La acumulación de ofensas mutuas lleva como bien se sabe a la destrucción de las personas enfrentadas. Una bibliotecaria y un albañil que terminan de la peor manera posible.

La bibliotecaria Marina Aguinaga de Humboldt todavía conservaba las curvas de la juventud aunque sus carnes flácidas también revelaban los deteriorados huesos que la sostenían. Había consagrado treinta y dos años a la biblioteca y se jactaba de la tranquilidad que había sabido crear para beneficio de los lectores. Por eso, cada vez que aparecía el negro Ochoa, arrastrando escaleras, herramientas y cables, sentía que se asfixiaba. Sus manos, salpicadas de manchas y víctimas de un incipiente temblor, sólo atinaban a reacomodar el cartelito: “¡Haga Silencio, Por Favor!”

En todo caso, Ochoa no sabía leer, y ella no tardó en calificar sus ruidos como afrentas malintencionadas. Para desquitarse, le hacía sentir todo el peso de su concentrada alcurnia, o intentaba humillarlo con los vestigios de su prescrita sensualidad. Ochoa, por supuesto, no era inmune a esas provocaciones y muy pronto se sintió tan seducido como despreciado. De puro resentimiento, caminaba haciendo rechinar las zapatillas contra el parqué y pegaba martillazos innecesarios desde pasillos invisibles; conducta que, como era de esperar, hería todavía más la sensibilidad de la bibliotecaria. Y así vivían, entre el sufrimiento de sus respectivos agravios y las promesas siempre renovadas de venganzas mutuas.

Pero la semana que Marina Aguinaga de Humboldt decidió ignorar por completo al negro Ochoa, se rompieron hasta los pactos tácitos de urbanidad. Harto de ser invisible a los ojos de la bibliotecaria, Ochoa se dedicó a abrir y cerrar a golpes la puerta tijera del ascensor mientras ella, sobresaltada ante cada trancazo, se vio obligada a concebir desaires más sofisticados que el desdén. Fue así que se le ocurrió obstruir un inodoro en el baño de mujeres y entrar justo para sorprender al utilero arrodillado entre los caños. Por el espacio que dejaba la puerta del excusado, Ochoa vio los pies de la bibliotecaria zambullidos en aquellos calzados de pendientes abismales. Aunque no lo hubiera admitido, lo enardecían esos empeines venosos y esos dedos huesudos de uñas esmaltadas. Ella caminó directo hacia él y abrió la puerta. Ochoa se quedó paralizado, con una bola de pelos chorreándole en la mano, maravillado ante aquellas piernas levemente varicosas que se perdían bajo la sombra de la falda. Ella también lo estudió detenidamente, disfrutando cada centímetro de la escena. Sin decir una palabra, se dirigió hacia los espejos, se retocó el maquillaje y cantó una versión exageradamente gesticulada del himno nacional francés que la acompañó durante el resto del día:

A loooos anfan de laa patriiiiie

Le jur de gluareeee tarrive

Contrenu dee laa tiraniiiiie

Leten dar san glan eleveeee…

A la mañana siguiente, llegó cubierta en un tapado de piel tan natural que parecía estar siendo asaltada por una manada de nutrias. Desplegó el abrigo sobre la silla y anticipándose a cualquier ruido que el utilero pudiera hacer, se calzó unos auriculares, puso un cassette donde había grabado 60 minutos de silencio y subió el volumen hasta el máximo. Así, amplificado, el silencio comenzó a revelar el crujir de sus fibras más secretas, la estridente reverberación del vacío, incluso el retumbar de unos pasos anónimos a la distancia. La bibliotecaria creyó que podría evadir la inminente represalia, pero no pasaron ni cinco minutos hasta que explotó la primera lamparita. Ochoa estaba parado sobre una escalera en la galería del primer piso y la había dejado caer contra el escritorio. Como un bombardero, Ochoa fue tirando una después de otra, y en cada una de esas detonaciones la bibliotecaria iba conociendo matices de la desesperación que ni siquiera sabía que existían. Con los músculos agarrotados por la ira, permaneció inmóvil, pretendiendo ignorar el ataque hasta que Ochoa desapareció. Recién entonces, como si se tratara de referencias de archivo, fue recogiendo uno por uno todos los vidrios esparcidos.

La impavidez de Marina Aguinaga logró confundir al negro Ochoa. ¿Le concedía finalmente la victoria o estaba acaso engendrando sigilosamente su próxima venganza? Sin duda, y a medida que transcurrían los días, ella iba mostrándose cada vez más seductora. Se inclinaba con teatralidad hacia los estantes inferiores, cruzaba y descruzaba las piernas cada vez que él pasaba y meneaba los dedos de los pies como si pretendiera acariciarlo a la distancia. En su cuartito de Villa Tesei, Ochoa pasaba las noches sin dormir, pero ahora el insomnio venía cargado de alucinaciones eróticas en las que Marina Aguinaga de Humboldt representaba el papel invariable de la heroína epónima. No quedaba lugar de la biblioteca donde no hubiera ensayado alguna fantasía: en el excusado del baño, en las escaleras, contra la caldera, sobre el escritorio, abajo del escritorio, hasta en la sala vidriada donde guardaban los originales del Dr. Guillermo Rawson y la copia de un daguerrotipo de Sarmiento que los miraba con el ceño ofuscado. Por eso, el día que ella lo abordó, él no sabía ni qué hora era ni en cual de todas las realidades se estaba desarrollando su vida.

