Un fiel soldado de la Orga, en medio de la represión implacable, recibe órdenes de proteger la Contraofensiva desde una máquina del tiempo.

La cita estaba cantada, envenenada, más que podrida.

Solo lo pudimos saber cuando estábamos todavía a una cuadra y media del lugar elegido: una parada del 124 sobre Acoyte. Había al menos tres camiones del Ejército, patrulleros, Falcons sin patentes infestados de tiras vestidos de civil. Lo vi todo montado a lomo de Bobby, compañero hipopótamo del Frente de Bestias Peronistas, que para pasar desapercibido iba vestido con un tutú rosa y se había peinado con gomina, el pelo corto y achatado. Le quitamos el seguro a los fierros. Nos parapetamos detrás de un buzón, los fierros contra nuestras espaldas, bajo las ropas.

Al pedo habíamos ido a la cita llevando lo convenido para el reconocimiento mutuo: yo llevaba un diccionario Lilliput doblado en cuatro. El compañero con quien debíamos encontrarnos cargaría  varios tomos de la Gran Enciclopedia Larousse Ilustrada. Pudimos ver el desparramo de tomos ilustrados en la vereda y el pavimento de la avenida y al compañero ya desarmado, puesto de espaldas, las manos contra una pared, apuntado por varios FAL. Ya lo habían cagado a culatazos. De nada había servido el verso que nos habían sugerido en caso de que nos pidieran documentos: “Cualquier cosa dicen que están consultando algo en la enciclopedia, que son estudiantes, que estaban jugando al diccionario”. Hasta hacía poco tiempo muchos de nosotros solíamos jugar al diccionario, tiempos a la vez recientes y remotos.

No era seguro permanecer más tiempo ahí. Habíamos visto cómo introducían al compañero en el asiento trasero de uno de los Falcon, entre dos monos grandotes con anteojos negros que ostentaban los caños de sus metras por fuera de las ventanillas.

-Qué ganas tengo de tocar el sikus- dijo Bobby.

Lo miré callando. Además de programador y perfoverificador de computadoras, Bobby tocaba diversos instrumentos del altiplano: el sikus o zampoña entre ellos, el erque, la caja. La quena, por supuesto, que se le daba bien. No el charango.

En eso habló el buzón en el que nos protegíamos:

-¿No tendrían que llamar al pie telefónico y dar el parte?

Nos miramos con Bobby. El buzón estaba en lo cierto. Insistió:

-¿Están esperando la carroza?

Bobby es en general un compañero tranquilo, gran mateador, de temperamento humilde. Pero por alguna razón se irritó y le dijo al buzón que no, que no estábamos esperando a la carroza, que la carroza no va por Acoyte sino que circula o pasa por la contradicción principal, mano para el Bajo, que la contradicción principal entre Nación e Imperialismo siempre tuvo la misma orientación.

Es el abecé del peronismo revolucionario, dijo Bobby.

Oímos el suspiro del buzón saliendo de su boca, hizo como un encogimiento de hombros. Nos ofreció -y aceptamos- un par ejemplares del Evita Montonera recién salidos de imprenta. Hacía meses que no leíamos un Evita Montonera. La represión venía pegando duro.

Vayan tranquilos, compañeros -reiteró-. Llamen al pie telefónico e informen sobre lo sucedido. Yo voy a hacer circular el parte a través de la Red de Buzones Peronistas.

-¿Y si los milicos o la yuta vienen a apretarte?

-Los buzones no hablan.

Bobby salió de detrás del buzón planchando su tutú rosa con la lengua. Hice algo parecido  ajustándome el nudo de la corbata. Hasta hacía pocos meses solía vestir con vaqueros, botitas de gamuza y campera verde. Tiempos ya remotos. Mi responsable me persuadió, más bien me ordenó, usar traje, chaleco y corbata, cuestión de seguridad. Gomina, anteojos gruesos falsos. Sin darme cuenta salí yo también de detrás del buzón murmurando las palabras que repetía mi responsable, muy serio:

-No podés jugar con la seguridad de la Empresa.

Fue ahí que el buzón nos preguntó:

-¿Laburan ustedes aparte de militar?

Permanecimos en silencio.

Entonces el buzón emitió otro suspiro, más largo. Se le escaparon varias cartas, dos de ellas vía aérea. Las reintrodujimos. Se quejó diciendo algo así como que le fastidiaba tener todo el día libre. Quisimos abrazarlo ante de irnos. Nos pareció peligroso hacerlo a la luz del día, todavía escrutados por bigotudos con anteojos negros.

