Las pesadillas de los chicos tienen algo de intuiciones, es su manera de prever que algo anda mal. Sobre todo cuando el mundo es un alboroto y lo único que vale la pena esperar es un globo rojo.
¿Cuándo vuelve?
La tarde es larga y blanca, no pasa más. Ezequiel está sentado en el piso, frente al balcón; mira hacia afuera: el cielo nublado, la terraza de la casa de enfrente, los edificios de más allá. A veces cruza el cielo un avión, aunque pájaros es lo que más ve: unos que vuelan cortito hasta un árbol, otros que se pierden en lo alto; siempre pasan en bandadas. Y de repente uy, un pájaro chiquito, volando solo, ¿qué hace? murmura como si hablara con alguien. Para las personas grandes es imposible distinguirlos sin hacer un esfuerzo de concentración, de hecho, Ezequiel siempre tiene que avisarles. Él, en cambio, los descubre incluso si están muy lejos, allá por donde empieza el río. Lo hace con facilidad, como si lo natural fuera estar atento a esas señales.
Pero ahora está tan aburrido, y su abuela no lo deja salir al balcón porque hace tanto frío, que está por acostarse sobre la mesa del living como si fuera una tibia colchoneta inflable, porque el aburrimiento se le hace una masa que se estira y se derrite y lo va arrastrando como a un pez en el agua, mudo, con los ojos abiertos; pero antes de entregarse reacciona y le propone:
–¿Y si me pongo una campera?
–No, no –dice ella mientras pasa un plumero por el modular.
–¿Y si me pongo bufanda?
–No, porque después te enfermás, y si te agarra fiebre no podés ir al jardín.
–¿Y gorro? ¿Y guantes? Porfi, porfi, mamá sí me deja…
La abuela no contesta, se va a la cocina, es una persona imbatible. Ezequiel cree que es como un árbol, indestructible cuando le dice que no. Él la sigue y le insiste como quien reza en voz alta el rosario.
–No me hablés, tu mamá ya tendría que estar acá –le reprocha de espaldas, ocupada con los platos en la pileta.
Ezequiel la mira como si la odiara: pañuelo en la cabeza, batón, medias hasta la rodilla y chancletas. Olor feo.
–Mamá ya viene, vas a ver –la desafía.
Se cruza de brazos y se hace un ovillo. Su mamá no va a dejarlo con la abuela para siempre.
–Mala, no voy a jugar más con vos, no te voy a invitar a mi casa.
Vuelve a la sala decidido, se ubica frente al balcón. Apoya la mano en la manija de la puerta, la gira hacia abajo como para abrirla, porque mamá lo dejaría, lo sabe bien, pero de repente se detiene, un instinto de supervivencia lo alerta de la nueva situación.
Mamá se fue a la mañana, después del desayuno. A esa hora ya hacía frío y estaba nublado. Y claro, era pleno junio, despuntaba el invierno. La abuela le dijo:
–¡Pero si hay una multitud allá! A qué vas a ir, decime –silencio–. Siempre igual, hija. No vas a parar hasta que un día te pase algo.
Ezequiel se quedó pensando en la palabra “multitud” y estaba a punto de preguntar qué quería decir –hasta entonces no había nada especial en esa charla–, cuando se dio cuenta de que no era el momento. Su abuela se había cubierto la boca con las manos como quien va a vomitar y no quiere hacerlo. Como decía ella: ¿hablo yo o pasa un carro? Con tu madre, pasa un carro, eso es.
Con ese gesto la abuela se obligaba a callar y a no decir las palabras que se le estaban juntando entre los dientes. Estaba enojada, muy enojada, pero no solo por lo de hoy, también por la impotencia que le provocaba que mamá nunca le hiciera caso, como si hubieran nacido en mundos diferentes, decía ella. Aunque también hacía lo mismo cuando él no le obedecía. Y no era que vivieran en planetas diferentes, pensaba Ezequiel, la abuela era hincha, nada más. Esta coincidencia un poco lo desconcertaba: ¿por qué reaccionaba así? Además, a las mamás no se las reta, no hay que pegarles, no hay que decirles malas palabras.
