Cuando un trabajo de oficina se asoma a la intimidad, lo que puede aparecer roza lo intolerable, lo que no se quiere admitir. Un cadete y un hombre mayor que se cuentan extrañas historias.

Tres esenciales detalles lo caracterizaban como cadete: la edad, el uniforme y el tratamiento. Todos, jefes y auxiliares, lo llamábamos Julio, Julito o Riverita. No era todavía el “señor Rivera”. Pero cumplía muy pocas funciones de cadete, y éstas porque tenía de jefe al señor Torre, que sentía una voluptuosidad casi sensual en dar órdenes de toda especie y ser obedecido con amor o sin él. Era cadete, sí; y ganaba el mejor sueldo de todos los chicos uniformados. Con excepción del señor Torre, ningún jefe se atrevía a emplearlo en menesteres de cadete. Otros dos detalles sugestivos al respecto: no dependía del Mayordomo General, y “llevaba libros”, con lo cual realizaba labores de auxiliar. El señor González habíale prometido “sacarle” el uniforme en agosto o setiembre, pero Julito no acogió esta noticia con la alborozada alegría que pudiera sospecharse si se considera que tal cambio de vestimenta indicaba un ascenso y daba a sospechar un inminente aumento de sueldo. El uniforme tenía algo de inferior, por no decir de humillante. Porteros, ordenanzas, peones, chóferes y cadetes, constituían el cuerpo uniformado. Al salir de él, Julito se incorporaría de hecho al otro grupo, el de los auxiliares. (Había otra serie de uniformados: también las vendedoras y los jefes de venta llevaban uniforme; ellas debían usar taco alto, medias de muselina de seda, pollera corta a tantos centímetros del suelo, traje obscuro y cuello blanco volcado, que en aquel tiempo se denominaba “cuello Médicis”; ellos estaban obligados a enfundarse un jacket obscuro durante las horas de venta). La verdad es que le quedaba bien el uniforme a Julito, y él sabía llevarlo con gracia y cuidarlo con amor. La gorra encasquetada hasta justo las cejas; cabalmente ajustada la chaquetilla, sin esas arrugas que suelen abrirse en abanico en las mangas y a la altura del codo; esta prenda tenía doble pecho sobre el cual corrían botones dorados en tres hileras que iban siguiendo la curva del pecho aproximándose entre sí y rematando en la adentrada cintura. El alzacuello llevaba, sobre el fondo verde del paño, el monograma dorado de la casa: unas “O-D” circuidas por unas ramitas de quién sabe qué. Del alzacuello sobresalía apenas el cuello almidonado y blanco, siempre blanco y limpio como los puños de la camisa que emergían un centímetro del filo de las mangas del saco. Los pantalones tenían rígida y enérgica como una plomada su raya; seguramente se los hacía planchar todas las noches, o se los planchaba él mismo. Usaba zapatos siempre, y siempre con lustre reluciente. El taco alto le hacía caminar con cierto ruidito, cierta energía y cierto ritmo. Julito era alto para su edad, y conservaba una gentil apostura y correctas proporciones a pesar de estar atravesando el período del crecimiento en que se muestra ridículo el cuerpo adolescente. Los ojos chiquitos estaban metidos ahí, dentro, resguardados bajo el alero de la visera que los hacía más negros todavía. Tenía allí, en los ojos pequeños e inquietos, una permanente curiosidad avizora, y en los labios jugaba una habitual sonrisa. Era inteligente y trabajador, lo que explica su situación privilegiada. Y activo, y comprensivo, y obediente. Poco a poco se le habían reducido los trabajos anejos a la condición de cadete y llegó a “llevar libros”: el de Existencias y el de Pedidos; de poco movimiento el primero, fácil el otro. Traía a la oficina, todos los días, novelitas