Cuando las palabras parecen no alcanzar en una conversación imposible, la recurrencia de un recuerdo infantil se transforma en la llave que abre un nuevo territorio que sirve de continente.

Cuando me acerco a la cama para darle un beso a mi tío, la incapacidad que tiene de controlar sus movimientos hace que, en lugar de agarrarme el hombro a modo de abrazo, me pegue un manotazo fuerte en la oreja. Mi tía ni se da cuenta. Me pregunto si él lo habrá notado, si es consciente de que su cuerpo ya casi no es suyo, de que la enfermedad le está convirtiendo el cerebro en una esponja.

Me siento en una silla en el dormitorio, la oreja me duele un buen rato. Mi tío todavía puede conversar con cierta coherencia, así que trato de entablar una conversación que, en un noventa por ciento, es dirigida, sostenida e incentivada por mi tía. Cuando caemos en algún peligroso bache sin palabras, él voltea la cabeza y mira hacia la ventana con un gesto raro, entre tristeza e inquietud. Ella no le da lugar al silencio: hace alguna pregunta, comenta algo simple, hasta infantil, que lo trae un rato más con nosotros.

—Rober, dentro de un rato viene Clara con la nena, con Ema—. Mi tío deja de mirar los árboles pelados del patio, pareciera que la enfoca un poco.

—¿La nena?

—Ema, la bebé, ¿te acordás?

—Ah, sí, sí, Ema, claro que me acuerdo. Hermosa, Ema —le responde él, sonriendo, aparentemente entusiasmado con la idea.

—A Rober le encanta cuando viene la nena —me involucra ahora mi tía en la conversación, refiriéndose a él en tercera persona aunque esté ahí, como cuando se habla en presencia de un nene chiquito—. ¿No es cierto, Rober?

—Sí, sí —asiente él, distraído, mirando de nuevo para afuera.

Yo sonrío, digo que qué bueno, pregunto si la nena duerme de noche, si mi prima está contenta, qué tal la casa nueva, cómo se porta la gata con la bebé. Mi tía responde entusiasmada todas las preguntas, como si fueran de verdadero interés para mí o para ella o, peor todavía, para él, que ya se ha desconectado de nuevo de nosotras y se remueve inquieto, mirando siempre hacia la ventana, un poco abierta a pesar del frío de julio.

—La cierro, Rober, no pasa nada. ¿No es cierto, Lali, que no pasa nada?

—No, claro que no —digo yo, sin tener la menor idea de a qué se refiere.

 

Más tarde, en la cocina, las dos solas, mi tía deja de actuar como maestra de jardín y me explica de qué se trata la enfermedad, cómo no hay manera de tener un diagnóstico absolutamente exacto hasta que no vean el cerebro cuando hagan la autopsia, cuál es el pronóstico. Que van a tenerlo en la casa todo lo que puedan, que es cuestión de meses. Me habla con una tranquilidad que vuelve su dolor más plano pero también más absoluto. He visto esa mirada en los chicos que a veces tengo que atender en el juzgado: la tragedia es completa, tan imposible de detener como una inundación. Ya no lloran ni protestan: hablan, están, explican, miran. Nada más.

 

Cuando estaba en segundo o tercer año de la facultad empecé a alejarme de mi familia, a no estar tan pendiente de ellos. Ya no me interesaban como antes mi abuela, mis tíos, mis primos. Seguramente yo tampoco tanto a ellos. En mi familia el afecto y la atención nunca se reclamaron y está bien: eso se da naturalmente o no sirve para nada, quién puede querer cariño a la fuerza o por compromiso. Yo llevaba esa postura al extremo, y esa fue la forma de establecer los roles que después no se cambiaron más: mi hermana fue la regalona, la chistosa, la atenta. Yo, la desamorada.

Todo eso hizo que no notara en qué momento mi tío se había ido transformando en un ser abatido, tristísimo, sin interés por nada. Cuando yo era chica él era un tipo irónico, inteligente, propenso a los chistes agudos pero inofensivos, siempre correcto, siempre cordial.

Durante las vacaciones de invierno que yo solía pasar con ellos, en Pergamino (que era para mí como la gran ciudad), me encantaba el ritual del desayuno. En mi casa nunca desayunábamos todos juntos: mi hermana y yo solamente “tomábamos la leche”, de paradas, mientras nos abrochábamos los guardapolvos, listas para salir corriendo a la escuela, a la que solíamos llegar tarde. En lo de mis tíos y mis primas, el desayuno era sagrado; y en vacaciones, más: horas sentados en la mesa comiendo y charlando, cerca del calefactor. En mi casa, en cambio, hacía siempre frío: a Entre Ríos no había llegado el gas natural todavía.

Una noche de vacaciones de julio, estábamos todos sentados como de costumbre alrededor de la mesa, mirando en la tele una película para chicos, de esas que pasaban en Telefé o el Trece. Mi tío tomaba vino de cajita con soda durante las comidas, otra costumbre rara para mí: mis padres eran prácticamente abstemios y en mi casa se tomaba solamente agua, ni siquiera jugo.