Dimos cinco pasos y retrocedí de nuevo hasta el buzón.

-Vos le podrías ser aún más útil a la Orga– empecé a decir.

-¿A la qué?

-A la nada-, interrumpió de pronto Bobby con alarma y me agarró con su bocota enorme. Me montó sobre su lomo para rajar de ahí y es que de la nada habían aparecido otros camiones del Ejército, celulares, camiones Neptuno, patrulleros, más Falcon, jeeps, tres tanques de guerra. Lo dicho: la represión venía pegando duro. Y así como Clark Kent se vestía de Superman dentro de una cabina telefónica, con idéntica velocidad, a lomo de Bobby, me disfracé de soldado romano para no llamar la atención, mientras Bobby intentaba convertirse en multitud, replegarse en el seno del pueblo, en las casas peronistas, que son fortines montoneros.

No tuvo tiempo de hacerlo. Nos rodearon de inmediato. Yo no sé qué hice para escapar. Solo recuerdo vagamente -mientras veía como subían a Bobby con una grúa arriba de un tanque Sherman del Regimiento 8 de Magdalena- que un capitán del Ejército me dijo “Pase, centurión, todo bien con usted. Ave”.

Me subí al primer colectivo que vi. Pasé por Liniers, recorrí la General Paz, luego me vi en un tren, finalmente Capilla del Señor. Supe mucho después que el buzón se mantuvo entero, que no se movió de su posición, que pudo zafar. No habló, no cantó. Semanas más tarde me informaron que Bobby pudo ser rescatado en una operación comando clamorosa -nombre clave: Daktari-. Los autores de la hazaña pertenecían a la columna Lagarto Juancho del zoo porteño. Dúctiles en el arte de la guerrilla urbana pero en general perdidosos en su disputa política con la conducción burócrata del sindicato de los municipales.

Bobby salió maltrecho de su cautiverio -lo tuvierno bailando en puntas de pie con el tutú rosa diez días pasándole canciones de Los Wawancó- pero se recuperó en una casa operativa de Punta Indio, remojándose en la orilla del río, recuperando la movilidad haciendo crol y pecho, mucho baño de barro, dieta estricta a base de pasto. Feliz Bobby con los pajaritos que le comían bichos y parásitos en el cuello, la espalda y las orejas peludas.

Hasta que se presentó en la casa operativa un oficial del Ejército Montonero en su uniforme azul y lo recuperó para la guerra integral, popular y prolongada.

***

Nos volvimos a reunir con Bobby -esta vez apareció con traje, chaleco, camisa blanca y corbata con lunares- en la confitería de Coronel Díaz y Santa Fe. Mucha cita en esa confitería. Nos reimos un poco porque ambos llevábamos un traje idéntico. Pero solo un poco nos reímos porque la represión venía pegando duro. Yo había tardado dos meses en obtener una cita de reenganche. Eso fue en la loma del orto, en lo profundo de Villa Caraza, a bordo de un 9 que abordé en Constitución. Es que la represión venía jodida. El morocho con quien debía reengancharme -lo reconocí porque me dijeron que llevaría anteojos de armadura roja con los marcos en forma de corazón- se limitó a pasarme en silencio una servilleta comestibe de papel Manifold infinitamente doblada sobre sí misma, en la que estaba escrita otra cita, lugar y hora: Libertador y Tagle, pegado al Automóvil Club Argentino. Me recogió el compañero Jeta, para mí desconocido, a quien le noté un cierto aire de suficiencia. Más de un oficial montonero portaba aire de suficiencia, aunque la represión pegaba duro, muy duro. Para el reconocimiento se había arreglado -todo escrito en letra diminuta en el papel Manifold- que Jeta me pidiera un santo y seña en forma de pregunta:

-¿A quién querés más? ¿A tu individualidad o a la Orga?

-A la Orga.

-Subí- me dijo- y lo hice, era un auto de buen tamaño.

Jeta, que era castaño, casi rubión, se apareció cinco días después en la confitería de la avenida Santa Fe con el pelo teñido de negro, muy negro y engominado, claro. Subimos a un coche con los ojos tabicados y viajamos cerca de media hora. Cuando nos quitaron los anteojos con algodones estábamos en un sótano amplísimo, rodeados de grandes aparatos extraños. Con unas pocas frases imperativas, algo cortantes, nos dijo Jeta que estábamos debajo del edificio de la facultad de Ciencias Exactas, en Ciudad Universitaria. Ciencia para el pueblo y no para el imperialismo, dijo, en medio de sus frases cortantes. También relató innecesariamente su participación en el amasijo del teniente coronel Achával Cornejo, al frente de una célula conformada por compañeros de las Milicias Fierreras Evita Cañonera.