–No va a pasar nada –le aseguró mamá–. Hoy cambia la historia. ¿Cómo no vamos a ir? Casi veinte años, mamá…
–Fijate que está el nene, por favor…
–Quedate tranquila, vuelvo temprano, ¿no es cierto Eze?
Ezequiel asintió, le creyó. Y se dejó hacer upa y girar cantando esa canción, ese valsecito que a veces le parecía lindo y otras tan triste: Yo te daré… te daré patria hermosa… te daré una cosa… Y mamá giraba y el pelo largo flotaba como una bandera… una cosa que empieza con p… Perón. A las diez de la mañana sonó el portero eléctrico: era Fernando, el novio de mamá. Ella se acercó a Ezequiel, le dio un beso fuerte, le desordenó el pelo y le dejó el olor dulzón del perfume por toda la cara.
–Portate bien –le dijo.
–¿Me vas a traer una sorpresa?
–Bueno, un chupetín.
–Un globo, mejor.
–Bueno.
–Rojo.
–Bueno. Me tengo que ir.
–O mejor un chupetín y un globo.
Pero mamá ya estaba caminando por el pasillo: pantalones anchos de jean, gamulán con piel de corderito y cartera cruzada en bandolera. Caminaba con entusiasmo, como si fuera a una fiesta, a un festival en un parque. Justo antes de doblar a la izquierda y desaparecer, lo saludó con la mano. Ezequiel respondió y se quedó esperando hasta que escuchó el chirrido de la puerta metálica del ascensor. Rojo. Un globo rojo, le repitió.
En algún momento de la mañana la abuela prende el televisor y él ve el programa del Capitán Piluso, después Los tres chiflados, y golpe va, golpe viene, tortas por el aire, pero hoy no está Curly en el programa, a él le gusta cuando se arrastra por el piso como una rueda, como un perro que se quiere morder la cola. Al rato aparece su abuela y apaga la tele: hora de almorzar. Los grandes hablan así: como alguien que cae del cielo; irrumpen como un trueno y cambian las reglas sin importarles nada. Es más, esperan reacciones inmediatas y si no, insisten.
La mesa está preparada en la cocina y Ezequiel va a regañadientes, sabe que su abuela no admite demoras. Come con desgano y se le caen al piso el tenedor y la servilleta. Mira a su abuela con recelo, midiendo a ver si lo va a retar, pero ella esta vez levanta todo sin decirle nada.
Ay, esta espalda, se queja cuando se inclina. Ezequiel la mira, hilvanando ideas sobre el mundo de los abuelos, extrañado de que no sepan hacer cosas tan fáciles como agacharse y saltar como un resorte; son grandes y altos, pero pesados como elefantes. Eso es muy confuso y le da un poco de pena. Entonces le dice:
–Yo te voy a hacer una máquina grande, bien grande como una heladera, así vos entrás y te acostás y te quedás un rato quieta muy quieta, congelada, para que no te duela la espalda. Yo la hago con mis herramientas, ¿ves?
Las manos de Ezequiel se agitan en el aire frente al prototipo de la máquina.
–Así. Listo. De verdad, de verdad, no te va a doler.
La abuela se le acerca, le da un beso en la mejilla y agrega:
–Ahora, comé.
Ezequiel come la milanesa en silencio.
–Toda la milanesa voy a comer –promete.
Ese día la abuela no duerme la siesta y, milagrosamente, no le insiste a Ezequiel para que duerma. Le da la caja donde guardan los ladrillitos rasti para que juegue.
–Voy a hacer una nave espacial y un robot tirafuego –le anuncia.
Los dos están en el living. La abuela está sentada en el sofá, tejiendo un chaleco para él, le ha dicho, para que lo lleve al jardín. Ezequiel está cerca de ella, sentado en el piso, rodeado de bloques rojos, azules y amarillos. Los combina sobre una superficie rectangular, plana, y a partir de ahí los apila hacia arriba, arma pisos y niveles, con profusión pero sin simetría: cabinas, torres, un puente en lo más alto, una palanca; también tiene extensiones, como brazos o patas. La sostiene en el aire.