románticas o policiales o revistas de aventuras. Era lector asiduo y vicioso de “Tit Bits”. Leía en la oficina y en su casa, en la calle y en el tranvía. Aprendía los cantares y cuplés de las cancionistas españolas y la letra de los tangos de moda, y los cantaba. Se sentaba en su taburete, sacaba su folletito o revista, apoyaba su busto en el canto de la mesa, depositaba su frente en las manos y se hundía en la maravillosa lectura. Una vez el señor González le había prohibido tan dilecto placer. Riverita, pasados unos días de nervioso andar suelto y desocupado, había encontrado la solución. Se sentaba en el taburete, cogía una lapicera con la mano izquierda y en la derecha conservaba el paño para limpiar las plumas. Permanecía largos, largos minutos en una prolongada actitud expectante, en una actitud permanente de disponerse a limpiar la pluma; y no la limpiaba, sino que su vista afanosa, voraz, caía dentro del cajón de la mesa abierto unos diez o quince centímetros. Si el señor Torre o el señor González entraban inopinadamente en la oficina, Julito entonces aproximaba sencillamente sus dos manos y limpiaba tranquilamente la pluma, y limpiada la pluma, arrojaba dentro del cajón el paño, y cerraba el cajón, y “continuaba” escribiendo. Dentro del entreabierto cajón, estaba abierto el último número de una novela policíaca, y eso leía Julito. En la oficina de útiles, Rillo absorbía nuestra atención; la oficina era suya. Rillo era el personaje absorbente; él había dado a la oficina carácter y personalidad. Su gárrula charla inundaba la sala; sus vociferaciones eran a veces tan robustas, tan gráficas, que parecían objetos que chocaban contra ilusorias paredes. Romeu y yo, que ya le conocíamos bien, lo contradecíamos para encenderlo y dejarlo arder. Julito, si no leía, concentraba toda su atención en las palabras de Rillo, y las comentaba con repentinas carcajadas que le hacían moverse como un pelele. Esta oficina, cuando estuvo a cargo de Rillo, se llamó “República de Útiles”. Una vez el señor González determinó levantar un nuevo libro de “Existencias de Contaduría” y encargóme tal labor, diciéndome entre otras cosas, que Julito me acompañaría como ayudante a mis órdenes para todo aquello de que hubiese necesidad. —Puede empezar por la sala grande (Contaduría). Le convendría trabajar de seis a doce de la noche. ¿Le conviene? Así no molesta a los empleados ni ellos le molestan a usted. Por lo menos, cuatro horas cómodas las tiene. —Bueno, señor.

—Vea, le recomiendo… Es para hacer unas quitas… Le recomiendo mucha claridad. No ahorre detalle de cantidad, estado, marca, uso, fecha… Vea, mejor: pase más tarde por mi despacho y allí le indicaré cómo quiero que se hagan las cosas. ¡Julio! —¡Señor González! (No te atropelles, Julito…) —Póngase a las órdenes del señor Lagos.

—Sí, señor. Se fue el señor González, y Riverita se cuadra militarmente, hace la venia con los dedos de la mano rígidos y abiertos como los rayos de una rueda, y, sonriendo, rubrica: —¡Mi Jefe, ordene! A los tres días yo descubrí que podía terminar mi trabajo en sólo dos semanas. Pero lo prolongaría a un mes, que era el tiempo calculado por el señor González. Así trabajaría despaciosamente, descansadamente. Julito se encaramaba en la escalera de mano, cogía de los estantes libros, cajas, botes. Y me cantaba: —…Ocho, nueve, diez, once… Once biblioratos “Helios” tipo seis. Cinco en mal estado… En cuatro no funciona el resorte… ¡Ep-pa!… ¿Ya anotó cuatro?