Una casa en un árbol, las imprecisiones de la memoria, la necesidad de cumplir con ciertas costumbres y la pasión por el fútbol. Entre todo eso transcurre la vida de dos hermanos atravesados por los rencores y la necesidad de que nada cambie demasiado.
Desde que Silvia puede recordarlo, lo único que le importa a Miguel es el fútbol. Es junio y hace frío. Mucho más ahora que ya anocheció. Afuera está su hermano, el mayor de los tres. Él no se acuerda de nada. Al menos eso le dijo hace unas horas y también: justo hoy se te ocurrió venir a podar este pino. Silvia repite las palabras de Miguel mientras corre la cama de sus padres de lugar. Está paralela a la ventana que da al jardín. Silvia empuja primero de un lado, después de otro. Corre la cómoda, la silla Luis XV que heredó su madre de una tía abuela y logra ubicar la cabecera de la cama justo debajo de la ventana. Estira el acolchado, pone los almohadones en el respaldo y se acuesta dejando los pies afuera. Aún lleva las zapatillas puestas. Es cierto, piensa, podrían haber podado el pino cualquier otro día pero a Silvia se le metió en la cabeza que tenía que ser ése. La poda debe hacerse en los meses sin “r”. Silvia cree escuchar a su madre, siempre de espaldas a la mesa de la cocina donde ella hacía la tarea de la escuela, revolviendo alguna olla o secando platos. Mayo, junio, julio, agosto enumeraba su madre mientras ella pensaba cómo sería la poda en otros lugares del mundo, qué letra debería estar ausente. Cuando su madre se daba vuelta, ella dejaba de pensar en eso. Pensaba en su madre, que la miraba solo a ella, su jardín, su cocina. El campo de batalla donde imponía sus reglas. Cuanto más frío haga, mejor, le aclaraba la madre, como si ese fuese el punto más importante del asunto, segura de que su hija tomaba nota y guardaba esas palabras como una herencia incuestionable. El invierno en la ciudad era cada vez más débil. Esa mañana había amanecido con dos grados. Para el mediodía pronosticaban una máxima de siete. Mejor imposible, pensó Silvia y llamó a Miguel bien temprano. Justo hoy se te ocurre venir a podar este pino. Silvia se levanta y va hasta el comedor. Desenchufa la tele y arrastra la mesita hasta el cuarto. La deja justo delante de la cama, vuelve a enchufarla y se asegura de que se vean bien todos los canales. La deja ahí, donde están los dos relatores argentinos. Miran la cancha desde la altura de la cabina. Tienen los auriculares puestos y mientras hacen un resumen del torneo: goles, jugadores lesionados, expulsados, ausencias clave ypresencias cuestionables, esperan la salida de los equipos. River y Peñarol. Final de la Copa Libertadores de América en suelo uruguayo. Miguel y toda la hinchada de River vienen esperando la revancha. Nada mejor que un triunfo en cancha enemiga. Uno de los relatores habla de Amadeo Carrizo, el arquero polémico, esa canchereada de abandonar los palos y salir pecheando la pelota. Después el ataque adversario. Y un partido que se daba por ganado (2-0) se transforma en la peor pesadilla (2-4). ¿Qué son cincuenta años de espera?
Cuando Silvia tenía tres años y su hermano dos más, su padre inauguró el juego de los penales. El arco estaba en el jardín, entre el tronco del pino y la medianera. Su padre se ubicaba justo en el centro de los dos palos imaginarios y alejaba a su hijo a unos metros de distancia. Ahora, dale. Esa voz grave que sonaba a reto. Y Miguel se paraba derecho, un pie junto al otro y con un leve impulso despegaba la pelota del pasto dibujando una parábola hasta hacerla caer en las manos del arquero. Una mantequita, decía el padre por lo bajo para que la madre, que estaba adentro, no lo oyera pero Miguel sí. Eso lo enfurecía. Y cuanto más se enfurecía Miguel por no hacer goles y dejarle servida la pelota a su padre, más precisión tenía su rival. No dejaba pasar una pelota por la línea de gol a menos que ese fuese su destino. Hasta que un día, pocos años después, se terminó el juego. Esa mañana, como siempre, la pelota apenas se despegó del pasto. Dibujó un arco en el aire y al rozar las manos de su padre, cayó, rebotó y rodó hasta pasar la línea de gol. Miguel quedó mudo. Su padre temblaba, sin poder mirar ni la pelota que le había acariciado las manos ni a su hijo que lo miraba a él sin poder reaccionar. Esclerosis múltiple. Un año después, su padre murió.
