Un Mal se expande y encapsula un no lugar de la pampa bárbara. Un hombre solo en el centro de una niebla. Sin más spoiler, pero con alertas multiplicadas, aquí se persigue tremendo jabalí con dos dogos llamados Dogo y Dogo, más otro perro llamado Hiena. Cacería bajo atmósferas y cielos fantásticos.

Dos días con sus noches persiguiendo el rastro en el desierto marciano, ocres y arenas rojas. Fatigando leguas de nada en viento caliente. Saliendo y entrando por cavidades de niebla en la atmósfera nueva. Resignado a no entender cómo en antiguos pastizales chatos, ahora arrasados o desaparecidos, se veía obligado a ascender y descender picadas abruptas por cardenchales de metal. Aun así marchó. Avanzando a ninguna parte, se decidió a vencer alambrados, montes, cauces de arroyos secos. Antes de poder atravesarlos retrocedían hasta no haber sido.

Dogo, Dogo y Hiena, largamente entrenados para la caza, flacos y cansados, ponían toda su voluntad. Aun perplejos o cegados en la bruma de los túneles. O al verse espejados de a tres, saliendo duplicados, jadeantes, de concavidades cambiantes, no exactamente sucesivas. Animosos, añorando los días de cacería, se vieron multiplicados en espejismo. No flaquearon.

Calculó el tipo que no le faltaría mucho al planeta para ser otro. De modo que, resignado a la arbitrariedad extrema, no se dejó sorprender cuando Hiena olió un primer rastro pasada la escultura de los amantes paralelepípedos, ya resquebrajada, es decir cerca de las columnas corintias, pero antes de la casa pintada de rosa con sus corazones, en cuyas paredes abrasadas ya no se veían rosa ni corazones.

Irguió las orejas, hundió el hocico, dio vueltas sobre algo. Cuando irguió la cabeza también lo hizo una nueva oquedad. La atravesaron todos y se vieron —sin haber cumplido el trayecto— en el salón del prostíbulo. Abandonado, arena en el piso y los rincones, sobre el terciopelo de las sillas tapizadas. Se movían solas las lámparas polvorientas y ambos ventiladores. Hiena —los dogos lo mismo— husmeó el salón, cada una de las celdas con sus cadenas que entrechocaban generando silencio y combas magnéticas que succionaban realidad. Las orejas de nuevo erguidas ante una ventana con los vidrios rotos. Saltó por allí. Oquedad. Ahora se vieron pasando el prostíbulo en ninguna parte. Sin embargo ladró y gimió Hiena, lleno de ansias. Le chifló el tipo. Emitió un sonido gutural para contenerlo.

Dispuso el plan de rastreo, dividió a los perros. Hiena en vanguardia por su mejor olfato. Dogo y Dogo no como punteros sino como reaseguro.

Hiena picó aun cuando corriera en la nada. Caminaron y trotaron entre las brumas de arena, revisando palmo a palmo la cara fundida de Mercurio. Hasta que dieron con rastros de la familia completa de jabalíes. Huellas de revolcones en la tierra seca, de hozadas impotentes en cañaverales cenicientos, raíces fosilizadas. Horas después, el estiércol secándose con apuro. Qué pudieron comer los bichos para echar soretes, se preguntó el tipo. El tufo era el conocido, perteneciente o relativo al planeta anterior, el que moría.

Salieron entonces como posesos los perros. Al segundo sus ladridos sonaron desde años luz. El tipo, como en cacerías nocturnas anteriores, sin poder encontrar referencias fijas en un paisaje dado, solo que en la atmósfera nueva. Marte o Mercurio. Lejísimo, los perros.

Cuando salió de una oquedad los encontró en plena lucha, ya de noche.

Había sido un chancho enorme el que estaba acorralado contra lo que habían sido barrancas de un arroyo encajonado. Volaban tierra y arena en la neblina, entre truenos, ladridos, gruñidos, dolor, furia, bufidos roncos, berridos desesperados. La bestia, con lo mucho que quedaba de su ferocidad, intentaba refugiarse en un hueco de la barranca caída por desmoronamiento y sopor. Todavía fiero, el jabalí mostraba su cabezota armada. Siempre dispuesto a embestir con todo su peso, en ángulo de 45 grados, amenazando con sus colmillos, dando giros, enfrentando.