—Esa es una lechuza de los campanarios— nos explicó, cuando el animal apareció en una escena de la película.

—Ahhh…— dijimos con mis primas y mi hermana, sin prestarle mucha atención, concentradas en la historia.

—Esa es una lechuza de los campanarios— repitió unos minutos más tarde, en otra escena.

—Sí, ya dijiste—. La película era atrapante, ni movimos la cabeza para mirarlo.

A la tercera vez empezó a ser gracioso y vimos que lo hacía a propósito.

—Ese animal es conocido como lechuza de los campanarios —volvió a explicar, pesado, con un tono enciclopédico, lo que provocó nuestras risas—. ¿A qué no saben cómo se llama ese pájaro? Sí, muy bien, es la lechuza de los campanarios —repitió muy serio, antes de irse a dormir, cuando la película estaba a punto de terminar, y nos hizo reír otra vez. Me sorprendía cómo podía hacer chistes graciosos sin necesidad de burlarse de nadie.

 

O tal vez a eso lo pienso ahora, en cómo era capaz de hacer reír a los chicos, que siempre encuentran graciosas las repeticiones. Lo pienso esta mañana en que lo veo en la cama, sin poder moverse demasiado, desvariando de a ratos. Mi tía me dejó a cargo mientras iba a hacer las compras para el almuerzo. Me siento en un sillón contra el placar, casi en silencio, tomando un mate atrás de otro, incómoda. Nunca sé cómo hablarle a la gente que parece estar loca, o enferma.

Mi tío mira el techo, callado. “Que se quede así, que no hable hasta que vuelva mi tía” ruego en silencio y recuerdo que nuestra última conversación, hace años, fue sobre el latín que yo estudiaba en la mesa de la cocina de mi departamento en Buenos Aires. Una materia de Derecho que me estaba costando horrores. Él, que es abogado pero nunca ejerció, se interesó por mi traducción, me dio algunos consejos.

 

Ahora se mueve un poco en la cama y dice algo en un murmullo. “¿Cómo?” le pregunto, mientras acerco el sillón un poco.

—Lali —me dice sonriendo—. ¿Te acordás de esa chica de cuando vivíamos en Rosario? La violinista. Qué linda chica era.

—Yo todavía no había nacido cuando ustedes vivían en Rosario, tío.

—Pero sí, vos te acordás: la vimos una vez caminando por la calle, con una pollera acampanada y una blusa, llevaba el estuche del violín. Era una amiga, éramos amigos.

—¿Y era talentosa?

—Sí, era talentosa y linda —me responde, con un dejo pícaro que nunca le escuché y que jamás se hubiera permitido adelante de mi tía. Entre jadeos y esfuerzos para respirar, me habla, bajito, de violines, de la chica que le gustaba, de cuando iba a verla ensayar. Escucharlo es insoportable: se queda sin aire, se desespera por terminar una frase. Lo interrumpo y me largo a hablar de los violines yo también, digo que es lindo instrumento, pero yo prefiero el cello, algún día voy a aprender a tocar, le cuento, cuando me jubile voy a alquilar uno, es un instrumento caro. Hablo sin parar, tratando de tejer una red para él, para que parezca que nuestra conversación tiene una mínima lógica y, sobre todo, para que no quiera hacer el esfuerzo de volver a hablar.

En un momento noto que deja de escucharme: de nuevo mira, nervioso, hacia la ventana. Empieza a poner cara de susto y a querer incorporarse, sacudiendo espasmódicamente las piernas en el intento, por supuesto, infructuoso. Mira la cama y mueve los pies sin coordinación. Agita las manos como si espantara algo.

—¡Entraron por la ventana abierta, del patio, por el pasto alto! Son las víboras, ayudame, sacámelas… —trata de gritar, pero con un tono que ni siquiera alcanza a ser elevado, porque ya no puede articular bien.

—Pero no, tío, no hay nada en la cama, ¿no ves? —le respondo, estúpidamente, porque le muestro una realidad que ya no es la suya y no le sirve para nada. Ojalá mi tía se apurara con las compras. Él no deja de moverse y me mira espantado. Pienso con desesperación qué hacer para que se calme.

Me acerco y le pongo una mano en la rodilla, a ver si se queda quieto. Le digo que estoy segurísima de que no van a entrar. —¿Te acordás, —le digo, —de la lechuza de los campanarios? Anda cazando por el patio y las víboras le tienen miedo. La tía la deja que haga nido acá, porque las espanta. No te preocupes, no va a entrar ninguna.

Me pregunto si sabrá de lo que estoy hablando, si se acordará de esa noche y de su chiste sobre las lechuzas. Me pregunto, también, si sonaré tan infantil como mi tía. Aunque esto último ya no me preocupa: él parece tranquilizarse un poco, reconfortado acaso por la presencia invisible de las lechuzas, que nos cuidan ahí afuera.

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