“Los chinos” un relato de Raúl Argemí, escritor argentino ganador del premio Hammett, transcurre en el Barrio Chino de Barcelona. Las fotos que lo ilustran son del fotógrafo catalán Joan Colom.
Los Chinos
En muchas ciudades hay un “barrio chino”, y nadie sabe por qué se lo llama de esa manera, cuando en su origen no hubo un solo chino. Más, eran tan extraños, tan otros, que se los imaginaba con coleta, retorcidas uñas de mandarín, y los ojos pintados en diagonal, como el Fumanchú en blanco y negro del cine de aventuras.
Pero tarde o temprano se opera el cambio. Un día las autoridades deciden que ese punto negro, ese fondeadero del vicio, de marginales y de pobres de todas clases, perjudica de cara al turista. Y le cambian el nombre.
Raval, nueve de la mañana.
La Carmen sale a la calle protestando. Como siempre. Que la escalera es una mugre. Que todos lo putos “yonquis” de Europa se vienen de vacaciones a Barcelona. Que un día se van a enterar, cuando se rompa una pierna.
Los dos hombres llevan un largo rato discutiendo, en un español áspero, plagado de frases prefabricadas, de giros que se entienden, tal vez, solo en esa esquina y a esa hora. Nadie sabe por qué discuten, ni a nadie le importa. Son escoria. Lo que queda después de una vida que se fue hundiendo en la miseria y el olvido inmediato del alcohol barato, un chute de “caballo” si cae a mano y, cuando alguien financia, algo de cocaína.
Los dos son muy bajos, casi enanos. Como si no hubieran nacido para crecer, como si se hubieran reducido con los años. Los dos visten ropas deportivas donadas en alguna iglesia. Parecen niños que envejecieron mal y rápido.
-Carmen ¿A cuánto está hoy el polvo? -dice uno, y exhibe una risa sin dientes, que suena como si se aclarara las flemas de la garganta.
Ella ni lo mira. No contesta. La Carmen, cuentan, fue una de las reinas del Raval, cuando todavía era el “Barrio Chino” de Barcelona. Hace medio siglo.
Camina arrastrando un poco los pies. Hasta la orilla alambrada de esa construcción donde esperan las putas. Hasta el rincón de sol que nadie le pelea, porque ¿para qué? No es competencia. Ninguna quiere sus clientes de a diez euros cualquier servicio.
Los dos enanos parecen estar de acuerdo en algo, y dan unos pasos para asomarse a la escalera.
El tipo está ahí, como un amontonamiento de ropas, tirado en el primer rellano.
En la penumbra con olor a rata y fritangas brillan los papeles de aluminio requemados, y se adivinan las tiras de trapos sucios y las jeringas abandonadas.
El hombre tirado tiene zapatillas casi nuevas. Uno de los enanos se queda en la puerta.
Cuando el otro sale, el caído ya no tiene zapatillas.
-¿Qué tan enojada estas hoy, mamacita? Todas le parecen iguales, con esas caras de otra parte, con ese color de mulatas o de indias. ¿Cubana, dominicana, brasileña? Qué más da.
-Un día me voy a romper una pierna- dice la Carmen, como si fuera una amenaza- ¿Para qué se meten mierda si les hace mal? ¿Por qué no se quedan en su casa? ¡Extranjeros!
La otra sonríe solo con la boca.
La Carmen no usa reloj. ¿Para qué, si lo que sobra es tiempo? Pero sabe cuándo tiene que tomarse una cerveza. Cuando es conveniente desaparecer por un rato. Ahora.
En el extremo opuesto de la alambrada dos travestis acorralan a la ¿Laura? Tal vez se llame Laura.
Tiene la ropa sucia, de dormir sobre cartones en cualquier parte. Más allá, cerca de la esquina, se hace el tonto su amigo de esa noche. Seguro que se les terminó el dinero para seguir con el vino, y la Laura quiere ganarse algo con una mamada rápida. Sólo que no sabe. No es del oficio. Nunca en la zona de los travestis. Son gente mala. De navaja.
Arrastrando los pies la Carmen entra en el bar pegado al “todo a cien” de los paquistaníes.
Los enanos beben acodados y le hacen un chiste, que no escucha y no contesta.
El hombre del mostrador fue su cliente durante años. Ya no. Pero le fía la copa, a pagar algún día.
-¿Sabes que me han hecho estos putos moros? -le dice.
Duda. Pero el gesto es claro: los paquistaníes también son “putos moros”.
-Ahora venden cerveza en lata ¡A casi nada y fría!
-Este barrio ya no es lo que era…
-¡Y que lo digas!
Uno de los enanos le ofrece un cigarrillo, la boca torcida en una sonrisa de conquistador. Ella sabe. Se quiere transar un polvo gratis. Toma el cigarrillo y luego lo ignora.
El enano soporta la derrota y las risas sucias de su amigo.
Por la vidriera pegoteada de anuncios puede ver la alambrada de la obra.
La Laura se aleja casi a la carrera. Dos hombres delgados, de piel mate y ropas nuevas, tal vez argelinos, hablan con los travestis. Laura escapa de esos hombres. Si los travestis a veces entienden y dejan pasar, esos hombres no.
Los travestis ríen. Los hombres sólo sonríen. Son gente seria. De eso va la cosa.
Las otras mujeres se agrupan como un rebaño amenazado, como si de pronto hubieran tenido ganas de charlar. También hay una rusa, la única rubia. O rumana. ¿Qué más da? Tienen miedo.
Once de la mañana.
La Carmen despierta sobresaltada. Le suele pasar muy seguido, en los últimos tiempos. Se queda dormida sobre la segunda cerveza.
