Una de las cosas que no se detiene en estos días son los sueños. Un espacio habitado por temores y premoniciones ante un porvenir que tarda en llegar.

Tras cinco meses de aislamiento sanitario, habitando en un departamento de cuarenta metros cuadrados y habiendo realizado todas las prácticas recomendadas para combatir la ansiedad que genera el encierro, desde yoga, pasando por Tai Chi y meditación zazen, elaboración de recetas de cocina, manualidades, lectura, pintura de mandalas y petit jardinería, cabe preguntarse cuáles efectos generará en la psique de cada uno de nosotros la sombra amenazante de una pandemia mundial.

Desde la primera semana comencé a llevar un diario de mis sueños. Leí Jung y otros textos clásicos, y pacientemente cada mañana después de desayunar transcribía a manera de informe las imágenes oníricas que poblaron mis noches. A medida que avanzaba, los sueños se intensificaron como si a la falta de vitalidad diurna el cerebro compensara con un ejercicio de imaginación. Por entonces encontré un texto que me abrió una pista, El Tercer Reich del sueño, de Charlotte Berardt, publicado en 1966 y que registra los sueños de trescientas personas en Alemania entre los años 1933 y 1939. Una colección de sueños que prefiguran el advenimiento del nazismo a través de imágenes sombrías y terroríficas.

«La única persona que aún lleva una vida privada en Alemania, es la persona que duerme», señala Berardt y evidencia la sensación de vulnerabilidad que de manera inconsciente se filtraba en las conciencias. Una realidad brutal y avasalladora ante la atmósfera invasiva del nacionalsocialismo. Cuenta Berardt que poco tiempo después de la toma del poder por parte de Hitler, un médico soñó que al estar en su piso después de un día de trabajo, hojeando un libro en el sofá, de repente desaparecieron todas las paredes, también las de las viviendas colindantes, hasta quedar completamente al descubierto. En este momento, escucha un anuncio por megáfono que comunica un decreto sobre la abolición de todo tipo de paredes.

La función testimonial de los sueños, la condensación de señales que permean nuestra subjetividad, demuestra que pueden ser considerados como evidencias de época. Como señala la escritora Bárbara Hahn en Noche sin fin. Sueños en el siglo de la violencia: “En el sueño se abren puertas que en la vigilia permanecen bloqueadas. Los sueños anotados resguardan este saber, por lo que un archivo del mismo contiene material histórico.”

Es claro que en la actualidad lo que produce ansiedad e incertidumbre es la pandemia, y no como señalan con interesada malicia algunos comunicadores, la cuarentena, como así también la racionalidad depredadora de una economía extractiva y voraz como telón de fondo que parece precipitar el desastre. Por eso indagar y registrar los sueños y representaciones de este singular momento histórico de parálisis social, podría servirnos como una especie de sismógrafo espiritual ante los desafíos que la humanidad debe afrontar. Desde hace tiempo, las ficciones sobre el futuro tienen un tinte aciago y apocalíptico. Basta pensar en las series Years and YearsLos cuentos de la criada hasta el decorado social de Jocker pasando por El Colapso, para reconocer los temores inconscientes que nos abruman. Como dice la ensayista Linda Maeding: “Esta forma de entender los sueños como un espacio liberador frente al opresivo día a día, sería otro modo de otorgarles un carácter político, aquí en el sentido emancipador.” Como hemos visto el sueño destila la esencia de un acaecer histórico y colectivo en esta catástrofe, y cuyas cristalizaciones es capaz de representar estableciendo conexiones aún no articuladas de manera verbal.  Es decir, los sueños podrían revelar “puntos ciegos de nuestra cultura” o una especie de sociología de las estructuras variables del inconsciente. Desde esta perspectiva interrogarnos sobre nuestras “visiones nocturnas” (algo que no está historizado) es preguntarnos cómo de manera inconsciente procesamos una experiencia inédita a nivel planetario. Qué efectos producirá en nuestra psiquis la convivencia viral que ha logrado paralizar todo el sistema, y el deseo tecno de crear umbrales inmunológicos. Desde la filosofía se han ensayado diversos análisis: desde el fin del capitalismo hasta el Estado de excepción, pasando por la imposición de una biopolítica cimentada sobre el registro digital, o controles de anónimos vigilantes enfundados en mamelucos sanitarios.  ¿Las imágenes que se imprimen en nuestra retina mental serán el material de futuros sueños? ¿Los monos hambrientos de Tailandia invadirán nuestras ciudades oníricas? Los muertos en las calles de Perú o Ecuador, y las fosas comunes en Manhattan o Brasil, ¿es la profecía autocumplida de nuestras pesadillas? ¿El friso social distópico de saqueos o incendios es el efecto fantasma, o el pandemónium que produce el retorno de lo reprimido?

La normalidad tal y como la conocíamos se evaporó y ya no sabemos cómo seguiremos. Interrogarnos por los sueños es preguntarnos sobre lo inconsciente que nos habita. Es el intento inmemorial por pensarnos en la existencia, tal vez la única manera de situarnos sea volver a soñarlo. Desde siempre, los sueños han sido un mecanismo arquetípico para interrogarnos sobre el devenir humano, de tratar de extraer de su enigma la potencia de su interpretación. Más aun cuando el mundo tal como lo conocíamos y vivíamos ha entrado y nos ha arrojado a una vivencia de extrañeza y mutación, como decía Gerard de Nerval en la introducción de Aurelia: “El sueño es una segunda vida. Yo no he podido nunca abrir sin estremecerme las puertas de marfil o de asta que nos separan del mundo invisible. Los primeros instantes del sueño son una imagen de la muerte. Una nube espesa entorpece nuestro pensamiento, y no podemos fijar exactamente el instante en que nuestro yo, bajo otra forma, continúa la obra de nuestra existencia.”

 

Fuente. Barbaria