Se puede decir que el silencio tiene una densidad física que suele pesar más que las palabras. Un hombre que se mueve en el límite entre lo que se escucha y lo que se adivina, pero no abjura del lenguaje. (Foto: Alberto Pocej)

La hiena mente, ese espejo interno en el que Sordo se ve demasiado tarde, cuando ya se hace bambú hasta casi tocar pecho con mesa en el intento de pescar a alguien que habla bajo. Doble fracaso: pose patética y seguir la danza silente de los labios sin dar con el sentido.

Al otro lado de la red, allá a lo lejos, Sordo burgués divisa al profesor balancear gestos que escoltan palabras corrigiendo un movimiento, quizás, o un golpe errático, tornando aquella visión una película hecha al revés, muda antes de nacer: nunca hablará para Sordo ni lo hará golpear mejor. Pero salvo alguna que otra vez, donde el traspié ha sido humillante, al punto de interesarle el comentario y hacerse repetir lo dicho, que seguramente quedará tan en incógnita como la primera vez, la mayoría de sus frases serán respondidas con un gesto de asimilación, cabeza sorda asintiendo como si hubiera escuchado algo.

La sombra del sonido se vuelve espumarajo, lejos de la comprensión, en el vestuario, donde reverbera hasta la propia imagen, en la que Sordo casi se perdona el gesto interesado, ceja en alto, como si pudiera entender más que alguna pizca suelta de lo que se ha dicho, dice e irá a decir en los próximos minutos, larga paciencia para sacarse de encima el afán de estar completamente en un lugar.

Las palabras, desde ciertas fauces, se fuman a sí mismas en otras, los sonidos que las traman y que, al oído flaco, las vuelven una o la siguiente (o la contigua o la opuesta o la que debió ser o la inoportuna o la sin ton ni son) arrean pena que se esconde en los hombros sacudidos a risa (de Sordo mismo -y de los demás- cuando hay confianza).

Hay un aliado en ese objeto plástico que al faltar o apagarse (sin Sordo darse cuenta) promueve la pequeñísima catástrofe de algodonar el mundo hasta hacerlo invisible a los sonidos. Al enterarse, en cambio, Sordo procede a insultar y enseguida a celebrar la falta, vuelvo a lo natural, mejor, a mi esencial ignorancia y distracción, se dice a sí mismo, y consuela en uvas verdes, para lo que hay que oír: esa mínima frase retumba en el pozo de la obstinación, donde esconder la escucha se hace ley.

El destino del sordo es más sordera, se oye decir mudo. Sin embargo, los años pasan y no cambia: acaso al principio hubo herida de la que nadie se enteró. ¿Aquelarre o The Who dentro de los Boss a volumen estelar de pubertad?

La novela del sordo ya está escrita, no importa por quién, cómo se llama. Aquí donde ubica su panal pensante, nuestro Sordo es único y es el sordo de todos, el que todos temen ser, el que en secreto son, el que serán, el que han sido y seguirán siendo hasta en sueños. La sordera se revuelve, humus donde germina la agonía del silencio, hasta terminarla y fabricar su huella. No hay novela, hay este susurro flemático y ausente.

En cualquier bar que no esté vacío, las frases ajenas que se esperan serán una masticación de la impotencia, ciertas gargantas se volverán mudas y sus labios apenas intentos dicentes en los ojos de Sordo, como libros de tapas fabulosas que al abrirse están en blanco o mejor: tachados.

Los hijos de Sordo se fastidian, se alegran, llenan su bolsa de frases filosas y gritos algo enfundados entre indignación, sorna y la resignada noche de lo comunicable a medias, o en hilachas hondas. Son los únicos seres que se burlan abiertamente de la víctima que atiende como puede las rayaduras del ambiente, el canto imaginario de aves muertas, la pérdida luminosa y para siempre de algo que es imagen y es un lujoso espejo que refleja atrás, al tiempo oyente.

Su hijo imita con exactitud, gracias a su chispa y a su voz cercana en tono y modulación, el cómo con que Sordo aborda a cualquier hablante para que repita esa frase recién dicha y que seguramente le ha generado tanta incertidumbre. No es un qué, un de nuevo, un no escuché: es un cómo, algo que, para quien no lo conoce, no habla de su sordera, sino que es una pantalla que indica apenas cierto significado perdido. Es cómica esa imitación, apunta en broma, justamente, no a la sordera del padre sino a su modo de mostrarla con la lengua, de exhibir la distancia imposible con el entendimiento en la primera tentativa de una charla, de la pobreza con que se incorpora el lenguaje ajeno hasta llevarlo a pasta indistinguible, sin disimulo.

A la fuerza se impone el intimismo, ya no hay grandes grupos ni gritos rebotando del vidrio a la pared, ahí se naufraga, la tabla será una mirada, el agotamiento de aquel otro que, por alguna causa, precisa hacer un uno a uno que igual está lleno de errores pero lo deja adentro. El agradecimiento de Sordo se traduce en malos chistes.

El susurro sensual, envuelto de sutileza en pleno coito, pierde su hegemonía y se vuelve trasto ahogado en hilos de voz cuando hay otros habitantes en la casa, o un grito concreto que salta de la cama a ritmo herido cuando están ellos dos solos. Sordo entonces interrumpe para buscar audífonos en la mesita y así se hace decir lo mismo o lo nuevo, qué más da, con los restos de una frescura que intenta rebrotar en la risa de ella, lluvia que no pega burlona sino que hurga en nervaduras de fusión.

 

Villa Crespo, noviembre de 2018

 

Eduardo Rubinschik es escritor. Entre sus libros, Lisboé o las partes del agua, La suma del olvido y La entereza.