… Deben ser cinco, porque éste también está arruinado… —Julito, no cantes más; descansemos. —¡Pero qué regalón es usted! Cuanto antes terminemos, mejor… Me parece. —Peor, Julito, peor. Tendremos que volver a la oficina, y allí son de nueve a once horas de trabajo. Aquí, trabajamos seis horas descansadamente, y sin jefes. ¡Sin-je-fes, Julito, sin-jefes!… ¿Comprendés? Todos los días, durante dos horas, o tres, Julito cantaba y yo escribía. Divertíase él en tal labor. —¡Fíjese! Unas fórmulas 45. ¡Cómo eran estos internos antes!… ¿Por qué los habrán cambiado?… Seis anotadores fórmula 45… ¿Los anota?… —Basta, no cantés más. —¿Ya terminamos, hoy?—Por hoy, sí.¡Pero faltan cuatro horas!… Bajaba de la escalera y se acercaba a mi mesa a observar el trabajo realizado. —Cuatro folios apenas… —Y es demasiado… Entonces charlábamos un poco y luego leíamos. —¡Cómo fuma usted, señor Lagos!… Estábamos en el rigor del verano. Abríamos los ventiladores y nos dejábamos golpear por el viento rezongón que salía de la boca abierta del aparato. Yo me sacaba el saco y levantaba hasta el codo las mangas de la camisa. —¿Son de oro esos gemelos?… —¿De oro? -Los hubiera empeñado… Julito se sacó la gorra. —También la chaquetilla. Yo no sé cómo resistí. Yo leía algún libro. Y Julito, revistas policíacas. —¿Usted lee en francés? —Un pequeño poco, como se dice en francés… Una noche, el aire de la sala estaba caliente. El sudor me ponía nervioso. Yo no sé de dónde salieron tantos bichos. Formaban una zona que circundaba a la lámpara. Aleteaban y zumbaban multitud de insectos; golpeábanse contra la bombita produciendo un ruidito chiquito y seco como cuando se abren las vainas de las chauchas; otros caían en las planas abiertas del libro. Los más fastidiosos eran los que se posaban en mis brazos y cuello y los que se metían entre mis cabellos. No se podían espantar a estos bichitos con el movimiento maquinal de la mano; no se iban; había que cogerlos y tirarlos lejos de uno o al suelo. Me distraían tanto, que por fin renuncié a la lectura. Observé entonces las maniobras de Julito, sentado a cuatro metros de mi escritorio. Alejaba la bombita de luz, y se hacía sombra en la revista que quería leer; la acercaba, y los bichitos no lo dejaban tranquilo. De repente, cierra la revista, mira con persistencia su brazo izquierdo, donde posiblemente debió depositarse la verde manchita de un insecto; y con la palma de su mano derecha se da un golpe en el brazo para aplastar al enemigo. —¿No te dejan leer? Acerca su silla a la mía, y conversamos. —Hace calor. Se seca el sudor y con los dedos abiertos en abanico, se peina para atrás. —¡Qué lindo pelo, ché! —Lindo, ¿verdad? —Ya lo creo. Julito se puso delante del ventilador, que, soplando groseramente, lo despeinó; los cabellos se levantaban y persistían flotando al aire como en una perpetua actitud de escaparse. Julito sonreía al recibir la caricia del viento. El viento se le entraba entre la ropa y la carne y le hinchaba la camisa haciéndola palpitar como un corazón alegre. –Yo cuido mucho mi pelo. También me gustan los perfumes, pero no los uso porque hacen caer el cabello. ¿No es cierto? ¿A usted no le gustan? —Mucho. —A mí, el que más me gusta, de todos los que conozco, es “Indian Hay”, de Atkinson. ¿Usted lo conoce? —Yo conozco el agua Colonia y el agua corriente y el agua con permanganato. —Yo también; y el agua de la canilla es mi agua florida. Por eso conservo el cabello sedoso. Es sedoso. Fíjese. Toque, toque… Habíase aproximado a mí. Yo tomé un mechón entre mis dedos. —Sedoso, sí; lindo pelo. Él sonreía. —Hay que cuidarlo. Cuando seas más grande, las mujeres van a querer jugar con esa mata de pelo… si es que no se te cae antes… A las mujeres les gusta estar largas horas acariciando el pelo. La boca les gusta con más ganas, de modo más fuerte, más intenso… pero… ¿cómo te diré?