–Mirá la nave, es muy grande y está en el espacio.
–¿Con los astronautas?
–No, abuela, te confundiste, los astronautas usan cohetes. Esto es una nave espacial, ¿ves?
–¿Y el robot tirafuego?
–Esperá, esperá, todavía no terminé.
Parece un domingo por el silencio, pero es un miércoles feriado: Día de la Bandera, dijeron en el jardín. Las calles están muertas. No hay autos, no hay personas caminando. Solo un colectivo, cada tanto, acelera cuando cruza Garay y pasa con ímpetu por la esquina de la casa. Y de repente ocurre: un estallido sordo. Una bomba los sacude. Ezequiel levanta la mirada hacia su abuela, asustado.
–¿Qué fue?
–Nada.
La abuela se queda escuchando. No hay sirenas. Vuelve el silencio.
–No fue nada –confirma– sería una bomba de estruendo.
–¿Una bomba?
Ezequiel duda: una bomba siempre era algo, un golpe, tirarse a la pileta hecho un ovillo, darle a los bombos, el final de la canción que cantaba mamá.
–Una bomba que hace ruido, nada más –aclara la abuela.
–¿Y no explota?
–Sí, pero como los globos.
–Los globos son chiquitos, no es igual. Te equivocaste, abuela.
–Esto es como un globo grande.
–Nooooooo –reafirma Ezequiel–, no es igual.
–Como los otros globos, los brillantes, ¿cómo se llaman? los de gas, de helio.
–Esos globos no me gustan –dice y corta la conversación.
Ezequiel va hasta el balcón. Helio. No entiende. Imagina algo duro, compacto, porque esos globos no se desinflan nunca, se van volando hacia el cielo o revientan, pero no se desinflan. En el zoológico los vio por primera vez. Su tío Raúl le compró uno y le recomendó quichicientas veces que no lo soltara, que no lo soltara. Y él estaba muy atento pero a otro chico se le reventó un globo y sonó tan fuerte que él soltó el suyo y vio cómo se iba al cielo para siempre. No le gustan esos globos, son traicioneros. Le dan miedo.
–No te acerques al ventanal, Ezequiel. Vení. Vení, te digo.
–¿Cuándo vuelve mamá?
–Falta todavía.
–¿Pero cuánto?
–Falta, un rato.
–Pero, ¡cuánto! Decime.
–¿No querés dormir?
–No.
Ezequiel agita los puños y le da una patada a la nave espacial. La nave choca contra el modular y se desarma, los rastis vuelan por todo el living y esta vez la abuela no le dice nada. Ezequiel aprovecha y camina hacia su puesto junto al balcón. Se cruza de brazos. Mala, dice. Mira hacia afuera primero enojado, un rato después, aburrido. El cielo. Unos pájaros que pasan. En la terraza de la casa de enfrente el perro está tendido en el piso. Es un perro grande, peludo, castaño. Usualmente va y viene de una punta a la otra, y cuando Ezequiel sale al balcón le ladra bien clarito, siempre están pendientes el uno del otro. Pero ahora está tendido. ¿Duerme? No, cuando los perros duermen cierran los ojos, piensa Ezequiel. El perro tiene los ojos abiertos pero está quieto, echado sobre las baldosas. No duerme, está aburrido y solo, como él.
