Vivir también puede ser un vicio, aunque coqueteemos con la muerte. Una mujer entre la pobreza, los jazmines y un poema en dos idiomas.
Que a muchos, a muchas, nos gusten los jazmines es cosa conocida. Sin embargo ,le regalé jazmines a la vecina de andén y una de sus hijas dijo: “qué olor asqueroso”. Desde aquel día esa nena me cae horrible, de tanto hacer como que no la veo, no la veo. El clima con los vecinos quedó tenso, ni frío ni calor, nunca.
Te decía, intentaba no fumar, no queda otra, a veces, que adherirse a las modas. Mucha gente había dejado de fumar y encontrar colillas se estaba volviendo difícil. Me enteré de un curso gratuito y me anoté. Tuvimos que escribir por qué dejaríamos de fumar. Pensé, pensé, es decir di vueltas de un lado a otro de la vereda, bajé y subí las escaleras del subte montones de veces y no encontraba un motivo completamente válido. Hasta que encontré dos. Pero el que me pareció de verdadera importancia fue, y así lo dije en el curso: sería capaz de delatar por ausencia de colillas.
Creo que no captaron ni el médico ni los compañeros del curso la seriedad de mi frase porque se rieron como si hubiera contado, yo, un buen chiste. Me gustó que rieran. Cuando contaba un chiste no obtenía la risa de los demás pero la cuestión es que había llegado la época de los jazmines. Miraba los ramos, los olía –sin olvidar la frase de la vecinita –y después, despacio –sin que me vieran- sacaba un pedazo de pétalo y lo mascaba como a un chicle, lo tragaba como a un caramelo. Me entretenía de tal manera que me olvidaba de fumar. Sin embargo –era diciembre– y, eso pensé al comienzo, el calor, el intenso calor, comenzó a envolverme en una especie de sueño, de sopor, de bruma. Me dormía.
Le conté a una amiga:
-Me duermo en cualquier parte.
-¿Te parece que estás deprimida?
-No sé, ¿vos creés que estoy?
-Me preocupa, así empezaron los otros, las otras.
-¿Y?
-Se suicidaron.
Me imaginé una inmensa mesa. No, mejor un inmenso banco de plaza, sí, una especie de banco mundial donde los agotados, agobiados de guerras, secretos, despechos, sin techos, lastimaduras incurables, se quedaban quietos, sentados hasta el suicidio.
-Pero yo no pensé en suicidarme, sólo quiero dormir.
-¿Hacés algunas cosas raras? ¿Distintas?
No quise decirle que comía pétalos de jazmines.
-Creo que no.
-¿Soñás?
-Casi no, pero el otro día me desperté contando las sílabas de las palabras hambre, hueso, huevo, mientras me reía porque la letra hache me hacía cosquillas.
-Me suena grave. Yo que vos llamo al número de ayuda al suicida.
Y ahí nomás me dio un número de teléfono.
Tener un número gratuito, un número para llamar sin preocuparse de los pulsos, es realmente uno de los tantos regalos del sistema. Esa palabra –sistema- me gustaba y trataba de usarla en cuanta ocasión fuera posible. Ni bien estuve sola, busqué un teléfono público y marqué el 0, el 800 y los que seguían. Esperé. Una voz dijo: no recuerdo si “hola” o “buenas tardes”. No le di tiempo a preguntar algo porque dije mi frase reiterada tantas veces este último tiempo, quiero dormir.
Desde el otro lado quien escuchaba supuso que mis dos palabras hacían un desvío, creyó que yo hablaba del sueño eterno.
-¿Cómo te dormirías? –preguntó, neutro, serio.
No era muy cómodo hablar desde este teléfono ahora que había comenzado a llover.
-¿Creés que me dejarán hablar desde un locutorio?
-Claro. Decí que llamás a ayuda al suicida.
Pero no llamé. Me fui encontrando con un montón de conocidos que, como yo, querían protegerse de tanta lluvia.
Llamé al día siguiente. No era la misma voz, entonces corté.
Durante días, en distintas horas, probaba en ese número gratuito hasta que reapareció la voz.
-Soy yo –dije- la que quiere dormir.
-No sos la única.
Nos causó gracia. De todos modos. él recuperó su tono neutro/serio e insistió:
-¿Cómo te dormirías? –recalcó el “te”.
Él seguía creyendo que era yo la que causaría la acción del dormir. Le quise dar el gusto.
-Así-dije. Y ya cerraba mis ojos.
