Los reencuentros sirven para revivir cosas olvidadas y no todas suelen ser de las mejores. Dos amigas que se cruzan en una hora en la que suelen dominar los rezongos por lo que sucede hoy y por lo que no terminó de pasar ayer.

Te vi de lejos hace unos meses ¿Por qué no pasaste?

Recordé los tres días de mi anterior visita al pueblo: tirada en la cama, boca arriba, o mirando televisión, o sentada al sol, sin nada más que hacer que dejar las horas desfilar como elefantes. Había prometido visitarla la última vez, pero ni bien me comprometí supe que se trataba de una más de esas promesas que se debilitan al terminar la oración.

Hacía rato que no estábamos a solas. Hacía calor y el ventilador daba ronroneos. Las palabras jugaban a las escondidas. Casi quince años en el medio a veces cambian a las personas; o, al menos, alcanzan para alejarlas, para volverlas extrañas. El mate hacía ruido al deslizarse sobre la mesa. El sorbido se volvía alivio, porque obligaba a ocupar la boca; a suspender la charla. El tiempo, la salud, los chismes de la gente del pueblo. Los temas ya se habían agotado. Y ella seguía ahí. Y yo seguía ahí, sin encontrar la excusa para irme.

Miraba en su cuerpo esos kilos de más que toman por asalto con la edad: ahí, en la cintura, en los brazos. Llevaba el pelo más rubio y algunas arrugas avisaban que pronto se quedarían para siempre. Y vendrían por más. La ropa ya no era la misma. Los jeans ajustados habían quedado atrás. Ya no usaba la boina roja que le había traído su madre de algún viaje por el sur. El equipo de gimnasia se había vuelto su uniforme. Seguramente ella me veía de la misma manera. O parecida. Yo no denunciaba en mi cadera el paso de cuatro hijos, pero la juventud rozagante ya me había abandonado. Los años habían transitado para mí también.

–  Yo no voy a la ciudad por los chicos. No sabés lo que es este pibe. No me da respiro. El otro día, le rompió la ventana a la vecina de un toscazo ¡Imaginate la vieja cómo estaba! Me jodió una semana hasta que le pagué el vidrio. Encima, Pablo se pone insoportable y me dice que no cuido bien a los chicos.

– Uh, sí, me imagino…– Las palabras me salían tan forzadas que, si se caían al piso, se rompían.

Pablo, “su marido”, un hombre varios años mayor que ella, que adoraba ir todos los veranos a la misma playa, cerca del pueblo. “¿Para qué voy a ir a un lugar en donde no conozco a nadie? – me había dicho una vez-. A mí dejame acá, que veo a los muchachos, conozco a todo el mundo”. A ella parecía no importarle.

– Está bien. Por lo menos, ya cumplimos. Acá estamos, ¿no? Pero contame…. ¿Vos qué hacés todos los días?

– Con los chicos no me queda tiempo para mucho. Ahora estoy yendo al gimnasio, pero más que eso, no puedo. El más chiquito duerme, por eso ahora podemos hablar tranquilas.

– ¡Qué raro que haga la siesta! Nosotras no dormíamos nunca. Aprovechábamos para jugar ¿Te acordás?

– Mmm… Sí- lo dijo con aire indiferente, como si, en realidad, le estuviera hablando de algo que le sucedió a otro; a un extraño del que no le interesaba saber demasiado.

Mateo, su hijo del medio, apareció por la puerta trasera. Tenía un globo de agua en sus manos y sonreía de costado. Vi cómo se acercaba. Los ojos se le achinaban y no dejaba de mirarme. Ella seguía con sus historias mientras renovaba el mate. Yo no podía prestarle atención. Creo que contaba algo sobre no sé quién que engañaba a su marido. No podía seguirle el hilo de la conversación. Sólo estaba atenta a los movimientos del nene, que a su paso dejaba un rastro de barro.

. ¿sabías que el otro día el Lucas le puso pis al globito y se lo tiró a la Yani?

.. andá a jugar. Dale.

El nene había alcanzado ya la punta de la mesa. Hacía muecas, fingía tirarle el globo a su madre, sin que ella lo viera. Me miraba y amagaba. Una y otra vez. El globo estaba lleno hasta casi reventar. El sonreía y, en su boca, asomaba un alternado de agujeros y dientes pequeñitos, afilados. Me controlaba de reojo, a través de un mechón de pelo que le tajaba la frente.