A Ezequiel le gusta salir, ir a la plaza, pasear por el barrio, mirar a la gente. Por eso el balcón es su lugar preferido de la casa. Desde allí puede ver, inventar, jugar. Pero a veces el ventanal puede convertirse en una gelatina transparente, y aunque entonces todo parezca igual, ya es un mundo diferente. Cuando se acuerda de la pesadilla que tuvo un día (mamá después le explicó que ese sueño tan feo había sido porque estaba enfermo y tenía mucha fiebre), se va a otro lado de la casa, a la cocina, al cuarto de mamá. Porque una vez soñó con el lobo feroz: grande, peludo, con una nariz enorme y puntiaguda. Esa vez el lobo no estaba en el bosque –como correspondía–; en su sueño venía colgado de la cola de un avión. Y no flameaba como una bandera. No. Eso era raro. Venía parado, agarrado de la cola, mirando hacia los departamentos. Ezequiel estaba allí, de pie, en pijama, con su osito en la mano, como si recién se hubiera despertado, sorprendido porque ¿qué hacía un lobo en un avión? Y de repente el lobo saltaba. Y mientras el lobo saltaba, era un salto largo porque el avión estaba tan lejos, Ezequiel aprovechaba y se escondía en el rincón, porque si el lobo no veía ningún chico en la ventana quizás se iba a otra casa. Pero de todas maneras el lobo llegaba a su balcón. Y metía los dedos en el borde de la puerta para empujarla, pero eran dedos gordos y no cabían. Apoyaba la nariz contra el ventanal y miraba hacia el interior de la casa. ¿Y si el vidrio ahora se convertía en gelatina? Era de día y se veía todo perfectamente, el lobo apoya la nariz, la nariz estira el vidrio de a poco, trata de entrar, empuja, pero no lo logra.
Ezequiel veía todo de refilón, escondido en el rincón al lado de la puerta, muy cerca, es cierto, pero enrollado en la cortina, oculto. Y aunque el lobo no lo había visto, él tenía mucho miedo porque la cortina era de encaje y un poco transparente y entonces en cualquier momento lo podía descubrir. ¿Y si las garras lograban destrozar el vidrio gelatinoso? También existía esa posibilidad, aunque por ahora el lobo estaba atrapado en la sustancia pegajosa. Ezequiel estaba en guardia. Mudo, no porque no tuviera voz, sino porque el lobo podía escucharlo. Quieto, quietísimo, congelado, hasta que de repente veía los ojos enormes del lobo, dos botones de metal perforados que lo enfrentaban, y entonces Ezequiel gritaba y se empezaba a mojar todo, se lo llevaba un río. Ahí fue que su mamá lo despertó y le dijo qué te pasa Ezequiel que estás llorando, ¿te hiciste pis?, ¿tuviste una pesadilla? Ya está, ya terminó. Quedate tranquilo, mamá está acá.
Y lo abrazaba un buen rato hasta que él volvía a dormirse.
El ring del teléfono los sacude de la modorra. Voy yo, voy yo, dice Ezequiel, pero la abuela lo frena con el brazo y atiende ella. Portate bien, le advierte, no me pongas los nervios de punta. Ezequiel patea el piso con bronca y vuelve a su puesto, frente al balcón. Desde allí escucha:
–No, no tengo la televisión prendida. ¿Por qué? Ay, Dios mío. Y yo que le dije. No, el nene está acá. ¿Y la Eli, fue? También, qué locura. ¿Y la Luci, con vos? Bueno, menos mal. Llamame, sí. Yo también. Mejor, por si quieren comunicarse. Chau.
La abuela va hacia la cocina. Piensa en la conversación con su cuñada. Prende la radio; estruja la rejilla y friega la mesada mientras escucha. La voz metálica de siempre del locutor de radio Colonia, como si hablara encerrado en un baño o desde una cabina espacial. No le cuajan las noticias. Parecen algo irreal, como el hombre en la Luna, otra dimensión, un invento, una pesadilla. Algo que no puede ser y que sin embargo es.
Ezequiel se asoma y la enfrenta:
–Estoy aburrido.
La abuela lo mira como si lo viera por primera vez, en el medio de una revelación. Parado bajo el marco de la puerta, la cara seria, los bracitos a los lados del cuerpo, inexpresivos, conteniendo el enojo, con su osito de peluche colgando de la mano. Él mismo un poco osito de peluche. Como todos los chicos, se dice la abuela buscando consuelo. Pero esta vez no funciona y se ablanda como si una lluvia hubiera empezado a caerle encima.
–¿Y qué querés hacer? ¿Querés pintar?
–Síiiii –festeja Ezequiel. Salta con exagerada alegría, sacude los brazos, corre por el pasillo desde el dormitorio hasta el living, golpea contra las paredes una botella de plástico, frenético, fuera de sí.
–Y no voy a manchar nada nada. Vas a ver, te lo prometo.
