Hombre de memoria memorable, el Vasco Eliseo Orduna, ganador de mil torneos. Hasta que llegó el preciso día de la visita, a la tumba de la ahijada, Merceditas. Nadie se apareció en el camposanto.

Un caso que yo quisiera recordar en esta rueda, si me permiten, es el del Vasco Eliseo Orduna, también conocido como el Memorioso. El apodo le venía por su capacidad para recordar casi todo. Podían ser los cumpleaños de los del pueblo, las fechas de las batallas de la Independencia, porque le gustaba la historia; el nombre de los intendentes de los partidos de la provincia desde el cincuenta para acá o la cantidad de cabezas de ganado que anualmente habíamos mandado a Liniers. Todo quedaba registrado en esa cabeza cubierta por la boina que apenas dejaba ver los ojos medio achinados del vasco, que era tano por parte de madre.

Cómo sería de bueno para los números y los nombres que más de una vez se hizo unos mangos a costa de improvisados, si me permiten, porque sólo eran eso, que venían a desafiarlo de otros pueblos; generalmente en ocasión del 9 de julio o el 25 de mayo. Sabedor por los rumores o por un buen amigo de que alguien podía venir a desafiarlo, entre las carreras cuadreras o después de la sortija, el Vasco se sentaba debajo de la enramada con un vaso de vino patero que él mismo hacía, a esperar la llegada del competidor, como distraído, ajeno a todo. Si el enfrentamiento se concretaba, se nombraba un juez que era el que hacía las preguntas, la gente apostaba y los contendientes respondían en forma alternada. Y generalmente ya en la tercera o cuarta tanda de respuestas el adversario del Vasco o no sabía a qué correspondía una fecha o se quedaba sin el nombre del fundador de tal o cual pueblo o ignoraba cuántos habitantes tenía según el último censo.

Un 11 de junio Orduna y su mujer tuvieron que ir al cementerio, porque se cumplía el primer aniversario de la muerte de su ahijada, Merceditas, fallecida tempranamente de una meningitis. Llegaron con las flores que traía ella y se sorprendieron al no ver a los padres de la niña. Pensaron que se habrían retrasado y la señora se puso a arreglar las flores sobre la tumba mientras esperaban. Pasada la media hora y muy preocupados decidieron ir a la casa del Julián y la Betina a ver qué les había sucedido. Grande fue el desconcierto de los padres al enterarse que venían del cementerio porque para ellos el aniversario era al día siguiente. Y de la sorpresa pasaron al enojo porque el Vasco insistía: “es hoy”. El Memorioso nunca hacía alusión a su fama, a sus antecedentes, pero cuando se planteaba una situación de duda en cuanto a un nombre, un número o una fecha, tiraba su versión con la contundencia con que un juez dicta una sentencia, y daba por cerrado el tema. Para cuando el Julián ya lo estaba mirando refiero al Vasco, la Betina lo paró en seco para que no perdiera la cabeza y ahí mismo les preguntó a Ordu-

na y señora si habían visto la fecha en la lápida. Por un instante el Vasco titubeó y tuvo que admitir, igual que ella, que no se les había ocurrido. Muy alterada, pero dueña de la situación, la Betina le indicó a su marido que se quedara con el crío, el hijo que les que-

daba, que ella iría a aclarar la cosa al cementerio.

