Pese al reino de la cuarentena, ni el amor ni la violencia desaparecen. Aun desde el encierro, el afuera se las arregla para dar el presente. Un hombre entre la búsqueda de una paz imposible y la muerte que acecha.
El trayecto desde Flores a Floresta lo hizo un tanto temeroso y se alargó más de la cuenta por esquivar los controles policiales, que aparecían sorpresivamente en las calles mal iluminadas que debía cruzar, pero no podía dejar de ir a la casa de Nora a buscar esas flores cultivadas con esmero durante tantos meses. ¡Flores! ¡Flores! Lo ayudarían a soportar mejor la cuarentena, valía la pena arriesgarse a pesar de la policía. Todo lo acordaron por el celular.
-Cuando estés abajo, mandame un mensaje porque no funciona el timbre.
-Llego en 20 minutos.
-Te las tiro por la ventana.
-¿No vas a bajar?
-No, se me acabo el desinfectante y me cuido de no pisar la calle.
-¿Qué tiene que ver?
-Tendría que rociarte todo, sino es muy peligroso.
-Tenés razón, tiralas por la ventana.
La ansiedad lo corría y una cuadra antes de llegar le envió un mensaje a Nora,
-Ya llegué.
Pero, cuando estuvo debajo de la ventana indicada, Nora ni siquiera había subido la persiana y volvió a mandar otro mensaje. Justo en ese momento, un patrullero aminoró la marcha y la poli que conducía lo miró como se mira a los sospechosos, a los infractores, pero el asunto quedó en la presunción de la sospecha y la patrulla continuó su camino, aunque eso no lo tranquilizó. Y al ver que los textos seguían sin ser leídos, le envió un audio.
-¡Boluda, estoy abajo! ¡Ya pasó la policía! ¡No caminé 20 cuadras al pedo! ¡Por favor, atendé!
Volvió a encender otro pucho y miró la hora en el celular, las 2 y 25 de la madrugada, era posible que su amorosa novia se hubiera quedado dormida y dejó los audios y mensajes de lado, decidió llamar directamente, pero al final cortó porque su llamada no era atendida. Bufando como un loco decidió esperar solo 5 minutos más y de no obtener respuestas pegaría la vuelta resignado. El tiempo pasó volando, pero no exento de puteadas y terrores y cuando ya emprendía los primeros pasos de la retirada, ella lo llamó y le dijo:
-¿Me estuviste llamando?
-Sí, te llamé como 10 veces, hace 15 minutos que espero.
-Es que anda mal mi celular, vení a la puerta que estoy abajo.
Dobló la esquina y allí estaba Nora bajo el umbral, en camisón y con las ojotas calzadas con cierto trabajo por las medias de lana que tenía puestas. Al verla, tuvo el deseo de tocarla, lamerla, chuparla. Cubierto con ese ropaje ridículo, se escondían sus turgencias y el tenía ansias de desenfreno, pero, al verlo, ella le dijo:
-¡No me mirés la facha, estamos en cuarentena!
-Yo también parezco un ciruja.
-¡Parate ahí y cerrá los ojos!
Se quedó parado en el lugar preciso y cerró los ojos como ella se lo había ordenado. En esos instantes de parálisis, sintió el rocío del agua con lavandina en su cara y como esa humedad olorosa impregnaba su ropa.
-¡Listo! ¡Ya estás desinfectado!
-Vos estás loca.
-¡Loca! Caminaste 20 cuadras por este barrio lleno de infectados.
-Tenés razón.
-Tomá las flores, fumate un rico faso y si te pinta el deseo de garchar, avisá, que hacemos algo por video conferencia.
-Dale, te aviso.
-Chau, le dijo ella, lanzándole un beso al aire. La primera cuadra la caminó alegre y distendido, pero esa alegría se evaporó atravesada por un pensamiento cuya certeza le atravesó la mente: A ella, le importaba más la salud que el amor, y se ofuscó al comprobar que el contacto físico era una restricción que limitaba no solo a los afectos, sino aquello llamado lo físico, lo corporal, y esa Nora, por tan loca que fuera, no había transgredido la ordenanza. Esa reflexión se desvaneció pronto y su ánimo cambió hacia un estado paranoico apenas soportable, al ver a otra patrulla cruzar la calle de la esquina siguiente. Como explicar ese olor a lavandina, como justificar llevar un frasquito lleno de flores de cannabis, no paraba de maldecirse en medio de esa agitación, la cual lograba aplacar si se detenía unos segundos la marcha para decirse: No soy un prófugo ni un evadido, soy solo un ciudadano común y silvestre. Solo hoy he roto la cuarentena. Se consolaba a sí mismo con esas puerilidades, al tiempo que se cruzaba de vereda, si acertaba pasar por la puerta de un geriátrico, a los cuales consideraba focos de contagio en potencia, al igual que a la gente que dormía en la calle. Ya tenía bastante con los tres que acampaban enfrente de su ventana y al salir le decían:
-Buen día vecino.
-Buen día. –les respondía de mala gana.
Porque se emborrachaban a cualquier hora y ante la ausencia del tránsito de vecinos “auténticos”, encendían fuego para cocinar y llenaban de humo la cuadra, después del guiso continuaba el beberaje de las cajas de mal vino y comenzaban las peleas, uno amenazaba a otro con hundirle una faca en la panza y este recibía la amenaza de ser prendido fuego, mientras el tercero los amenazaba con molerlos a palos si no lo dejaban dormir.
