos, donde apareció por primera vez este relato.