-Compañeros un poco toscos en lo político -comentó-, medio mamertos. Pero en lo ideológico y militar, una bala, un fierro. Conocen sus limitaciones, como el Independiente campeón de América del ’72.

Después sonrió a la carota inmensa de Bobby y le dijo:

-Porque liberarte a vos fue fácil. Fue cuestión de desarmar a dos o tres guardianes del zoológico, unos viejos gorilas hijos de puta, armados con silbatos y palos de colectivero. Lo que sí, hubo que cubrir la retirada tirando alguna pepas, más disparos de Energa. Porque les soltaron al león y al tigre a los compañeros y les gritaron “¡Juiiira¡”, “¡Ataque!”, “¡Chúmbale!”.

Yo tenía otra versión, lo mismo Bobby. Nos miramos, y justo el compañero Jeta señaló una cosa gigantesca llena de lamparitas y cables que vibraba y chirriaba. Señaló a esa cosa y dijo “Miren”.

Miramos la máquina, flor de armatoste. Jeta nos explicó que era la ya por entonces encanecida computadora Clementina, comprada por Manuel Sadosky en 1961 y mejorada durante diez años en el Instituto del Cálculo. Ahí estaba el viejo monstruo con sus válvulas electrónicas repartidas en unos veinte gabinetes, casi veinte metros de largo sin forma humana. Nada parecido a los robots cabezones que veíamos de chicos en las películas de Sábados de Súper Acción por canal 11. Unos cables o tubos de caucho de veinte centímetros de grosor estaban conectados aparentemente al motor de un Mercedes Benz 1112 de la línea 68, flamante.

Jeta aportó más información.

-Desde el regreso del General, viejo hijo de puta, la venimos mejorando. Transistores japoneses, cintas de papel perforado hechas por los compañeros gráficos, cableado nuevo a cargo de otros compañeros de base de Segba y Entel, tubos de rayos catódicos de origen sueco.

Había otro artefacto inmenso. Me llamó la atención porque era como inmaterial, estaba ahí pero no estaba. Era una suerte de pantalla abstracta suspendida en el aire, cóncava, infinita, sin fondo, o con un fondo remoto en el que podía adivinarse una suerte de espiralado reverberante, o una galaxia espiralada rodeada de nebulosas y gases raros del espacio. Desde muy adentro de esa concavidad, lejísimos, nacía un coro de murmullos cósmicos, explosiones sordas, brillos y resplandores.

Se levantó de su silla el compañero Jeta para palmear a Clementina y con su sonrisa suficiente palmeó también a un técnico calvo del Ejército Montonero, uniformado en azul pero eléctrico. Llevaba una pechera en la que se veía un rayo amarillo dentro de un círculo parecido al de Flash.

Jeta le dijo a Bobby “Vos estás acá porque sos técnico en computación”. Me miró sonriendo y me dijo “Vos no sé por qué estás acá”. En seguida dijo “Acompáñenme”.

Lo seguimos hasta un muro, o unos cimientos gruesos que parecían puro revoque liso pero no era tan liso. Mirándonos con su sonrisa regular Jeta palpó las rugosidades del cemento hasta que dio con no sé qué, oprimió no sé qué otra cosa, y de la pared nació una puerta gruesa blindada que se abrió sola.

-Pasen y vean.

Del otro lado de la pared blindada había una sala austera que solo contenía unas estanterías con libros y carpetas y una mesa, sillas. A la luz de una bombita roja de 60 watts estaba el mismísimo comandante. Pipo Firmeroy, el Primer Engominado. Se levantó, se cuadró, nos cuadramos. Nos estrechó las manos con energía, más una sonrisa. Tras algunas preguntas y comentarios informales nos dijo:

-Hoy estamos en un repliegue táctico, nos pegaron feo, aunque las bajas son las previstas. Pero les prometo que la misión de ustedes dos va a garantizar nuestra victoria. Están acá para viajar en el espacio-tiempo, hasta obtener ese triunfo final.

