Los tiempos de la espera prometen cosas que casi nunca se cumplen. Un hombre espía un banco desde la ventana de un hotel mugroso y a su alrededor pelean animales hasta que uno de ellos anticipa el destino del hombre. Los malos presagios tienen a veces la piel de un gato.
Volvió conteniendo la respiración. Tenía los brazos en cruz amarrados al elástico de alambre tejido, y el próximo gemido llegaría con el olor a quemado y el dolor eléctrico. Pero algo no cerraba: bajo la cara sentía el perfil de la vieja 45, suavizado por el relleno de la almohada. Algo no encajaba…
Esperó. Esperó con el corazón a mil por hora. Mientras la sangre acudía a sus miembros y los lavaba del sueño. Mientras la luz tartamuda de un cartel de neón dibujaba la pieza de hotel, el armario, la cama de hotel. Mientras se reconocía en el cuerpo sudado; los brazos en cruz sobre sábanas arrugadas.
La cortina de la ventana era una cosa muerta, una blanda pared de tela atravesada por los reflejos del neón; y por ese calor bochornoso que no dormía nunca.
El ruido de latas que caían volvió a sonar, allá afuera, pero supo que el gemido no era humano y se tranquilizó; en parte. En parte porque recordó lo que afirmaba el Tape Olmedo, su viejo compañero de canteras que había quedado en el penal de Sierra Chica: cuando uno sueña que lo torturan, alguien muy cercano está en “la máquina”.
-Cosas de viejas, Popeye – murmuró- tratando de no pensar en el Tape, en Sierra Chica- Cosas de viejas.
Se deslizó fuera de la cama y pegado a la pared entreabrió dos dedos de cortina. Amanecía, el cielo se estaba poniendo gris detrás de la silueta dormida de la estación ferroviaria.
Al pie, dos pisos más abajo de su habitación, la calle se movía despacio. Unos que se iban y otros que llegaban. En el bar de la esquina, el que dejaría el turno noche barría la vereda.
Casi frente al hotel, la sucursal del banco se veía muy quieta, como dormida en esa luz verdosa de pecera sin peces. Por lo de más, todo igual: oscuridad, carteles luminosos y ese relente de mugre y petróleo que iría creciendo con el día y el calor.
El ruido de latas y los maullidos se repitieron afuera y el hombre dejó de lado los cuidados para asomarse de medio cuerpo y agitar un brazo en el aire.
Los gatos detuvieron los zarpazos para mirarlo desafiantes. Estaba demasiado lejos para temerles. Pero la interrupción bastó para que cada gato tomara por su lado, entre los tachos de la basura.
El hombre retrocedió un paso y, apretando la cortina entre los dedos huesudos, se secó el sudor de la cara y el cuerpo, frotando hasta sentir que la piel se le ponía roja.
Cuando bajó la vista vio al guardia del banco. Una figura gris pegada al vidrio, que miraba hacia fuera con gesto aburrido. Tal vez hacia su ventana, porque Popeye dio un paso atrás, quizá demasiado rápido, y bajó las persianas hasta que una escala de finas luces horizontales dejó los espacios justos para ver sin que lo vieran.
-Tranquilo, Popeye… -masculló, con voz acostumbrada a hablar para adentro- no pasa nada.
Al fin de cuentas, el guardia solo había visto a un hombre mal dormido espantando “gatos de mierda”, concluyó para sí; y encendió la luz de la habitación. No tenía por qué mirar el reloj. Habían sido años de despertarse a la misma hora.
Con un par de inspiraciones profundas se tendió boca abajo, las manos en el suelo, los brazos nervudos soportando el peso, y se concentró en lo que llamaba su rezo de cada mañana:
-Arriba… abajo… arriba… abajo…
Una lucha diaria contra la decadencia, que no sabía cuándo había comenzado, y que repetía las viejas palabras como un ensalmo, en cada madrugada carcelaria:
-Nunca… más… nunca… más…
El calor agobiante lo empujó, sudando como un caballo, hacia el baño y el espejo del baño. El corazón se le tranquilizó mientras la espuma de afeitar embardunaba su cara angulosa, en ese espejo de refugio de vendedores anónimos; a dos pasos apurados de un tren hacia cualquier parte.
