Ciertas melodías contienen en sí una promesa y un vaticinio de fracaso. No siempre es fácil distinguirlos, lo que hace falta es escuchar algo más que música y elegir bien la ropa para vestirse.

Era el día de su cumpleaños. Cumplía quince. No era una señorita y, sin embargo, se lo festejaban. En esa casa siempre había más discos que comida. Y si había música se podía bailar.

Los muchachos habían llegado temprano. Chicas había una sola. La única que en el barrio usaba zapatillas blancas. Blancas de básquet, para bailar el rock. Y colita de caballo con una cinta violeta para sostenerla.

La chica le regaló un pañuelo. Y si te regalan un pañuelo, tenés que dar una moneda a cambio para evitar la mala suerte. En la casa no había una sola moneda. Tenía que esperar hasta la noche en que volvía su madre.

Tuvo que pedirle una moneda prestada a uno de sus amigos. Se la prestaron porque era el día de su cumpleaños.

Con su hermano Hueso, quitaron los excrementos del patio. Para que luciera. También se llevaron la vaca y la dejaron en el potrero. Bien atada. Tuvo que convencerlo de que la traería de vuelta, pero él desconfiaba y se quedó sentado al lado de ella, hasta que terminó la fiesta.

Se llamaba Elena y en el barrio decían que era una varonera. Pero, para él, era una baronesa y se llamaba Helen, porque su nombre en otro idioma le confería misterio y delicadeza.

Tocaban Moritat. Era enero y había promesa de lluvia. Sus ojos parecían un paisaje desolado.

Él no quería que Helen llegara a los interiores de la casa. A las piezas, a las paredes descascaradas, a las colchas de retazos. Al baño que era una mancha ciega. No había tocador, ni espejo donde ella pudiese mirarse.

El lujo estaba en la pieza de la madre. Allí estaban los perfumes y los libros. El licor de naranja y el anís. Las vitrinas con las copas de cristal. Las muñecas y las fotos. Y sobre la cómoda, las cremas y los cisnes. También un espejo con marco dorado, en el que su madre le había dejado su regalo: sus labios rojos en uno de los ángulos.

Pero ese no fue el camino que Helen eligió, porque quería seguir escuchando Moritat. Caminó hacia la cocina.

Presuroso interpuso su cuerpo ante la puerta para impedir que ella entrara. Helen le dijo:

-Cada vez más alto.

Él siempre interponía algo entre los dos. Frases   provenientes de los libros que su padre traía de la imprenta. En sus lecturas se mezclaban la fe y el erotismo. Era su Sinfonía pastoral: “Yo hubiese querido llorar, pero tenía el corazón más seco que el desierto”. Las pronunciaba con convicción, como si fueran propias.

Elena quería entrar a saludar a la abuela. La única que en la familia sostenía una prestancia que seguía conservando a través de los años, y que no había perdido en casas de empeño y mudanzas.

Entonces vio cómo su abuela saludaba naturalmente a Elena, a pesar de las zapatillas blancas y la cinta violeta.

La abuela imponía una aureola por haber visto el cometa Halley, y el avión de Newbery antes de perderse en las montañas. Porque una vez había visto un príncipe, un príncipe de Gales

El tocadiscos seguía repitiendo Moritat. Se acercó y estuvo tan cerca de sus cabellos que sus ojos se perdieron en la cinta violeta.

Elena se dio vuelta y lo miró. Tenía los ojos de Moritat. Y él se dio cuenta que el regalo había abandonado el dorado del espejo y eran sus labios que se abrían para él por primera vez.

Por ser tan alto, al acercarse, su cabeza golpeó contra la bombita de luz.  Apenas la rozó, un aluvión de moscas brotó del cable. Era una nube oscura que avanzaba sobre la ropa de Elena. La empujó hacia afuera para evitarle esa tormenta que venía del cielo. La música se dejó de oír, y sintió el zumbido de las moscas sobre su cabeza. Interpuso su cuerpo para que nada pudiera alcanzarla. Ella salió. Primero muy lentamente, después apresurando el paso hasta llegar al patio. Cruzó la puerta, y él no la vio más, porque se quedó clavado ahí donde el patio se volvía de tierra.

Nunca más se animó a hablarle y cuando se la cruzaba por el barrio, bajaba la cabeza porque le parecía que desde aquel día llevaba las moscas con él y cada vez que se acercara, ella vería revoloteando a su alrededor esa aureola bastarda. Y el ruido y la furia de esas alas podía engendrar la desgracia.

De aquel cumpleaños de quince, solo recordaba una frase: “Cada vez más alto”.

Sí, con los años se volvía cada vez más alto. Tenía la ilusión de que a esa altura nadie pudiese ver las moscas. Ahora era muy raro encontrarse con Elena que se estaba por casar. La veía pasar en un auto junto a su novio, un carnicero de muchos anillos en las manos.

Su altura lo llevó a jugar al básquet. Deporte que practicó sin entusiasmo, pero con obstinación. Con los años había olvidado las moscas.

Por ese año, Elena se casó. Fue ese año, lo recordó porque la pared del club estaba pintada con figuras árabes.