Manchados de sangre y tierra ladraban y echaban tarascones dos de los perros. Dogo casi conseguía aferrarse a una pata, Dogo garroneaba una oreja. Ambos tiraban de cuero y carne con todas sus fuerzas cuando conseguían atrapar y comprimir y desgarrar, agitando la cola. Con coraje, combatividad y alegría. Escena extenuada. Los tres animales estaban reventados. Los perros tirando nuevos tarascones, buscando el cuello. El chancho retrocediendo para tomar aliento, zafar de las mordidas.

Notó el tipo que en lugar de mirar lo que debía había quedado hipnotizado por los cielos más altos. Masas púrpuras, bombas cósmicas silenciosas, filigranas cobrizas. Un trueno distinto le recordó que había olvidado a Hiena. Ahí fue que lo vio sin haberlo visto antes. Enganchado hasta el hueso por su flanco trasero y la ingle en uno de los colmillos inferiores del chancho. El jabalí giraba arrastrándolo por la tierra y su sangre. Con un cansancio infinito al tipo se le antojó que todo era una escena idiota, lenta, sin avances e inútil. Se apresuró a ponerle un remate. Eso que sucedía en el universo arbitrario no era caza ni venganza sino riña exhausta de animales ya muertos, especies extintas empeñadas en sobrevivir, siendo que no tenían lugar en el planeta nuevo. Vio el tipo los ojos del jabalí: los tenía celestes y giratorios, también implorantes, incluso dulces. Miró a los ojos de los dogos: viraban del gris claro al esmeralda.

Hiena parecía muerto. El jabalí casi vencido, desangrándose por el cuello y el vientre, asido por Dogo de ese mismo cuello que ya no iba a soltar y por Dogo de la paleta trasera. Berrinchó la bestia bajo fulgores púrpura y el bramido pudo ser de elefante, burro o espectro chirriante.

Se acercó a los animales. Vació el cargador del 38 contra el cuerpo y la cabeza. Otros cinco disparos dándole al cerrojodel Winchester. El celeste de las pupilas abiertas se apagó en marrón y luego en negro. No lo quería de trofeo ni de alimento. Hizo rodar apenas el cuerpo inmenso con Hiena aún enganchado por uno de los colmillos. Dogo y Dogo todavía prendidos de la carne. Apartó a los perros. Con infinitos cuidados desprendió a Hiena del colmillo. Vio las mordidas: iban desde el interior de una pata trasera hasta casi arrancarle los testículos, hasta el fondo. Un buen pedazo de cuero con pelos le colgaba, músculo sangrante a la vista. Los dogos miraban con pena.

Se sentó o más bien se recostó sobre el lomo del chancho que aún respiraba. Algo le susurró al oído, dientes apretados. Lo sujetó de la crin. Despacio, muy despacio, por detrás de la paleta, hendió la hoja aserrada del cuchillo entre las costillas hasta sentir el corazón. Aguantó la hoja unos segundos. La retorció tres veces. La hundió hasta el mango.

Sin dejar de asir y hundir el mango volvió a examinar las heridas de Hiena. Miró a Dogo y a Dogo.

Se le dio por estudiar el cielo. Vio una luna. La luna. Dejó de asir y presionar el cuchillo cuando creyó ver la luna en cuarto creciente. Luego una nube rozando esa luna. Luego un resplandor de cielos nocturnos. Un mapa estelar, medieval. Déja vu de lo que era un cielo estrellado.

Puso el cuero colgante de Hiena sobre la superficie o la carne a la que pertenecía, luego de rociarla con caña. Vendó la herida con una larga tira cortada a cuchillo de su pantalón bombacha. Hiena no aulló, gimió. Lo envolvió en su camisa. Lo cargó en los brazos. Dogo, Dogo y el tipo emprendieron el camino de regreso, si es que aún había tal.

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