La memoria siempre se empeña en no ser lineal. Construye los recuerdos de a pedacitos, Sombras de la realidad, sensaciones, comienzos y finales, afectos que perduran pero que son siempre diferentes. Así se construye la propia vida cuando miramos para atrás.

Me acuerdo de su velorio en casa. Era verano y el departamentito de pasillo al fondo estaba sofocante. Me acuerdo de la gente que salía al patio a fumar entre malvones, lazos de amor y lenguas de suegra. Cómo se fumaba antes. Y yo mirando todo desde arriba, en la escalera de cemento que subía a la terraza. Me acuerdo que apagaban los cigarrillos en la tierra de las macetas. Me acuerdo de ella saliendo a la vereda ya muy tarde en la noche. Quedábamos nosotros nomás en el velorio, los íntimos, ella, mi hermano y yo. Me acuerdo que luego durante mucho tiempo ella volvía a contar la impresión de esa salida. La cuadra completa de nuestro departamentito cubierta de coronas, ramos y palmas. De punta a punta. Ni un solo hueco. Sólo flores. Un jardín nocturno decía después siempre que contaba la impresión. El respeto por tu padre convirtió toda la cuadra de Islas Malvinas entre 3 de Febrero y José C. Paz en un jardín nocturno. El hombre más respetado de San Andrés me acuerdo de escuchárselo siempre. Mirándome. Y de mirar yo para la pared me acuerdo.

Me acuerdo de los viajes cantados en el Pontiac 47. El coro empezaba apenas entrábamos a la ruta dos. Vení, hermano, no te asombres yo te vi la noche aquella, que chamuyabas con ella despacito nosequé. Gitana que tú serás como la farsa monea y yo pensaba que la farsa monea era una obra del Teatro Avenida. Me acuerdo de cuando dejaban de cantar y se peleaban. Duro. La plata va siempre al negocio, nunca a la casa. Me acuerdo de ella recitando con cantito las capitales de Europa que había aprendido de memoria en su infancia. Italia capital Roma, Francia capital París, Rusia capital San Petersburgo.

Me acuerdo de una maestra particular que me ayudaba en casa con los deberes. Y se quedaba después para ayudarla a ella a mejorar la ortografía y la letra. Le daba vergüenza escribirles a sus hermanas de España porque ellas sí habían podido estudiar.  Me acuerdo de un tintero que nunca usamos con base de mármol y un busto en bronce de San Martín.

Me acuerdo del don infalible de él para los negocios. Tanto me acuerdo que cuando me duermo con algún quilombo de plata sueño invariablemente que él vuelve y me dice que como ahora ya no tiene que preocuparse por el mercado puede darme una mano para arreglar lo mío. Y me despierto aliviado. Me acuerdo de sus escapadas de cada tarde al casino. A trabajar decía. A pagar las vacaciones. Me acuerdo de una noche que volvió exultante a cenar al hotel hablando de la tremenda racha de ese día: “Se me caía una ficha al suelo y me cantaban verde alfombra”. Me acuerdo del menú escrito a máquina del hotel Gran Provincial, y que ofrecía en cada cena consomé y sopa pavesa (un huevo). Y que una noche entró al comedor un murciélago y lo ahuyentaban los mozos con repasadores blanquísimos.

Me acuerdo de una ruletita de plástico y una libreta colorada y negra con la que se pasaba horas haciendo series. Nunca entendí bien qué era eso de hacer series.

Me acuerdo de unos pulóveres de banlon que usábamos para ir a bailar más o menos para la época en la que él enfermó. Hacían pelotitas enseguida. Me acuerdo de practicar rocanrol con una puerta. De tomar whiscola en el bar Plaza antes de las salidas para ser suelto. Y de una vez que fui a un club a bailar con la que más me gustaba y me cagué. Pero literalmente. Y tiré en el baño los anatómicos CASI. Y después no bailé lentos en toda la noche por miedo a hacer carpa.