***

Pipo hizo chasquear los dedos y dos milicianos acercaron unas sillas de madera y paja. Nos sentaron presionándonos un poco los hombros. La silla de Bobby se rompió. Las risas de costumbre. Nuestro comandante hizo borrar las risas de las bocas de todos y nos preguntó si estábamos familiarizados con la serie El túnel del tiempo. Por supuesto, respondimos. Cada vez más adusto, Pipo Firmeroy nos hizo saber que Tony Newman y Douglas Phillips eran los nombres reales de Tony Newman y Douglas Philips y que ambos eran agentes encubiertos de la CIA.

-¿Como Ladrón sin destino?- pregunté.

-Más malos-, respondió nuestro líder carismático.

En ese momento uno de los milicianos tomó una carpeta con fotos de la estantería y se puso a leer: Douglas Phillips. Nacido el 13 de diciembre de 1941 en Buffalo, hijo y nieto de militares con muchas medallas. Con solo tres años sirvió de paracaidista en la Segunda Guerra. Normandía: cayó como tantos tras las líneas enemigas alemanas y sobrevivió eliminando puestos de observación, nidos de ametralladora, tres Panzer. Piloto de bombardero en Corea. Boina verde en Vietnam. Ranger en Bolivia. Marine en Santo Domingo. Asesor militar de la Embajada en el 65 en Brasilia, en el 67 en Buenos Aires, en el 73 en Managua. Experto en explosivos, contrainsurgencia, infiltración en organizaciones sindicales y revolucionarias.

-¿Sigo con Tony Newman?- preguntó casi implorando el compañero miliciano.

-Dejalo ahí, es más o menos lo mismo -le ordenó Pipo-.

Lo que vino después un poco nos enorgulleció y otro poco nos dio miedo, porque era información ultra clasificada. El comandante Firmeroy, a su vez ideólogo del Partido Auténtico al que no le había tan mal en las últimas elecciones en Misiones, nos puso al tanto de asuntos delicados, secretos. Como que a través del agregado militar argentino en la embajada argentina en Washington, el último del llamado sector peruanista del Ejército, aunque clandestino, y por ciertas internas de los servicios de inteligencia estadounidenses, la Orga había sabido que Tony Newman y Douglas Phillips harían lo imposible por detener la temible contraofensiva de Montoneros, clave de la victoria final y posterior toma del poder. Nuestras tropas -eso no lo sabíamos tampoco- se venían entrenando en Argel, Palestina, México, Cuba y no sé cuántos otros lugares.

-¿Qué tul la Orga?- preguntó contento Pipo Firmeroy y se pasó una palma por el pelo engominado luego de lamérsela.

Luego Pipo nos dijo el nombre clave que tendría nuestra misión: “La Orga vence al tiempo”, una variante comprensiblemente inspirada en la frase feliz del General Perón. Algunos detalles no eran del todo relevantes, como que el colectivo 68, unidad 13, había sido expropiada por el comando Mártires de los Accidentes de Tránsito. Se suponía que de algún modo, conectado a Clementina y levitando por no sé que sistema de inversiones polarizadas magnéticas que le confería los beneficios de la antigravedad, el Mercedes Benz 1112 ingresaría al espacio-tiempo a través de la pantalla cóncava del fondo infinito espiralado. Al final supe por qué me habían convocado: por haber manejado camiones en una empresa de mudanzas. Nuestra misión consistiría en viajar por el tiempo, explorar temerariamente la cantidad necesaria de fechas cercanas en muy distintos puntos del planeta -siguiendo los datos clasificados a los que había accedido la Orga-, hasta dar con Tony Newman y Douglas Phillips para hacerlos boleta. Sería como un safari en bondi. Nos dieron documentación yuta tanto del colectivo como diversos pasaportes y dinero en billetes de muy variada denominación.

-A la mierda- dijo Bobby, y luego se cuadró.

Jeta se vio obligado a intervenir.

-Hace años trabajamos en esto. Estamos cincuenta metros bajo tierra. No hay más de diez personas que sepan esto. La operación está bien estudiada y garantizado su éxito.

-Así de fácil- reafirmó Pipo.

Un miliciano nos acercó dos bolsos pesados. Los abrió para que viéramos el contenido. Documentos truchos, muchos relojes extrañísimos de tecnología montonera, fierros como para entretenerse, fajos de billetes, pastillas de cianuro.

Mientras revolvíamos el contenido nuestro comandante dijo que el imperialismo es un tigre de papel, que el pueblo estaba en plena resistencia identificado con las acciones de la Organización, que nosotros representábamos a los mejores hijos de la Patria, descendientes directos de las montoneras del Chacho y las niñas de Vilcapugio y Ayohuma, que era cierto que la represión había sido mucho más que pesada pero que la sangre derramada, etc.