-Me voy a tener que ir- me apuré, fingiendo recordar algo importante

-¿Ya?

-Sí, me traje trabajo y tengo que aprovechar.

-Bueno, ya voy a ir a la Capital. Quiero comprar unas ropas para vender acá

-Te espero.

-Sí, pronto voy a aparecerme por allá. Me da un poco de miedo ¡Está tan feo todo! Muchos robos…

Mateo hacía malabares con el globo. El sol se filtraba por la ventana y el líquido que había en su interior fulguraba. Parecía resina líquida. Algo que era pura amenaza. Ella lo ignoraba por completo.

-No es para tanto. Venite algún día. Dale- le respondí. Y me levanté de la silla sin apartar los ojos del nene.

-Cuando estos críos me den un respiro, me junto unos pesos y voy. La otra vez gané bastante en el casino, pero me lo gasté.

Ya estábamos afuera. El nene se escondía detrás del regazo de su madre. Yo parecía hipnotizada ante sus movimientos. Me sentí vieja y cansada. Y me fui con la espalda tensa, sabiendo que el chico estaba al acecho. Recordé mis siestas ya oxidadas. Las imágenes del pasado se agazaparon.

Éramos chicas. Ella venía todos los días a casa. No hablaba mucho y eso me gustaba. Compartíamos tardes y juegos, y yo sentía que hacía lo que quería sin tener que charlar o parecer divertida. Uno de los últimos veranos, antes de que jugar fuera cosa de niños, antes de que ella cambiara de escuela, antes de que todo se volviera diferente, salimos a cazar pájaros. Fueron las últimas vacaciones de nuestra infancia.

El verano terminaba. La angustia de saber que algo bueno finaliza era sólo suspendida en las horas de la siesta. Esa vez, conseguí treparme a la parte más alta del árbol. Hacía tiempo que nos obsesionaba un nido de gorriones. Sabíamos que allí había algo; teníamos que averiguar qué. Quizá fue eso lo que me animó a trepar más alto. O la práctica. Casi al final del verano, eran varios los árboles escalados.

Subí al gualeguay. En donde estaba el nido, la rama era liviana. Había que hacer equilibrio para no caer. O al menos intentarlo. El aire quemaba. La corteza raspaba mis piernas y el olor de la resina del árbol se hacía más fuerte allá arriba.

En el nido había tres huevos. Los tomé con cuidado, y bajé. Me olvidé de los piojos que siempre se esconden en esos lugares. El tesoro se encontraba solo, a disposición de la mano. Ella esperaba abajo. De vez en cuando, daba instrucciones.

Cuando llegué al piso, nos miramos. ¿Qué hacíamos ahora con un trío de huevos? ¿Se estaban formando pichones ahí adentro? Sólo quedan sensaciones, imágenes discontinuas. Descubrimos que sí, que en el interior se estaban gestando tres cuerpos como renacuajos azules ¿Cómo lo supimos? ¿Se cayeron y se rompieron solos? ¿Los rompimos?

Nos sentamos en la tierra. Agarramos dos ramas. No sé quién empezó ¿Fui yo? Los ojos de eso que apareció entre las cáscaras rotas eran más grandes, casi, que el resto de la cabeza. Una gelatina gris lo cubría todo.  Aún no había, siquiera, un atisbo de plumas ¿Se movían? Por un momento pareció que una pata hacía algo, como una descarga eléctrica. Las dos guardábamos silencio. Las gallinas, en la parte trasera de la casa, cacareaban. Hicimos un pequeño pozo y los enterramos. Había algo de fatalidad en ese acto. No hablamos nunca de eso. Hacía calor aquel día.

Escuché la puerta cerrarse, pero no me animé a voltear. De inmediato, un chasquido. Y la risa. Miré para atrás. Mateo había roto el globo contra su propia cabeza y las gotas de agua recorrían su cuerpo diminuto. Parecía un pichón mojado.

 

Natalia Gelós es periodista y escritora. Entre sus libros, Antonio Di Benedetto periodista., Tensiones sobre el mapa y Mundos íntimos. Desarraigo: extraño el pueblo en que nací pero no me quiero ir de Capital.

 

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