Los tres caminaron en silencio las pocas cuadras que tenían por delante. Con la boina respetuosamente entre las manos el Vasco leyó en la tumba la fecha mil veces maldita: 12 de junio. Si me permiten, porque todo esto me lo contó la madre misma de la criatura, a diferencia de otros casos que se han contado acá; el hombre con los ojos medio turbios miró a la Betina y le dijo que tenía que haber algún error, que ella sabía cuánto la había querido a la gurisa. Intuitiva como toda mujer, la madre venía sintiendo una sensación de vacío en la panza desde que le dio de comer a las gallinas temprano, a la mañana. Creyó que era porque se acercaba ese día o tal vez porque ya revivía la fiebre súbita imposible de domar, el velorio rápido en la madrugada, lo increíble del entierro de una criatura de cinco años… Mientras se sonaba los mocos dirigió al Vasco un pedido de ayuda, como si todavía pudiera rescatar a su hija de la muerte, y le preguntó que más se podía hacer. Y enseguida ella misma se contestó: “el Registro Civil, vamos al Registro Civil”. La Betina había hecho ese trámite tan odioso porque el Julián había tenido que ayudar en la parición de una vaca. Aliviado, el Vasco tuvo que aceptar que si la fecha de la tumba y la del registro coincidían, no había posibilidad de confusión.

Esta nueva caminata fue aún más silenciosa que la anterior y casi un trote. Los corazones se detuvieron hasta que la empleada de rodete severo y canoso dio la fecha: 11 de junio, la que decía el Vasco. Se abrazaron llorando y partieron en busca del padre para ir al cementerio. Ya le aclararía la madre los puntos al Julián que era un abombado y no había notado el error del marmolero, que había errado por un día. Tantos meses yendo a visitar la tumba hicieron que la Betina tomara por buena la fecha allí indicada.

Más recientemente, Orduna tuvo que hacer un viaje por la ruta ocho, cerca de Laboulaye. Cuenta que iba manejando tranquilo, con tiempo. Saliendo de una curva vio que una gran humareda ocultaba el pavimento. Comenzó a frenar ya en medio de la nube y no pudo evitar ese coche negro que se le venía encima. Un ruido tremebundo más un impacto que echó su cuerpo para atrás fue lo último que oyó.

Al despertarse pensó por largo rato que estaba muerto en el paraíso. De hecho, los que trataban de abrir la puerta para sacarlo no podían creer que estuviera vivo. Salió entero, su viejo Ford Falcon había soportado la embestida preservando completamente a su conductor. El que chocó con él no había tenido esa suerte, al igual que dos más que participaron del choque múltiple y también fallecieron. Hubo más de diez heridos.

Durante mucho tiempo El Vasco soñaba con el coche negro que se le abalanzaba en-

cima sin que pudiera evitarlo. Se despertaba gritando “cuidado”, bañado en sudor.

Un año y medio después lo llamaron para ir a declarar. Había mucha expectativa en la zona porque con muertos y heridos de por medio las compañías de seguro trataban de esquivarle el bulto a su responsabilidad. Yo lo llevé porque él ya no quería saber nada de manejar el auto.

El juez le pidió que contara qué es lo que había pasado ese día. El Vasco empezó con que “había una gran humareda en la ruta y de pronto un coche negro apareció como de la nada…”. El juez lo corrigió: “Blanco, Orduna, el coche era blanco”. El Memorioso sonrió casi canchero, sorprendido por esa interrupción pero confiado, y repitió: “Negro señor juez, era negro”. El juez, suave pero firme le dijo: “Sr Orduna, estamos aquí para que nos aclare los hechos, no para que los confunda”, al tiempo que le mostraba una foto del expediente en que aparecía su Ford Falcon metido casi dentro de otro vehículo, de color blanco, un Renault 19. El Vasco, si me permiten, se puso más blanco que  ratón de panadería.

Quiero terminar con este caso sin entrar en detalles de lo leguleyo. En el viaje de vuelta el Memorioso iba como alelado, con la vista clavada hacia la ruta que teníamos por delante. No pude sacarle ninguna palabra. Solamente me preguntaba: “¿El coche era blanco?”. Y de ahí no salía.

Al llegar a su casa se llevó unas pilchas que tiró debajo de su caballo y se acostó a dormir. Al despertarse se quedó bajo la panza de su alazán porque según él era el único que no le mentía. Desde hace meses su mujer le lleva regularmente la comida. Al cuete le pide que no siga así.

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