Usualmente la abuela no lo deja pintar, pero hoy cubre la mesa ratona con un mantel de plástico, prepara las témperas, el vaso con agua, agarra un delantal del año pasado y se acerca para ponérselo.
Ezequiel la frena:
–Yo puedo solo.
Agarra el delantal, se concentra en los botones. Después acerca su banquito y dice con el dedo en alto:
–Voy a dibujar… a vos.
Y dibuja una cabeza ovalada y unas patas y unas manos grandes, en el centro el pulóver y un globo como de historieta que sale de la cabeza –que es su pensamiento, le explica– y adentro del globo una mujer que también tiene un globo en la cabeza pero que sale hacia arriba –es mamá, aclara– y ahí adentro está él y su osito de peluche. Todo pintado con muchos colores.
Después de la merienda el tiempo se acelera. La abuela prepara la bañadera, la llena de agua. Lo zambulle a Ezequiel aunque esta vez él no tiene ganas de bañarse. Sin embargo, en el agua se olvida y juega tranquilo. Cuando sale del baño ya es de noche.
–¡No quiero que se haga de noche! –protesta.
La abuela le pasa el toallón por el cuerpo.
–Ay, el pelo.
–Está todo enredado. No protestés.
–Duele –dice Ezequiel, y a la vez se deja zarandear un poco. Se apoya contra la abuela, la abraza.
–Ahora vas a comer y después a dormir.
–¿Y mamá? ¿Cuándo llega?
–Ya falta poco.
–No, yo no voy a dormir.
–Mañana hay que ir al jardín y hay que dormirse temprano.
–No, no quiero.
–Mamá te va a dar un beso cuando llegue, ¿sí?
–¿Y el globo?
–También.
Mientras Ezequiel cena, llega Jacobo, el vecino. Ezequiel se asoma en pijama como un relámpago y antes de que lo vean, vuelve a la cocina. Jacobo está de pie, en el centro del living, frente a la abuela. Hablan en voz baja, rápido, entrecortado. Miran la televisión solo por un rato. Llevan heridos al hospital Argerich. Acá nomás, murmuran. Hay cientos de detenidos. La abuela aprovecha para llamar por teléfono a su cuñada. No hay novedades ahí. Habrá que esperar. Hay que esperar. Se escuchan algunas sirenas. Salen al balcón la abuela y Jacobo. Ezequiel logra colarse entre ellos. Pasa un camión con gente gritando la canción que canta mamá, muy fuerte, con bombos, enojados, piensa Ezequiel. Hace mucho frío. La abuela le dice, entrá que te vas a enfermar, pero él quiere verlos pasar, quizás cantan para sacarse el frío. ¿Mamá estará con ellos? Después pasa otro camión y más sirenas, aunque no se ve ninguna ambulancia. Entrá que hace frío hijito, le dice la abuela. ¿Y si mamá no vuelve? Va a volver. ¿Pero y si no? Imposible. Ezequiel se sacude por dentro, como un perrito mojado, y se saca esas palabras de la cabeza. Obedece. Accede a lavarse los dientes, hace pis, se va a la cama. Ya en el dormitorio, le pide a la abuela que le lea un cuento. Ella dice que hoy no, que Jacobo está en el living, que va a prepararle un cafecito. A Ezequiel le gusta que Jacobo se quede un rato, así hay más ruido en la casa. Además la abuela no lee bien. Entonces, cuando ella sale –él le pide que deje la puerta abierta– elige un cuento de su biblioteca. Hoy le toca Simbad. Se mete en la cama con su oso de peluche, abre el libro y empieza a contarle la historia como hace su mamá con él todas las noches. Cuenta todo de memoria, sin olvidar ninguna palabra, sin cambiar nada de la versión original (mamá a veces se confunde): da vuelta las páginas y le habla de las ballenas y los gigantes y de esa alfombra voladora que lo salva de todos los peligros y lo lleva hacia nuevas aventuras. Después, sin darse cuenta, y aunque tiene miedo de soñar una pesadilla, se duerme.
Pia Bouzas es docente y escritora. Entre sus libros, La acrobacia del pez, Extranjeras y Un largo río, donde aparece el cuento que publicamos.