Muy delgado, prematuramente calvo, con la expresión marcada por años de sol y frío; y con esos antebrazos que merecían pertenecer a otro cuerpo: esos antebrazos que le habían ganado el apodo de “Popeye”.
Se miró a los ojos, para estar seguro de que ese otro del espejo recordaba lo que no debía olvidar: las madrugadas de “afeite” en Sierra Chica, un rato antes de subir a las canteras.
Unos mates, y a cargar aquellos piedrones de granito que le iban a fabricar brazos de historieta, fibra por fibra, año tras año. Se lavó la cara con paladas de agua.
-Pesaban como el infierno… -pensó; y sonrió corto.
Le sonrió a su cara en el espejo, añorando un imposible en ese lugar de paso:
-Que ganas de tomar unos mates, Popeye…
Se consoló pensando que, con un poco de suerte, le quedaba poco en el hotel. Que en un par de días cerraría su primer trabajo serio desde que se acostumbrara otra vez a la calle, y podría tomarse unas vacaciones; y todos lo mates que quisiera.
Se vistió sin prisa, sin darse cuenta de que hablaba solo. Hay cosas de la cárcel que nunca se borran:
-Vamos Popeye… vamos, todavía. Corazón y pases cortos.
La luz diurna rayaba más intensamente la persiana. Apagó la lámpara de la habitación y se aplicó a mirar por las rendijas. La guardia nocturna del banco comenzaba a moverse. Un hombre distinto al que viera un rato antes -uniforme y revólver al cinto- miraba la calle tras los cristales.
El vendedor de diarios esa mañana llegaba desde el otro lado. No tenía rutina. Se detuvo ante la puerta del banco y pasó el periódico por la ranura de la correspondencia. Como un chiste repetido, las monedas del guardia cayeron del buzón a la vereda; y ahí se quedó el pibe de los diarios, agachado sobre las baldosas mientras el vigilante se perdía detrás de los mostradores. Podía imaginar como se divertía con el chiste; y como el diariero se cagaba en su puta madre.
Cuando se alejó el chico, miró el reloj y abrió la libretita. Las primeras páginas llenas a medias de una letra apretada que no dejaba márgenes. Desechó la idea de anotar que un guardia semidormido lo había visto espantar un gato, y registró la hora y el incidente de los diarios.
Se alejó unos pasos de las persianas para encender un cigarrillo, y luego de un par de pitadas volvió a su puesto. Sabía lo que estaba por ver y no se equivocó.
La cortina metálica del garaje del banco comenzó a alzarse justo cuando el auto giraba en la esquina más alejada. Con seguridad, el gerente avisaba de su llegada desde su teléfono móvil. El auto que entraba rápido y tras él, casi rozándole los talones, se bajaba la cortina. Apenas había tiempo, entre un movimiento y otro, para ver el perfil del guardia accionando los controles.
El hombre anotó los movimientos sin mayor convicción. Sólo por hacer las cosas bien. Al fin de cuentas, ya se habían decidido por una vieja rutina: ocupar la casa del gerente y obligarlo a que los llevara con su coche. Para cuando el guardia quisiera reaccionar estaría fuera de juego. El resto llegaría solo: El gerente de rehén, la guardia apretada, y esperar al tesorero para sumar la otra llave del tesoro.
Un rato después, ya con el sol asomado entre las torres de la estación, y convencido de que nada alteraba la rutina, Popeye se permitió tener hambre. Un café con leche, con medias lunas recién horneadas, era todo lo que necesitaba para enfrentar al mundo. Escondió la libreta entre unas camisas en el ropero, encendió un cigarrillo y se ajustó la corbata.