-Esperá, no lo hagas. Llamás para hablar, no para dormirte.
¿Tendría razón? ¿Buscaba esa voz para hablar o para que escuchara mi sueño?
Bajé los ojos y en el espacio del locutorio, en ese pequeñito espacio donde se prohibía fumar, encontré medio cigarrillo. Lo escondí debajo de mi pie.
El silencio se hizo largo.
-¿Estás ahí?
¿Por qué habremos dicho la frase juntos? Yo estaba en este espacio sin jazmines. ¿Habría paisaje en el lugar del ayuda?
-¿Hay ventanas donde trabajás?-
-Sí, se ve un trozo de cielo. Parece que no hay nubes.
Me dio tristeza que alguien estuviera así, solo, viendo durante horas una parte de cielo sin ninguna certeza de lluvia o de sol. Era lógico que el Ayuda también quisiera dormir.
Tenía que inventarle un paisaje.
-Desde aquí se ve un árbol muy verde, si se sigue con la mirada muy lejos se alcanza a un jacarandá todo violeta. Había un pájaro, una calandria, creo. Cantó durante días sobre el árbol verde, un fresno, hasta que otro pájaro se le acercó. Hicieron su juego amoroso. Y el que cantaba, dejó de cantar. Silencioso se quedaba allí como esperando, y el otro pájaro llegaba, las alas de los dos en despliegue. Aunque desde esa lluvia grande se fueron del árbol. Se fueron así, sin avisar.
En ese momento me di cuenta de que había empezado con las mejores intenciones, inventarle al Ayuda un paisaje de película y ahora le estaba contando algo triste. Pero él no se amedrentó.
-Los pájaros no hablan –dijo.
-Claro, pero podrían haberme avisado de alguna forma. Algún ruido, algún movimiento para mí.
-No sabían que vos los mirabas.
Su razonamiento me estaba irritando. El del locutorio me miraba, abusivo, usar una cabina en forma gratuita.
-Tengo que irme-dije.
-Entonces, hasta mañana.
La voz neutra/seria me seguía como el sopor. Me había olvidado el medio cigarrillo en el locutorio. No me animaba a volver. Decidí no buscar colillas por un rato. Fui hasta lo de Silvia, tal vez tendría algo para comer. En ese camino de umbral en umbral, una risa grande me nació, me gustó escucharme reír. Hubiese querido llamar al Ayuda para darle un poco de ese sonido. Pero prefería demorarme, tener algo para extrañar. Y tal vez él había comenzado a extrañarme.
Me dio risa pensar que no nos moriríamos de exceso de humo. De unos cuantos dirían: muertos de hambre. No, nadie diría nada. No se hablaría, no hablarían. Sin despedidas, como los pájaros.
Se me ocurrió entrar al McDonalds. Era el baño que quedaba más cerca del lugar de Silvia. Ahí nos podíamos refrescar, estar tranquilas. No había ese horrible cartel “baño para uso exclusivo de los clientes”. Pero, las personas que entran a un bar y toman un café, ¿son clientes?, ¿acaso no son -por un rato- habitantes de ese lugar? Conversan, leen, escriben en servilletitas de papel, miran por las ventanas, algunos hasta llevan un ramo de jazmines.
En el recorrido por el McDonalds hasta el baño, encontré un globo suelto, perdido. Busqué al dueño del globo. Nadie parecía buscarlo. Lo fui llevando con el pie.
Estaba Silvia. Y estaba la rumana con su hijo. El globo resultó perfecto. La rumana usaba unos vestidos preciosos que había traído de allá, a veces nos prestaba su ropa y vestíamos de lo mejor. Sabíamos poco de ella. Fue maestra en su país. No nos contaba nada más. A veces nos leía poemas, los leía primero en rumano. Para que escuchen la música, decía. Después, con una tonada especial, cambiaba el idioma. Yo tenía mi preferido, me lo había aprendido de memoria: “El sueño y el despertar” de Nichita Stanescu. Al día siguiente se lo dije al ayuda:
-Nos hemos confesado uno frente al otro/el más oculto secreto: que existimos…/Pero era de noche y, ay, por la mañana, terrible descubrimiento, / me había despertado con la sien sobre ti, /amarilla, gavilla, trigo. // Y he pensado: Dios tuyo, / ¿qué clase de pan estaré siendo/yo/y para quién?
Creo que le gustó tanto como a mí.
Susana Szwarc es escritora y dramaturga. Entre sus libros, La muertita o la novela que, La mesa roja y El ojo de Celan.
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