Pipo se cuadró una vez más, rígido. Se lo veía hermoso. Se cuadró Jeta y se cuadraron los compañeros milicianos. Salimos de la sala blindada. En el sótano nos esperaban soldados y técnicos del Ejército Montonero formando en una doble fila que llevaba a la escalerilla del colectivo de la 68.

Algunos nos palmearon, otros lagrimearon, otros dijeron sentirse orgullosos de ser nuestros compañeros o de ser testigos de un episodio fundacional en la historia de las guerras de liberación. Hubo uno que quiso pedirnos un autógrafo pero fue apartado por los demás.

La puerta del 68 se cerró a nuestras espaldas con ese sonido de pedo largo que hacen los colectivos. Me senté en el asiento del chofer, vi un montón de pantallitas y palanquitas y botones. Bobby se sentó en el primer asiento doble.

-¡Arrancalo y poné primera! ¡Pisá el embrague!-, gritaron desde afuera o me lo dijeron por señas, porque apenas apreté el acelerador se hizo un silencio frío, una cosa como de aislamiento absoluto en un cubo de hielo. Luego se formó una niebla y sentimos la vibración de la carrocería La Favorita. El Mercedes Benz levitaba y se movía como en la nada.

Había un banderín de River colgando del espejo filigranado. De pronto todos los relojitos de la cabina se volvieron locos. Entramos o creímos entrar flotantes en la pantalla de la concavidad extrema. Quizá hubo una salva de disparos de FAL.

***

Para hacerla corta: la máquina del tiempo fabricada por el Ejército Montonero, anduvo. Pero nos mandó a la concha del mono. Bobby se desintegró al lado mío -quedaron flotando unos pelos de sus orejas- y no lo vi más desde entonces.

Pasaron, no sé, cincuenta, sesenta años. No es que hayan pasado, necesariamente. Creo que me mandaron a la recontra concha del mono, cincuenta o sesenta años después a partir del momento en que apenas si había metido la segunda. No sé en qué año estamos, estoy o vivo. Sé que estoy en Punta del Este, en el futuro mío o el de ustedes (no sé explicarlo), en uno de muchos altísimos rascacielos vacíos hechos creo que en acrílico o fibra de vidrio, de muchos colores. Traspasan las nubes, son bonitos. Abajo está todo desierto. Es invierno, me recontra cago de frío. A veces veo niebla, nubes. A veces veo arena, dunas gigantescas, destrucción, mar, gaviotas, resaca, peces muertos.

Tengo compañía. Esa compañía me da de comer y me provee ropa de abrigo. Es una señora grande, una veterana que se mantiene, rubia. Por lo que entiendo, la veterana, que tiene la cara lisa como el mármol y unos labios que parecen dos cámaras de neumáticos, por lo que entiendo es la sobreviviente y la oveja negra -una señora bohemia que se dice artista- de una familia de la oligarquía nativa (nativa de Argentina, aliada del imperialismo). Se habla todo la vieja. La entiendo porque estuvo sola no sé cuántos años. Tiene el departamento lleno de chucherías, los ojos acuosos. Pinta unas acuarelas y marinas horribles, me lee unos poemas espantosos, cocina bien, solicita que me la coja a cambio de alojamiento y comida. Siempre anda con muchos ponchos catamarqueños encima, porque la verdad hace frío.

Acá es invierno y el invierno no termina nunca. El viento a mil metros de altura aúlla como mil demonios, manga de hijos de puta. No bajamos nunca, no funcionan los ascensores. No sé cómo hace Monchi, la vieja, para conseguir comida. Sé que habla mucho por teléfono, no entiendo cómo ni con quién. A veces pasan unos helicópteros con forma de compotera, con hélices a los costados. Puede que traigan la comida.

La verdad no tengo mucho para hacer y extraño. Me la paso mirando a la nada, a las nubes o al mar cuando se ve mar, a las gaviotas. Me cago de frío haciendo eso, a mil metros de altura, con este viento de mierda. Miro al mar o a las nubes. Extraño mucho a los compañeros. Me pregunto cómo vendrá la mano con la represión en el pasado, porque venía jodida.

A la que mucho no me banco es a la vieja. Ahí está otra vez gritando desde su dormitorio.

-Nene, ¿vos dejaste otra vez la ventana de la habitación abierta? ¿Subo la calefacción?

Qué remedio, compañeros.

 


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