Bajó las escaleras transpirando bajo la chaqueta. La 45 en la cintura, y en la mano el portafolios con los muestrarios de alfombras. Esa carga lo obligaba a gastar gran parte del día dando vueltas por plazas y cines de función continuada, pero justificaba su estadía en el hotel. Cuando hicieran el banco sería un recuerdo para reírse.
El conserje diurno apenas separó los ojos del diario para recibir la llave. En la calle el ruido y el olor a brea aumentaba con la gente. Todos corrían con la derrota tatuada en la cara.
-¿Se lustra, don..?
Popeye bajó la vista y tropezó con los ojos de un lustrabotas que tendría que estar en la escuela. Otro que necesitaría mucha suerte para no estar en la cárcel antes de que le despuntara el bigote.
-¿Se lustra, caballero..? -insistió, adulador o desafiante, el chico.
Nunca iba a saber por qué cedió a la tentación de poner el pie para que le lustraran los zapatos. Si fue porque ya quería sentirse rico, o porque era una forma de limosna menos ofensiva que la limosna. Tampoco tendría importancia.
Desde esa posición, con un pie sobre el cajón y el zapato sometiéndose al cepillo, vio al gatito jugando con un bollo de papel. Los gatos de la noche habían hecho un desparramo en los tarros de basura del hotel, y el gatito jugaba.
Era un animalito gris, con la cola y la trompa blancas de un dibujo animado. Para ese gatito no había en el mundo nada más importante que ese bollo de papel, que simulaba fugas bajo los golpes de sus patas.
El recuerdo de otro gato, alimentado con sobras de guiso, desde la ventana de una celda en Sierra Chica, lo puso raro. Buscó el paquete de cigarrillos y encendió uno; pero antes de guardarlo se lo tendió al chico que lustraba.
-¿Fumás, nene?
-Gracias, -dijo el lustrabotas arrebatando uno antes de que se arrepintiera- Me lo guardo pa’ después…
No quiso preguntarse para quién guardaba el cigarrillo el chico; era su vida. Y volvió a sonreír con el gatito, que ahora compartía su juego con un cachorro torpe, de raza indefinida. Perro y gato tras un juguete de papel que los convocaba en estampidas y gambetas.
Cuando cambiaba el pie sobre el cajón de lustrado, los otros perros aparecieron quien sabe de dónde, para sumarse al juego. Entonces supo que algo malo estaba por pasar.
Cuando los perros se sumaron al juego, sus colas copiaban la alegría del cachorro y el gatito, ladrando detrás de los papeles que corrían. Pero de pronto se hizo el silencio.
Un silencio de voces y movimientos en el que, primero los perros grandes, y luego el gatito, atiesaron las patas y pararon los pelos del lomo. El cachorro fue el que más tardó en aceptar el cambio, y amagó todavía algún movimiento juguetón, antes de retroceder dos pasos con un gemido atragantado.
El gatito intentó una caricatura de fiereza, antes de correr hacia la salvación de los tarros de basura. Pero no tuvo tiempo de nada. Los perros cargaron como una ola, y antes de que pudiera encontrar refugio, era un maullido alto y quebrado entre un gruñir de patas que se atropellaban. La carnicería duró un instante. El tiempo justo entre la indecisión, el grito, y la corrida de Popeye espantando a los perros.
De golpe la jauría se volvió, y con un paso veloz de cola entre las patas, los perros se alejaron del lugar. El cachorro fue otra vez el último en saber qué era lo que tenía que hacer.
Sobre las baldosas gastadas, a mitad de camino hacia el refugio, un despojo daba los últimos estertores junto a los zapatos a medio lustrar de Popeye.