El edificio ya había cerrado. Ella lo esperó a que bajara por el ascensor y le trabó la salida. Las crenchas empolvadas de Ochoa alcanzaban justo hasta los senos artificiales de la bibliotecaria. Ella, clavándole la uña larga del índice en el centro del pecho, lo mandó contra el espejo:

– Yo creo, Ochoa, que a usted, en el fondo, le gustaría hacerme el amor.

Una sola oleada de calor le carbonizó a Ochoa todos los rencores que se pudrían en su interior. Ella fue bajando la mano para buscarlo entre las piernas. Él apenas podía mantenerse en pie y se rindió al recorrido de esos dedos. Cuando alcanzó el bulto de su sexo agazapado, ella lo tanteó clínicamente y lo retorció un poco, con indiferencia:

– Ayyy! pero que chiquita la tenés negrito de mierda.

Y sin esperar respuesta se acomodó el tapado, apagó todas las luces y salió por el vestíbulo central, marcando con los tacos aguja el compás acelerado de su agitación. Todavía temblando, caminó quince cuadras hasta que paró un taxi en Teodoro García y 3 de Febrero.

Más humillado que nunca, Ochoa pasó la noche entumecido sobre el catre, mirando la televisión. Estaba convencido de que no iba a lograr remontar aquella humillación y reconstruía desde todos los ángulos los pormenores de aquel último escarnio. Por suerte para él, a las cuatro de la mañana, una noticia de veinte segundos le dio esperanzas para toda la vida. Con imágenes de archivo de obras municipales, el presentador informaba: Un estudio del departamento de acústica de la UBA demostró hoy que los taladros neumáticos son nuestros peores enemigos. Identificados como la fuente de ruido más nociva de la ciudad, estas máquinas alcanzan hasta los 140 decibeles. Dichos niveles pueden ocasionar severas lesiones en el oído de los trabajadores así como también de los vecinos, comentó Fabián Libedievich, responsable del sondeo.

Cuando al otro día, se plantó frente a la bibliotecaria, aferrado con ambas manos al taladro neumático, ella no tuvo tiempo siquiera de reaccionar. Ochoa encendió la máquina y el estruendo hizo vibrar las paredes y sacudió los libros en los estantes. La quijada de la bibliotecaria se cayó y de la boca abierta saltó un bombón de licor a medio masticar. Las pocas personas que poblaban la sala, espiaban de soslayo los movimientos de aquella última batalla. Sin levantar las cabezas, alzaban las miradas por sobre los marcos de los anteojos y pretendían volver a sus lecturas con un mínimo gesto de resignación. En sólo un instante, el taladro creó un boquete en el parqué y, emancipado de Ochoa, avanzaba hacia el escritorio de la bibliotecaria. Ella, aturdida, como si fuera víctima de una desenfrenada reacción alérgica, sentía sus párpados inflamarse cada vez más y el corazón estrangulándose en la garganta. Para aferrarse al mundo que se desvanecía, intentó leer los títulos en los libros de los lectores: “Reptiles y anfibios en Guerrero, México”, “Manual para la defensa de la libertad sindical”, “Lolita”, “Migración Mapuche”. Pero la vista rápidamente se le nubló y sólo vio una mancha negra que creció y ganó todo el espacio. Los tímpanos, ya esclerosados, se perforaron hacia un precipicio de silencio absoluto. Las convulsiones duraron unos segundos más hasta que, por efecto de las sacudidas, se rompió la pata del asiento, y ella cayó al suelo, paralizada. Después de dos años, la municipalidad no pudo ocuparse más de los gastos del respirador artificial que la mantenía con vida y tuvieron que desenchufarla.

En un principio se acusó a Ochoa de homicidio calificado con alevosía, pero a lo largo de los años, la causa cambió varias veces de carátula hasta que finalmente un fiscal garantista lo acusó de estrago doloso, figura que sólo condenó al utilero a trece años de cárcel, reducidos luego a siete por buena conducta. El edificio, entre tanto, se mantuvo cerrado por orden del juez y cuando se dictaminó la sentencia, el presupuesto para la biblioteca había sido destinado a la repavimentación de Crisólogo Larralde. Toda la esquina permaneció tapiada hasta que durante los años de la junta militar lo transformaron en oficinas de una prestación médica. Durante los noventa, demolieron el edificio para construir un Bingo pero el proyecto no superó la etapa del terreno baldío. Finalmente, una empresa construyó un pequeño multicine que tampoco funcionó y lo usaron un tiempo como lugar de encuentro para un grupo de teatro experimental. Hoy, reciclado como discoteca Punk parece atraer a todos los jóvenes del conurbano. Las noches de los viernes, sobre todo, la esquina se llena de esos chicos cuya moda parece inspirada en insectos del trópico con sus ojos maquillados de negro, pelos verdes y rojos, ropas ajustadas y cinturones de tachas. Se agolpan en la entrada esperando a que los dejen pasar mientras se enloquecen con la música sincopada y estrepitosa que retumba contra las paredes y en el aire de la calle. Los vecinos se quejan; dicen que es puro ruido; los muchachos insisten, sin embargo, que no, que es música. 

Pablo Baler es narrador y ensayista. Entre sus libros, Circa, La burocracia mandarina y Los sentidos de la distorsión: fantasías epistemológicas del neobarroco latinoamericano.