Cuánto alivió sintió al llegar, los tres deshilachados dormían. Lo primero que hizo fue buscar In a silent way de Miles Davis en youtube y armarse un porro, la música ideal para disfrutar la serenidad de la madrugada. ¡Un hombre feliz! ¡Sí, soy un hombre feliz! Abrió uno de los postigos y contemplaba el cielo estrellado mientras las series de notas irrumpían como una sustancia sonora en el aire fresco de la noche. ¡Qué más pedir! Una copa de Malbec sería lo más oportuno, por suerte aun quedaba un resto en la botella. Después de echar el humo de una buena seca, brindó en solitario desde la ventana, por los tiempos futuros y por ese presente tan disfrutado al cual vivía con intensidad. Pero de pronto, esa calma fue quebrada por el vozarrón de uno de los durmientes.
-¡Hijo de puta, me tocaste el culo!
-Fue sin querer.
-¡Por eso, pensé que querías cogerme y no te animas, cagón!
-¡A vos te voy curar a cuchillazos en la panza, puto de mierda!
-¡Animate, vas a ver cómo te prendo fuego!
-¡Si, no me dejan dormir los voy achurar a los dos!
-¡Vos no podés achurar a nadie, no sabés las ganas que te tengo!
-¡Ganas de qué, te voy a moler a palos!
-De amarte mamita, no me pegues.
-Te voy romper todo.
En ese momento el amenazante moledor a palos se levantó y tomó un fierro de abajo del colchón, al tiempo que el amenazado hacía lo mismo con una faca y se ponía en actitud defensiva y el tercero se incorporaba con una botella de alcohol en la mano y les decía,
-No me rompan los huevos, los voy a prender fuego a todos.
-¡A quién vas prender fuego!
-A ustedes, que no dejan dormir.
La discusión no duró mucho y pronto se pasó a los hechos, porque un palazo dado certeramente y a traición le reventó el cráneo a unos de los discutidores quien, convulsionado, cayó al piso casi muerto. Al verlo ahí tirado a sus pies y con la sangre mojándole los pies, el de la botella le arrojó todo el alcohol del frasco al agresor traicionero, quien se convirtió en una pira humana después que el otro le arrojara el encendedor con la llama abierta.
-¡Me mataste, hijo de puta! –Decía el de la cabeza rota.
-¡Vos me prendiste fuego! –Decía el traicionero.
A la trifulca mortífera se sumaron los gritos de algunos vecinos.
-¡Dejen dormir, hijos de putas!
-¡No jodan con fuego, me van a prender fuego el auto!
-¡Apaguen ese fuego que hay un olor espantoso!
-¡Llamen a la policía!
-¡Ya la llamamos mil veces y no vienen!
Esa contingencia de presenciar el espectáculo de un bonzo ante sus ojos y el aturdimiento por los gritos de los vecinos detestables, lo hicieron tomar una determinación. Se fue al placar a buscar la Beretta, para aliviar la pena del muertito encendido, que había logrado apagar un poco las llamas y aun le quedaba un resto agónico de voluntad, como para cobrarse la venganza y había arrinconado al traicionero contra el tronco del árbol y le daba una puñalada tras otra, hasta que cayó en el suelo con la panza cosida a puntazos. La perrita a la que siempre llamaba ¡Puta, vení acá! O ¡Borracha, no cruces la calle!, ladraba a su lado, como si quisiera revivirlo.
Cuando encontró el arma, se asomó a la ventana y le disparó al incendiado, humeaba y gemía recostado contra el paredón, tuvo el valor de volver a volverle a disparar para liberarlo del sufrimiento, cuando el otro decía:
-¡Quiero morirme ahora! ¡Quiero morirme ahora!
Después de los disparos volvió el silencio, aun no había calibrado –palabra acorde a la contingencia- si su acto podría ser interpretado como el de un benefactor atroz o el de un hombre acorralado por la circunstancia, en las que se encieerran ciertos prejuicios miserables. Ya no sonaba más In a Silent Way y cerró los postigos para protegerse del frío y del horror de las muertes. Se recostó en la cama, con la intención de que el sueño lo alejara de toda la miserabilidad, pero no pudo lograrlo, a través de las celosías se colaba la luz azul de las sirenas de los patrulleros, podía oír las voces de la jerga policiaca y otro temor se apoderó de él. En las autopsias podían descubrir los disparos, los peritos en balísticas podían determinar la distancia y el ángulo de los mismos y ser incriminado como un asesino. Entonces, aterrorizado, se vio pasando de un encierro a otro encierro y que tal vez no moriría infectado por el virus, pero si de un infarto, de un ACV y del cansancio de su cuerpo en una cárcel inhóspita. Volvió a levantarse, se sentó en el sofá y se llevó la Beretta a la sien, pero el tiro del final no le salió, la bala quedó atascada. En la ráfaga de unos segundos, un pensamiento casi inútil, lo absorbió todo: El suicidio, también, es una determinación que siempre se toma demasiado tarde.
Eduardo Silveyra es periodista y escritor. Entre sus libros, Río revuelto, Esa puta memoria y El agua ardiente.
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