Cuando se quedó definitivamente quieto, el hombre pensó que así eran las cosas: la guadaña llega siempre sin anunciarse; como un ataque por la espalda. Levantó la cosa muerta por la cola, y con un gesto sin peso la arrojó entre la basura del tarro más cercano. Después volvió a poner el pie sobre el cajón de lustrar.
-Terminame la lustrada, pibe. No te quedés mirando boludeces…
Ocupó una mesa al fondo del bar, la espalda contra la pared. La primera medialuna, dulce y casi más caliente que el café, no fue suficiente para superar esa desazón, ese golpe de angustia que mezclaba al gatito gris con la premonición del sueño con torturas.
La mano apretándole el corazón, el aliento de la muerte soplándole en la nuca, lo había atrapado otra vez en el momento en que pagaba la lustrada. Pero no quiso hacerle caso. Cambiar una rutina por una corazonada siempre era para peor. De manera que se obligó a marcar los pasos cotidianos y enfilar hacia el bar de la esquina.
Pero no estaba tranquilo. Una sensación de ser vigilado lo obligó a girar despacio, como sin intención, para encontrarse con un hombre anónimo, con los ojos clavados en un cigarrillo que descargaba su ceniza en la taza vacía.
Después lo vio salir, siempre sin fijarse en él, pero, así y todo, no recuperó la tranquilidad. Por primera vez en días llamó al mozo sin terminar el desayuno, pagó y salió a la calle.
Fue en la vereda, después que se puso los anteojos negros que le daban ventajas para mirar sin ser visto, que alcanzó a ver el movimiento en la ventana de su habitación. Una figura furtiva apartándose de la mucama que corría las cortinas. Eso había terminado con las dudas. Estaban arriba; y arriba, entre las camisas del ropero, iban a encontrar la libretita con el chequeo del banco.
-Algo se jodió… -pensó, poco menos que en voz alta.
Alguien lo había cantado en la “máquina”. Seguramente esa noche misma; porque si no, no hubieran tardado tanto.
Tragó saliva y se contuvo para no correr. Apretando con fuerza la valija de muestras se acercó a la calle y levantó la mano. Respondiendo al gesto un taxi paró junto al cordón; pero no tuvo oportunidad de abrir la puerta.
-¡Paráte, Popeye…! ¡Entregáte que estás rodeado!
Como si hubiera sido una alucinación, el taxi desapareció de golpe dejándolo en descubierta; mirando como los perros azules empezaban a salir de todas partes. El hombre que había visto en el bar llegaba desde la esquina, corriendo con la reglamentaria en la mano.
En ese momento de lucidez quemante, hasta alcanzó a ver cómo algunos transeúntes huían, o se agazapaban en su sitio arrebatados por una curiosidad perversa. También vio que alguien arrastraba al lustrabotas hacia la protección del hotel, y supo que no tenía salida; que era el momento de cumplir ese propósito afirmado día tras día, arriba y abajo, nunca más…
Echó mano a la 45 y en ese segundo eterno descubrió, con curiosidad, que la película de su vida se resumía en una sola escena. La muerte de un gatito gris.
Le hubiera gustado gritar “nunca más preso” y putearlos, pero la voz se le murió en la boca seca y la garganta cerrada. Lo que no impidió que apretara el gatillo, y la 45 alcanzara a disparar una sola vez, y hacia cualquier parte, antes de que lo desgarraran los perros.
En Sierra Chica, el Tape Olmedo levantó la vista del mate con que se preparaba para subir a la cantera. Juraría que había oído un disparo. Pero no podía ser cierto. Afuera las gaviotas chillaban como cada mañana. Su silencio habría confirmado el tiro que había resonado en su cabeza:
-Un amigo a quien le llegó la hora –murmuró para nadie.
Y se decidió por terminar con el poco azúcar que guardaba. Necesita un mate dulce para bajar el mal presentimiento.
Raúl Argemí es periodista y escritor. Entre sus libros, A tumba abierta, El ángel de Ringo Bonavena y La última caravana.
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