… los cabellos les gustan más tiempo… eso es: más tiempo… De la boca se cansan, extenuadas; del pelo, no. Una muchacha que yo tuve, Esther, ¡imaginate!, me hacía poner la cabeza en su falda y me peinaba… pero, ¡qué te estoy contando yo!… —¡Cuente, cuente; a mí me interesa, cuente!… —No, ché; se acabó…—Cuente, Lagos, es muy interesante… Yo estaba sentado, lo más cómodo, en la silla giratoria, y para mayor comodidad y regalo, tenía los pies sobre el escritorio, en una desfachatada postura. Julito se sentó, de un brinco, en una esquina del mueble, casi tocando mi calzado. Se levantó los pantalones para evitar las rodilleras, mostrando así las finas medias de muselina de seda. Se cruzó de brazos e insistió: —¡Cuente, Lagos,  no sea así!… —¡Pero qué cuidado en tu vestir, ché!… —¡Cuente lo que iba a decir, no sea malo!… E inclinó su busto hacia mí, para escuchar. —¡Cuente de una vez, no sea así!… Yo conté mis amores, haciendo mis relatos más interesantes y pintorescos con el aporte de mi rica fantasía, que aderezaba con incidencias sabrosas y falsas la escueta vida sentimental de uno… Julito creía cuanto yo narraba. Abría tamaños ojos. Parecía estar escuchándome con los ojos. —¿Y ella se suicidó después? —¡Qué esperanza! Al año justo, se casaba con un apuntador de Bunge y Born. —Pero… ¿no decía que iba a suicidarse? —Lo decía; me lo repitió varias veces, sí; pero las mujeres siempre mienten. —Las hay que se suicidan de veras, algunas. —No creas; es que coquetean con la Muerte. —¿Cómo dice? Continuamos hablando de esta guisa. Después quiso que yo le contara… Y… bueno: yo le conté. Al fin y al cabo, algún día iba a saberlo. Riverita estaba encendido. En cierto momento yo había pensado cubrir con las sombras del silencio o las bambalinas de la mentira, los verdaderos paisajes del amor sexual, pero determiné después descorrer todos los velos para que ese lindo muchacho de quince años supiese las cosas y no fuese mañana sorprendido en ignorancias fatales. —Pero… ¿De veras no sabías estas cosas?… No; no las sabía. Las ignoraba. Tenía una vaga sospecha; la intuición vital del fenómeno fisiológico, nada más. Y callaba, para que los compañeros no descargasen sobre él, su insolente suficiencia de risas y bromas. —Y… nunca… Ah, sí… Una vez… me sucedió… —Una vez, ¿qué?… —Una aventura, pero usted se va a reír… —No, decí… ¡Qué me voy a reír!… Yo también tuve tu edad. Decí qué. —No. Usted se va a reír. —¿Querés terminarla? Decí, y se acabó. —Bueno, pero no se vaya a reír. Una vez hace más de un año… pero usted no se va a reír… ¿verdad? —Uffffff… —Porque… —¡O decís tu historia, o!… —Bueno, bueno, bueno… Yo era cadete de Lencería y una vez me mandaron a llevar un paquete a una casa… cerca del teatro Coliseo. Me hicieron pasar a una sala grande, una rica sala…; había altos jarrones… gobelinos… piano… Bueno; yo me siento y espero… Vino la señora. Yo no recuerdo bien ahora su fisonomía, ni tampoco si era linda o fea, joven o vieja. Sólo recuerdo que llevaba un peinador japonés y que había venido con un perrito chiquitito, blanco y lanudo. Bueno, no me acuerdo bien, pero tengo la impresión de que no era fea. No sé… Julito se concentraba en sus recuerdos; ¿dónde había huido aquella sonrisa suya permanente y fresca? Yo lo veía hacer esfuerzos para penetrar en el suceso aquél, ubicarse en el tiempo y en el lugar, y arrancar los tipos, las cosas, los gestos, las palabras. Contaba sinceramente la auténtica historia. Cuando no podía precisar una frase, un movimiento, una