El pino está en el fondo de la casa. Cuando se mudaron, ya tenía una buena altura. Apoyada sobre la primera rama, la más gruesa, antes de enfermarse, el padre levantó la casa del árbol. Toda de madera. Tiene una ventana desde la que aún se puede ver el cuarto de los padres. Si no fuera porque hoy a Silvia se le dio por mover algunos muebles, todo seguiría en el mismo lugar. Ahora el pino llega a los quince metros. Desde cualquier punto de la casa se ve. Incluso desde la cocina, que no da al jardín, llega a vislumbrarse el tronco. Apenas. Cuando era chica, Silvia tenía la costumbre de hacer la tarea mientras la madre preparaba la comida. Aunque no hablaran, se hacían compañía. Esa tarde que ella recuerda bien, estaba estudiando para una prueba de lengua. Le faltaba muy poco para terminar sexto grado. La madre iba y venía con las cosas de la casa mientras ella la veía pasar. Afuera, en el árbol, Miguel jugaba con Clara. Se oía su risa. La de Miguel. A la hermana nunca se la oía. Eso a Silvia la preocupaba. La madre, en cambio, parecía no darse cuenta. Mamá, ¿qué es una figura retórica?, recuerda Silvia que le preguntó. La madre era maestra pero no trabajaba. O como decía ella, trabajaba en su casa educando a sus propios hijos. Un poco lo hacía porque quería y otro tanto porque su esposo le había insistido. En cuatro años habían nacido sus tres hijos. No cualquier mujer puede salir a trabajar y criar bien a la prole, le decía él. Y ella parecía estar de acuerdo. Hasta que enviudó y empezó a dar clases por las mañanas mientras sus hijos estaban en la escuela. Eso no se ve en sexto grado, le respondió la madre. Sí, mamá, ya sabemos las metáforas, necesito otro ejemplo. Está bien, date vuelta, le dijo la madre. ¿Qué ves? Silvia indicó todo lo que se veía desde la mesa de la cocina. Bien, pero, ¿qué ves afuera? Silvia describió las flores, el camino de ladrillos, las bicicletas. Y el tronco del árbol, ¿lo ves? Sí, claro, el pino, dijo Silvia. Vos ves el tronco, no el árbol, pero esa parte del tronco te indica que ahí hay un árbol, o al menos, debería haberlo. Eso es una figura retórica. Sinécdoque se llama. Silvia dudó si podría acordarse de ese nombre. Prefirió que le enseñara otra figura. Es difícil, le dijo. No te vas a confundir, acordate del tronco y del árbol, es la parte por el todo, ¿está? Recordalo bien, insistió, repetilo: la parte por el todo.
Cuando la madre murió, Silvia y Miguel decidieron ocuparse de la casa hasta que la hermana menor viajara a firmar los papeles de la sucesión. Clara vive en Bogotá desde que ganó una beca de posgrado al terminar Sociología. Nunca volvió. Se casó con un colombiano y tuvo dos hijas. La única que tiene descendencia. Desde que la casa está vacía, los hermanos mayores se turnan para cuidarla. Los dos viven cerca. En cambio Clara… Esa sí que la hizo bien, dice Silvia. Y por cómo lo dice quedan dudas si eso la alivia o la llena de bronca. Cuando Silvia nombra a la hermana menor, Miguel aprieta los dientes y hace silencio. Ella se da cuenta. Por eso la nombra. Una sola vez Silvia sacó el tema. ¿Te acordás de la casa del árbol? Miguel no respondió. Ella no insistió más, a la espera del momento indicado. De la casa se ocupan una semana cada uno. En verano, todos los días. El resto de las estaciones, la visita es un poco más esporádica. Solo tienen que regar las plantas, recoger los impuestos y en caso de que haya una carta de Clara, asegurarse de que la reciba el destinatario. Silvia no lo sabe, aunque lo supone, pero nunca llegan cartas para Miguel. Él deja la suya en la frutera. La misma que está hace años en la mesa de la cocina. Esa mañana cuando Miguel llegó, Silvia ya estaba repasando los muebles del comedor. Pasaba la franela naranja. Hacía casi un año que no se veían. Para lo único que se cruzaban era para podar el árbol, en algún mes sin “r”. La última vez fue en agosto. Este año, Silvia se adelantó un par de meses. Desde la cama de los padres es de donde mejor se aprecia el árbol. O de eso se acuerda Silvia, ahora que está echada sobre el acolchado y le da la espalda al jardín. Afuera sigue Miguel. Sabe que solo no va a poder bajar de ahí. Por el momento, no se preocupa. Camina hasta la cocina y se prepara un mate. Una de las pocas cosas que siempre hay. La heladera está apagada desde hace años, igual que el lavarropas y el microondas. Alguna vez pensaron en vender todo pero Miguel precisó que de eso no iba a ocuparse. Entonces yo tampoco, dijo Silvia. Con el mate y el termo se tira en el sillón del living. Escucha al relator que da pie al audio del partido histórico donde River perdió la ilusión de ganar su primera Copa Libertadores de América. Hace como mil años de eso, piensa Silvia que recuerda a su hermano llorando frente a la radio. Ocho tenía, la primera y única vez que lo vio llorar. Las puertas y ventanas están cerradas, aún así hace mucho frío adentro. Nunca más se prendieron las estufas y ahora ya es tarde para hacerlo. Aunque se quede un rato, no va a dar a tiempo a calentar la casa.
