Una niña, un crimen, gentes torvas. La búsqueda de algo que tenga que ver oscuramente con la justicia. Un relato llevado con muy buen pulso, y con sogas de ahorcar y palas para cavar tumbas merecidas (Foto: Jaime Andrés Villa Ossa).
[Co]n apenas siete años todavía podía oponerse. La tironearon de la remera sin color. Escondida debajo de la cama, no quiso salir de la habitación. Clarita miraba con ojos grandes como para tragarse las voces de los otros. Hacía dos semanas que había dejado de hablar. Su familia había descreído de la medicina. Murmuraban entre ellos que todo había sido cuestión de la tormenta. El trueno, sí. Ella en el patio iluminada por el rayo. Siempre se necesita un origen y una causa. Ellos habían inventado esa noche oscura, su camisón empapado de sudor y sus manitos temblando.
Ese día la arrastraron del patio y la ataron a la cama por las dudas. El único médico que vino, viajó de lejos, para abrir su maletín y sacar un frasco empezado. Aconsejó dos veces por día y que lo volvieran a llamar. Clarita escupió en el inodoro el jarabe. Se arrodilló y hundió los dedos en la garganta para provocarse arcadas.
No hubo cura; pero sí, un pedido especial. Señaló la ventana. Quería dormir con la persiana abierta de noche. Ya no hablaba. Miraba la comida, la engullía y la vomitaba en el baño. Había adelgazado. Su mudez molestaba más que sus gritos desaforados. Alguien aconsejó hierbas para evitar que Clarita se convirtiera de a poco en otra, en una chica sin control. La tormenta sacude la voluntad, dijeron. Siempre había alguien que sabía tanto como para disponer sobre la vida de cualquiera.
Resolvieron encerrarla en su pieza. Su cuerpo no pudo crecer. La habían alejado de los otros vecinos, de los parientes que preguntaban siempre para asegurarse de que todo iba peor. Tenían miedo de otro trueno y de la muerte definitiva. La gente masculló hechizo. Se habló de un hombre grande que había merodeado la casa la misma noche del temporal. Se buscó un culpable.
La conjetura con el tiempo adquiere la forma de la verdad. Aquello que se supone tiene cuerpo, viste una campera oscura y unos pantalones sucios con olor a orín. La culpa corre rápido como la monstruosidad del cuerpo y el carácter. Entre varios se dieron a la caza. Empezaron a llamarlo bestia y a crear una historia más poderosa que las hierbas.
Nadie pidió permiso. Ocuparon la casa dominados por una verdad poco convincente, pero necesaria, y la resignación de los padres de Clarita. Ellos asintieron a que se lo trajeran a la habitación de la enferma. Lo trasladaron a empujones.
Una voz de mando gritó que lo había hallado en el bosque con sangre en las manos y una muñeca sin brazos y sin ropa. Una vez en la pieza los enfrentaron. Los dos habían perdido la condición de humanos: la chica movía la cabeza de un lado a otro y escupía saliva; el hombre entendía demasiado su destino y de nervios volvía a mearse encima.
Todos vieron en el brazo de Clarita una herida todavía roja. Nadie discutía. Quien comandaba el cautiverio fue el primero que lo sacó de la casa. Muchos se habían apostado en la vereda de enfrente. Gritaban justicia.
Tenían armas preparadas. La justicia requiere de una escena. Lo llevaron al mismo lugar en el que lo habían encontrado. Buscaron una soga y un árbol. Hicieron un pozo con palas.
La única autoridad prefirió esquivar la condena. Por una ventana abierta de la Comisaría tiraron la muñeca desnuda como señal de justicia inmediata. Clarita se imaginó la condena. Ante el asombro de todos se levantó y fue a la cocina. Apenas podía moverse. Buscó por la alacena el jarabe. Todos presenciaron un milagro. La madre rezó en voz alta. Clarita bebió del frasco y balbuceó una lengua incomprensible. Por miedo callaron las oraciones.
El cautivo yacía bajo tierra. Lo enterraron por puro temor a una represalia. El mal se extiende hasta en los cuerpos sanos. Iniciaron una marcha lenta hacia la casa de Clarita. Habían cumplido con un deber. Nadie dudaba de la reparación.
En los pueblos se necesitaban líderes. Se iban a presentar ante los padres de Clarita. Iba a hablar el Jefe, el que había tendido la soga y había bajado al cadáver. Los demás lo rodeaban en círculo. Nadie murmuraba, pero ya lo sabían justiciero.
Una vez en casa de Clarita, los padres abrieron botellas de vino. Soltaron la lengua y contaron cómo había sido todo. En la calle, la gente amontonada aplaudió. Alguien gritó algo sobre los héroes. Lo acompañaron. La madre de Clarita lloró y abrazó al ídolo. Él se acomodó la campera de cuero como señal de tarea cumplida.
El alcohol siguió durante todo el momento de la reparación. Unas nubes anchas y oscuras amenazaban desde el cielo. No se pensó en una respuesta del universo, distraídos se llenaban los vasos. Se acercaron a la casa para saludar a la madre de Clarita y poder estar cerca del vengador. Poco a poco el terror dio paso al festejo.
Nunca supieron sus nombres. Bastaba con el de Clarita que seguía en su habitación con otra muñeca sin brazos al lado de la cama. La madre le pidió que saliera y agradeciera a su salvador. Llegó al comedor y lentamente se paró frente al caudillo.
Él giró la cabeza. Habló en voz alta. Había tomado bastante. Trastabilló al quererse servirse más alcohol. Clarita lo señaló con su dedo índice. La madre le bajó el brazo y corrió a buscarle el jarabe. Le intentó hablar y le dijo algo que tenía que ver con la justicia.
Clarita quiso más jarabe y los hombres más bebida. La madre no sabía cómo agradecer y envió a comprar más damajuanas. A esta altura no pensaban en irse. El primero que tambaleándose salió a la calle fue el jefe.
Correspondía que él mismo diera el ejemplo. No escuchó los aplausos en la vereda. Adormecido por el vino, se dejó llevar en andas. Sus propios compañeros lo alzaron en los hombros. Caminaron hacia el bosque. Era tarde para zafarse. No vio la soga que traían ni el árbol.
Las primeras gotas no interrumpieron la tarea.
Clarita necesitó de la primera muerte para pensar la inocencia y la víctima. Después cumpliría su destino en la tierra. Habló y tomó más jarabe. La madre con llanto en los ojos no la reconoció.
El padre sacó de un mueble un revólver. Las risas de los que ya habían ocupado el comedor taparon el disparo. Clarita con el pie corrió el arma y el cuerpo de su padre. Desde algún lugar se lo habían ordenado. La sangre había manchado el piso y se confundía con el vino derramado.
El olor a pólvora y la lluvia hicieron que la casa y las mujeres se quedaran solas con el muerto. Clarita tomó el arma del piso. No tenía necesidad de apuntar a nadie. Su madre tembló. Tenía enfrente a una fiera. Se le ocurrió pensar en la muñeca sin brazos.
La asustaron los truenos y la represalia de su hija.
Ahora las dos eran extrañas. Quedaron a oscuras. Un cable de luz se había caído y había dejado oscuras a todo el pueblo. La gente corría aturdida por la rapidez de los acontecimientos.
La torpeza de los borrachos rompió vasos. La madre de Clarita la llamó por temor a que se lastimara.
Ella ya no la escuchaba. Se había desnudado y esperaba en el patio que el hombre que le había prometido ser dueña de los relámpagos la volviera a llevar a su dormitorio.