De pronto, los mundos que parecían felices se desmoronan. En este cuento un chico entre el asombro y la resignación, mientras aprende a comprender que su vida no es una isla, que lo que sucede a su alrededor lo toca demasiado de cerca.
Me caí de la bici. Me raspé la pierna cuando rodé por la vereda. Muy vistosas las lajas esas pero cuando te caes son una porquería. Le puede pasar a cualquiera, ya sé, pero papá no lo entiende así. Me duele la rodilla todavía. Llegué a casa rengueando, pero no me dijo nada, ni me miró. Vio la bici, la rueda doblada, el patín roto, largó una puteada y se fue con el auto.
Hace rato que las cosas no andan bien en casa. Hoy mamá empezó a vender productos por el barrio. Vino esa chica, ¿cómo se llama?, Cecilia, si. Le habló toda una tarde, mientras mamá cebaba, y la convenció. Dejó unas bolsitas con una especie de talco, una libreta de pedidos y unos broches para el pelo, podés usarlos para regalar a las clientas le dijo. Al viejo, al principio no le gustó que mamá salga. Le gusta llegar y encontrarla, que le cebe unos mates o, si hace calor, una cerveza bien helada con alguna cosita para comer. Así, rápido, para volver a la calle. El trabajo de remisero es estar veinticuatro horas a disposición del cliente, si no, no sirve, dice papá. Debe ser así, porque hay días que no lo veo nunca.
Antes me llevaba a la cancha, y de vez en cuando, en los feriados largos, salíamos a pescar. La verdad es que pescaba él, yo no podía sostener la caña. Tendría cinco o seis años, pero me encantaba subir al bote y ver cómo nos metíamos en la laguna, despacio, callados, sin hacer el mínimo ruido, a veces con un frío bárbaro, aunque mamá me ponía doble camiseta de algodón. Me quedaba callado, mirando el humito que le salía por la boca cuando conversábamos en voz baja, para no espantar a los pejerreyes. Siempre volvíamos a casa con alguno.
Una vez, la pesca fue tan mala que papá paró en una pescadería del pueblo. Ese día en la laguna había un viento terrible, a papá no le alcanzaban las manos para sostenerme a mí, a la caña, que tenía un reel nuevo, y al bote que no paraba de zarandearse en medio de las olas. Estábamos con Miguel, un loco tremendo que trabajaba con él en la fábrica. Como los peces no aparecían, el loco se puso a imitar a un pejerrey y hacía que los llamaba. Tanto jorobó que el bote empezó a moverse para todos lados y entre el agua que entraba y las muecas de Miguel, yo me mataba de risa. Papá dijo bueno, basta por hoy, y nos volvimos. Compró tres pescados y me dijo que no dijera nada. Mamá le creyó, los hizo ese mismo día, marinados. Yo no dije ni mu por supuesto, si lo habíamos pasado bárbaro. Lo miraba a papá que me miraba de reojo y nos sonreíamos juntos.
Tenía buen humor en esa época, nunca se enojaba. Puteaba, si, pero enojarse en serio, nunca. Solamente una vez lo vi mal, muy sacado. Fue cuando vino Miguel a casa y le dijo que se iba a Australia. Así le dijo: me voy a Australia, no hay nada que hacer, Beto. Papá se puso rojo y empezó a gritarle: ¿y a qué mierda te vas?, ¿te creés que sos un pendejo todavía?, ¿no tenés una casa que cuidar, un laburo? Miguel se quedó mirándolo, tranquilo. Dejó que largue todo, se tomo la cerveza que mamá había servido con unos palitos salados, se levantó, me pasó la mano por la cabeza, sonrió y se fue, sin decir palabra. Después no lo vi más. Papá me dijo que mamá me llamaba y se quedó, solo, un rato largo. Se tomó la cerveza que quedaba y se fue a dormir. Recién se le pasó la tristeza cuando Miguel viajó.
Yo creo que el mal carácter vino después, cuando cerró la fábrica. Un día llegué del colegio y los vi a los dos, abrazados en un banco del patio, mamá lloraba y él tenía los ojos enrojecidos, me parece que lloraba también. Decía: no hay derecho…, no hay derecho… Ni se dieron cuenta que entré. Los vi tan mal que corrí a abrazarlos y papá me dijo: se acabó, chiquito, se acabó lo que se daba. Mamá le puso la mano en la boca y lo hizo callar, no lo metas a Jorgito, que no entiende nada, le dijo.
Papá ahora putea por cualquier cosa y a mamá no le gusta. Muchas veces en casa no hay nada y me voy a la casa de Raúl. Y pasa que papá le recrimina: ¿cómo que no hay pan?, ¿cómo no hay una puta cerveza en la heladera?, y mamá le dice ¿no te acordás que ayer me trajiste cincuenta pesos nada más?, ¿qué querés?, ¿qué haga magia yo? Mamá pasaba el día sola, sin nada que hacer. Por eso se puso a vender. La veía triste pero ahora no. Se arregla, se pone un vestido lindo y sale a ofrecerles las bolsitas a las vecinas.
La voy a esperar con el mate preparado. Se va a poner contenta, entonces aprovecho y le cuento la verdad. Me va a entender. Lo peor que puede pasar es que se entere por una vecina. Alguna que haya visto cuando me caí, tratando de esquivar los piedrazos del guacho de Pedrito. O un rato antes, cuando fuimos con Raúl al quiosco, a robar unos paquetes de galletitas y el abuelo nos sacó cagando con la escopeta. No sé cómo se avivó pero sonamos, se acabó lo que se daba, me dijo Raúl, mientras salimos a los rajes con las bicicletas.
Carlos Aprea es escritor, actor y director de teatro. Entre sus libros, La intemperie, Política líquida y otros poemas, 2009; y Escaleno, aparecido el año pasado.