figura, cerraba los ojos, detenía por un momento su palabra, y continuaba la historia con múltiples modos dubitativos: “no sé, parece que, creo que”… —…La señora me hace sentar. Yo me había levantado cuando entró. No recuerdo bien las palabras que me dijo. Me preguntó cuántos años tenía… cuánto ganaba… si iba a la escuela… Después me dijo si quería emplearme con ella. Yo no sabía qué decir. Ahora no sé qué le contesté; creo que no le contesté nada sobre lo que me preguntaba. Me parece que le dije que le traía el paquete… Sí, porque abrió la caja y me dijo que bueno, y firmó la papeleta. Después yo iba a irme porque se hacía tarde, pero ella me hizo sentar otra vez… ¿No tiene gracia esto que le estoy contando?… —Es muy interesante, seguí… —…Me sirvió un licor; yo no lo quería, pero tuve que tomarlo. Para tomar el licor, yo me levanté, pero la señora me puso la mano en el hombro y me hizo sentar otra vez y ella se sentó a mi lado y me empezó a hablar, pero yo no recuerdo lo que me dijo porque yo pensaba en otras cosas. Yo no me daba cuenta de lo que quería ni tampoco lo que me decía ni tampoco lo que sucedía, porque yo pensaba en el jefe y que se me hacía tarde y tenía un poco de miedo… yo no sabía por qué… Pero tenía miedo… La señora, después, me ofreció un papel de diez pesos; yo no los quería, pero los tomé de golpe para acabar de una vez. Después… me dijo si quería besarla… y entonces yo me puse a llorar… —¿Cuántos años tenés? —Voy a cumplir diez y seis años, en marzo, el ocho de marzo. —Caramba… Yo, a tu edad… Bueno… ¿No entendiste nada, entonces? —No. Me dejó intrigado algún tiempo, pero después me fui olvidando. —Bueno, es muy sencillo; esa mujer se había enamorado repentinamente de vos. —¡Pero si yo podía ser su hijo!… —Su nieto también. No le hace. Lo que a mí me asombra es que no te hubieras dado cuenta en seguida. —Y… era un chiquilín… Y ahora mismo, si usted no me explica, no hubiera sabido bien… Bueno, este… hablando de otra cosa… usted me prometió llevarme a una casa de esas… de mujeres… —Sí, sí, mañana o pasado. Vamos a ir con Romeu. ¿Así que nunca estuviste con una mujer, solos; bueno: eso? —Ya le dije que no. —Bueno. Entonces yo le voy a decir a Romeu, y vamos a ir. Te vamos a dar instrucciones por el camino. Hacíame preguntas, si lógicas algunas, otras reveladoras de una sutil intuición o de una ingenuidad infantil. De repente, saltaba la chispa de una pregunta. ¿Ingenuo, o malicioso? —A mí me va a querer alguna, porque yo no soy feo, no es por decir, ¿verdad? Fíjese; yo estoy bien formado, y no es por decir, pero soy lindo muchacho. Tengo un cutis fino. ¡Fíjese, toque, vea, toque, Lagos!… Yo, francamente, tuve que reír. Me decía eso: toque, con tanta ingenuidad, que yo, sonriendo ante su insistencia, tuve que pasar las yemas de mis dedos por sus mejillas. Él sonrió y me miró dulcemente en los ojos, con inocencia, con confianza. Para que yo tocase otra vez su cutis, tuvo que inclinarse hacia mí. —Les va a gustar a las chicas besarme… Yo no sé qué relámpago cruzó mi mente. Movido por yo no sé qué resorte potente e inexplicable, le tiré de repente un puñetazo tan violento e inesperado, que Julito cayó al suelo. —Tu vanidad es un insulto. Se incorporó, sin gemir. —Perdoname, Julito… Lo mejor es que sigamos trabajando. Subí a la escalera y seguí cantando. En efecto; continuamos trabajando. Pero al día siguiente, pedimos individualmente al señor González, que él fuese reemplazado.

 

Roberto Mariani (1893-1945) fue una de las principales figuras del llamado Grupo Boedo. Entre sus libros, Cuentos de la oficina, El amor grotesco y En la penumbra.