La costumbre era que Miguel se subiera a la escalera y desde allí cortara las ramas del pino que daban a las casas vecinas. Ese era el motivo principal de la poda porque una rama que cae sobre un techo de tejas, anuncia catástrofe, decía la madre, exageradamente. Y nadie le creía pero por si acaso, podaban. Además de las ramas que se extendían a lo ancho, estaban las viejas que se iban secando lentamente y podían caer de un momento a otro sobre el jardín. Esas eran las más difíciles porque por lo general eran las que estaban a mayor altura, entonces la escalera no alcanzaba. En esos casos, Miguel se trepaba al árbol con la motosierra y mientras Silvia le indicaba desde abajo las ramas en peligro de derrumbe, apoyado sobre las ramas más gruesas, cortaba. Ese mediodía empezaron por las pocas que traspasaban la medianera. Subido a la escalera, Miguel se aseguraba que fueran a caer en un lugar seguro, lejos de los canteros y los rosales de la madre. Silvia llegaba a atajar las más livianas. A medida que eran cortadas, las apilaba en un rincón. Todos los años Silvia y Miguel hacían lo mismo: las dejaban secar unos meses y después, cuando el frío aflojaba un poco, las sacaban a la calle. Ya llevaban un par de horas trabajando cuando Silvia le señaló a Miguel una rama peligrosa. Estaba mucho más alta que las demás. Alargaron la escalera extensible y Miguel subió hasta alcanzar una rama gruesa que le permitiera llegar a otra donde poder sostenerse. Silvia miraba con atención cada movimiento. Miguel había logrado apoyarse, aún haciendo pie en la escalera, y mientras sostenía la rama con una mano, con la otra, lo más cerca posible del tronco, hacía presión con la motosierra. El aserrín comenzó a caer sobre Silvia. Ella, sin soltar la escalera, giró apenas. Ahí estaba la casa de madera. ¿Cuántas veces había pensado en romperla, golpearla hasta destruirla, si eso pudiera borrarle los recuerdos? Sin embargo, todos los años le daba una mano de barniz para protegerla del sol y de la lluvia. Sin pensarlo, como si del tiempo le saliera esa voz y esa pregunta tan postergada, ¿por qué?, apenas un por qué, no mucho más. Y Miguel que siempre supo hacerse el distraído, ayudame, respondió. Silvia sujetó con más fuerza la escalera. Miguel subió un poco más y al alcanzar una rama más firme, se desprendió del último peldaño y sus pies quedaron en el aire. Eran las cinco de la tarde. Silvia hizo silencio y sus palabras se perdieron entre los movimientos de Miguel, que intentaba, en vano, cortar esa rama. La temperatura había bajado bastante pero aún no se daban cuenta. ¿Por qué?, insistió. ¿Qué decís? Pero ella no repitió la pregunta. Lo miró desde abajo, corrió la escalera y la cerró. Te volviste loca, le dijo Miguel mientras Silvia la apoyaba contra la medianera. Traela. Silvia no se movía. No ves que hacés todo mal. Esas palabras. Eran esas mismas palabras. Miguel se metía en la casita cuando Silvia y Clara jugaban a la maestra. Él primero obedecía. Era un buen alumno, anotaba todo lo que Silvia le indicaba, recitaba la poesía, dibujaba. Hasta que empezaba a molestar a la hermana menor. Le sacaba el lápiz. Le tiraba del pelo. Silvia amenazaba con llamar a la madre. Con romperle la pelota. Con pellizcarlo. Nada surtía efecto. Clarita no decía nada. Le caían las lágrimas en silencio mientras veía cómo Miguel le arrancaba la hoja que recién había escrito. No, por favor,pedía Silvia. Entonces Miguel le agarraba la mano mientras se bajaba los pantalones y le decía, haceme. Y Clarita lloraba mientras Silvia le hacía al hermano. Bien, haceme, y a Silvia le temblaba el cuerpo. Una mantequita, sos, haceme con ganas. Y Silvia presionaba y con movimientos ascendentes y descendentes le hacía. Y Miguel se agitaba. Cerraba los ojos. Y cuando ya no la veía, Silvia frenaba. No ves que hacés todo mal. Y Miguel envolvía la mano de su hermana con la suya. Así, así. Clara lloraba cada vez más y a Silvia ni una lágrima le caía.
Cada vez siente más el frío. Se acurruca en el sillón y mira a su hermano. Las piernas de Miguel bailan en el aire. No lo oye. La puerta aísla cualquier ruido. Quizás ya no le grite. Quizás sí. El partido está por empezar. El sonido llega del cuarto de sus padres. Los jugadores salen del túnel y entran a la cancha, indica el relator. En las tribunas, los hinchas tiran papel picado mientras los jugadores hacen precalentamiento. ¿Podrán dar vuelta la página de la historia? La hoja está en blanco. Todo está por hacerse. El relator se empeña en darle un clima épico a la transmisión. Silvia está segura: así como acomodó el televisor, Miguel alcanzará a ver los botines acariciando el césped. La parte por el todo, acordate, murmura las palabras de su madre mientras recuerda verla desde la ventana de la casa de madera ir y venir de su cuarto a la cocina mientras Miguel insiste: no ves que hacés todo mal, así, así haceme.
Débora Mundani es docente universitaria y escritora. Entre sus libros, La convención, El río y Batán.