Me acuerdo de una noche en el casino de Mar del Plata a los dieciocho, en unas vacaciones de invierno. Salir del salón del brazo de una chica con vestido blanco y cruzarme ahí con un amigo suyo del mercado. Y de turbarme de un orgullo confuso, me acuerdo, pensando en el momento en el que el tipo se lo contase a él.

Me acuerdo de su consejo: dos forros. Uno arriba del otro. Nunca entendí si era una forma de decir o una receta.

Me acuerdo de acompañarlo a la cancha de Boca. De un banderín que me compró una vez con la formación del 54 campeón y que me aprendí de memoria pero seguí de River. Musimessi; Colman y Otero; Lombardo, Mouriño y Pescia; Navarro, Baiocco, Borello, Rosello y Markarián. Director técnico don Ernesto Lazatti. Me acuerdo que cuando no iba a la cancha escuchaba el partido en la cama en una radio Spika con funda de cuero. Y de una vez que se la saqué y la llevé a un asalto en el bajo de San Isidro un domingo y me la afanaron. Y de mi viaje en tren a Retiro ese lunes con una cadenita de identificación de oro que me había regalado tía Aida para venderla en calle Libertad y comprarle otra radio igual. Respetable.

Me acuerdo del living nublado de humo y ella riendo como una loca en la cocina los días de costillita. De a tres en la plancha humeante las costeletas de cerdo, y yo con él y con mi hermano gritando compadritos otra vuelta otra vuelta, y haber celebrado un mediodía de sábado el record de seis cada uno. Costillitas y limón para que no asiente la grasa. Vino Pángaro y sifón. Que a la salita de cuatro por cuatro la llamábamos living.

Me acuerdo de su viudez enlutada. De sus meses sin salir y de su energía puesta solo en mover la lanzadera de la máquina Knittax de tejer. De la mañana a la noche. Ruido a lija. De sus pulóveres estirados hasta la rodilla en el primer lavado que usábamos igual para consolarla.

Me acuerdo de la 15 A, un quilombo en el Barrio Derqui de Caseros y de una madama deslenguada a la que le decían la Dora. De asistir como misa cada sábado a la tarde con Marcelo y con Silvio antes de ir a bailar.  De esperar turno como en un consultorio. De una morocha taciturna de tetas ñatas en la cama ahí y del día que me animé a preguntárselo haciéndome el distraído. Y de su respuesta seria y aplicada: su receta para el amor. Que nunca conté y que no contaré ahora tampoco.

De una novia de voz gruesa a la que le decíamos toscanito.

Me acuerdo de aquel regreso al barrio después de tantos años. Ya con hijos. Y con un corretaje respetable. Uno de esos días de no saber muy bien ya qué hacer con la vida. De haber parado el Citroen en la vereda del club para mirar desde enfrente la cuadra de casa, la del jardín nocturno. Y de decirme con módica acidez estomacal esa mañana que no toda la cuadra podía haber estado tapizada de flores. Que estaba ahí la casa del loco Poroto al que ella llamaba el turulo y que las hubiera tirado si se las colgaban en la verja. Y estaba el baldío donde no había siquiera dónde apoyarlas. Y el taller de chapa y pintura de la esquina que trabajaba con los autos sobre la vereda. Que había bastantes flores sí pero que, ojo, a dos veredas de casa estaba La Diosma de Alfredo Dusach, la única florería del barrio. Y que no tapaban todo, no, y que esa –bastantes y todas– era al fin y al cabo la diferencia ordinaria entre la realidad y la figura. Me acuerdo de anotar en la parte de atrás de la planilla de unos electrodos de soldadura que correteaba: “Al mito no le alcanza bastante”.  Una birome con la marca Conarco rodeada de chispas. De sentarme esa mañana en una mesa de la ventana del bar Plaza, escribir unas cosas medio poéticas sobre el recuerdo en el reverso de las planillas y pensar en dejar de una vez los electrodos y dedicarme a hacer eso nomás. Escribir y tomar whiscola a la mañana.

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