Cada carnaval, las paredes iban cambiando de paisaje. Ese verano, el carnaval en Arabia. Parecía un cuento de Las mil y una noches. Moritat era mora.

Tres años más tarde, sin saber bien porque, quizás siguiendo una costumbre que había abandonado, entró al club a mirar el decorado. Lo aguardaba un carnaval tejano. Se imaginó como artista de Rodeo, un sombrero de alas anchas, un vaquero salido de las novelas del Oeste.

A lo largo de su vida ligada a ese club desde su infancia, recordaba haber sido cosaco, gitano, gaucho, y hasta esquimal.

Se aproximaba el verano y oscurecía más tarde.

Era lindo mirar al cielo y arrojar la pelota al aire pensando que iba a subir tan alto que nunca iba a volver. Era lindo volver a casa con la cabeza despejada, después de haber sido abandonado por el peso de las moscas.

Esa noche la recordaba especialmente feliz, porque no estaba cargada de presagios o porque lo que le contaron le hizo ver el futuro de manera diferente.

Esa noche le dijeron que Elena se había separado. Fue ahí que otra vez pensó en Helen. Era Helen la que se había separado y Elena la que se había casado con el carnicero que cargaba sus manos de oro para disimular el olor de la carne.

 

Hacía tiempo que las moscas lo habían abandonado, y cada día esperaba el baile de carnaval de ese año con la esperanza de poder ver a Helen. Pero nunca se animaba a entrar.

Frente al espejo se probaba el sombrero tejano, lustraba el níquel de sus pistolas, cepillaba las botas, y untaba con grasa una soga hasta hacerla brillar.

La primera noche en el baile se encontró con Elena. Ella no lucía ningún disfraz Estaba muy bella, pero parecía recuperarse de una lenta agonía. Pensó que podía reconocerlo por su estatura, pero se refugió en el privilegio que le daba su antifaz, para contemplarla a su gusto.

Nadie la sacaba a bailar. Quizás, todos conocían su secreto. O tal vez era un acto de piedad que los otros le concedían.

Atravesó la pista y se encaminó hacia ella. La invitó a bailar. Se quitó el antifaz y le sonrió.

Elena le dijo: “Te reconocí por la altura”. El permaneció callado, no sabía qué responderle, Nunca podría decir como ella, una frase tan simple.

Esperó tantos años que lo único que atinó a decirle, fue:

-¿Te acordás de las moscas?

De verdad, que esta vez, después de tantos años le pareció que el zumbido de las moscas se había ido para siempre.

-Si, me acuerdo. De las moscas y de tus quince-dijo Elena- pasaron más de tres años y tantos para que volvieras a hablarme. Al principio no me di cuenta por qué no me besaste y me dejaste ir. Cuando lo entendí, era tarde. Pero yo no corrí por las moscas, sino para que me protegieras. Eras tan alto. Se te veía tan alto.

Bailaron durante el resto de la noche. Casi no hablaban, susurraban. Había papel picado sobre su pelo, y ninguna cinta violeta sostenía su cabello y los claritos habían reemplazado la   colita de caballo.

Elena que estaba con su familia a cierta hora se retiró del baile.

Después que Elena se fue, se sentó en una mesa y comenzó a tomar hasta que se quedó dormido. Un amigo lo despertó cuando amanecía y lo acompañó hasta su casa. Entonces todavía tarareaba Moritat, porque pensaba volver a verla.

La noche siguiente Elena no volvió. Y así pasó ese carnaval tejano.

Volvió al club ya sin el paisaje del Oeste. Volvió a emborracharse y pensó en colgarse del aro de básquet con la soga de Rodeo.

Transcurrió un año más triste que los anteriores.

Cuando en el cielo del club aparecieron las primeras bombitas de color, y labios rojos pintados empezó a esperar el paisaje de ese año. Por los dibujos que insinuaban templos y pagodas sospechó un carnaval oriental. Se sintió desnudo con ropa de básquet ante esas figuras voluminosas cubiertas de finas sedas   que empezaban a surgir de las sombras. Valerosos samurais agitando espadas en el aire. Era un paisaje japonés.

 

En la soledad del vestuario se escuchó decir: “No, eso si que no”. Y lo repitió mientras regresaba a su casa. Y agregaba: “Nunca me vestiré de japonés”. Aunque las moscas vuelvan a volar sobre mi cabeza.

Pasó las dos primeras noches rodeado de las moscas que volvieron sin saber de dónde. Mientras repetía. “No, eso si que no”. Sin embargo, la última noche no pudo dejar de ir al baile. Uno de sus amigos le prestó su disfraz de campesino japonés. La secreta esperanza de verla compensaba su humillación.  Cuando entró al club, tocaban Moritat. La buscó con la   mirada, pero no estaba. Creyendo confortarlo sus amigos le dijeron: “Hasta anoche, te estuvo esperando”.

Empezó a caminar hacia a la salida. Sus pasos eran silenciosos como los de un sacerdote oriental. Casi al llegar a la puerta pudo oír que un chico le decía a una mujer, que parecía ser su madre: “Nunca vi un japonés tan alto”.

 

Luis Gusmán es ensayista y narrador. Entre sus libros, El frasquito, La rueda de Virgilio, Villa y Epitafios. Codirige la revista Conjetural.