El coche de la policía avanza sin prisa. Son dos los uniformados. Uno muy joven, el otro no tanto. Miran con cara de rutina, para ocultar la curiosidad o el aburrimiento.
El coche no se detiene, y cuando deja atrás la alambrada de la obra, los travestis y las putas han vuelto cada uno a su sitio, a la espera del cliente.
La Carmen mastica el trozo de tortilla que su amigo le ha arrimado en un plato. Tiene sabor a viejo, pero lo peor es que luego tendrá que lavar la dentadura postiza, antes de que los restos se le pudran en la boca.
Sale a la calle. Hay que ganarse el pan.
En el portal junto a su escalera están reunidos. Los conoce a casi todos. Una caja de vino circula de una a otra mano, mientras la Laura lloriquea una historia.
En su sitio de la alambrada el sol pega sin piedad. Le suda la cabeza y sabe que si sigue el calor la tintura empezará a chorrearse.
Una de las mulatas, muy joven, vuelve del hotel por ratos. Por la cara que trae, le tocó un cliente difícil.
-Los hombres son unos asquerosos, hija -dice la Carmen.
-Si usted supiera señora…
No sabe si le gusta que la llamen “señora”. Tampoco le gusta ese cantito dulzón con que la otra se queja. No es de los suyos.
¿Los suyos? Algo parecido es el grupo del portal junto a su escalera. Son todos españoles. Vuelve.
Una mirada le basta para saber que el tipo sigue allí, tirado en el primer rellano. Nadie ha llamado a la policía. Pero ya lo harán. Cuando se cansen de que estorbe el paso. Que se lo lleven al hospital o a la cárcel, da lo mismo.
La Laura dice algo y su amigo de esa noche se levanta y le cede el umbral para que se siente. La Carmen empina el cartón de vino, y se dice que cuando baje el sol volverá a la alambrada.
Alguien cuenta un chiste viejo, muy viejo, y lo festejan con voces cascadas. Entonces otro toma la posta, y vuelven a reír. Pero no la Carmen. Ella tiene sueño otra vez, y por un instante la calle se llena de noche, de luces y de fiesta en el barrio chino, donde se mezclan las voces de media España. Sin contar a esos tres marineros que.
Pero sabe que eso es una trampa de su cabeza y se sacude. Que no se puede dejar. Que tiene que aferrarse a lo de afuera. Y abre los ojos recontando existencias.
Ante el “todo a cien” conversan un par de paquistaníes. ¿Son moros los paquistaníes? Esos chicos que corren detrás de una pelota tienen cara de negros y de japoneses, todo al mismo tiempo. ¿Qué coño hacen tantos filipinos en el Raval? Seguramente sus padres.
Uno, dos, tres grupos, cada uno en su negocio, en su manera de vivir el tiempo. Esos jóvenes, con joggins, cadenas de oro, peinados brillantes, parecen gitanos, pero no. Hablan en moro ¿o será en paquistaní, o en hindú? ¿Como Mata Hari? Ella hizo de Mata Hari en un “burlesque”; salía en pelotas y con los ojos muy pintados de azul. La aplaudían, y pagaban muchas pesetas por tirársela.
En el tercer grupo hay un par de viejos vecinos. Los demás son, deben ser, ecuatorianos. Sólo beben cerveza.
Los dos argelinos pasan sin prisa y, sin detener el paso, echan una mirada a la escalera. Al tipo como un montón de trapos en el rellano. Algo más allá se cruzan con el viejo Hassim. Lo conoce. Nunca fue su cliente. Es musulmán, pero persona respetada. Llegó cuando todavía el barrio chino no había sido invadido. Hablan.
Hassim saca un teléfono del bolsillo y hace una llamada.
La Laura se empeña en defender al hombre callado. Los demás conceden que hay algunos buenos, pero que los del Este son una mierda. El hombre hace un gesto y quiere hablar. Un sonido extraño, ahogado, chirriante le sale de la garganta. Tiene una cicatriz que le corta el cuello de oreja a oreja.
-Es croata ¡pero buena persona! –dice la Laura.
El croata ¿de dónde son los croatas? tenía sus negocios, como cualquiera. Pero una noche lo cortaron para matarlo, de oreja a oreja. Y quedó aterrado y mudo para siempre. Ya no tiene amigos del Este y al grupo que se junta en ese portal le da igual. No molesta. No es como los otros, los que no respetan y se adueñan de todo.
-Nos están acorralando- piensa la Carmen.
Dan las doce en el Raval.
El coche de la policía esta vez se detiene. Descienden los dos y entran en la escalera. Uno de ellos lleva la mano sobre la pistola, por casualidad.
Los dos enanos los observan desde la puerta del bar con ojos de espiar.
Salen. El policía más joven se ve muy pálido. El otro hace una llamada con su “handy”.
Afirmativo, hay un muerto. Informa. No, no lo hemos movido, pero por la sangre parece que le dieron un par de puñaladas. Tiene cara de extranjero, tal vez ruso, o alemán. Sí, quedan a la espera.
Uno de los enanos se pega a la pared y se aleja sin correr, lo más rápido que puede. El otro se acerca a los policías. Tiene ganas de colaborar. Siempre puede ser una ventaja. Les dice algo y señala en dirección a Carmen.
La Carmen suspira con cansancio. Será un día muy largo. Tal vez le den de comer, allí donde la lleven.
-Putos extranjeros- murmura, mientras ve cómo se queda sola, porque la Laura y los otros se muestran más borrachos de lo que están y comienzan a caminar calle abajo. Las mulatas han desaparecido. Los dos travestis se acercan a curiosear. Esos tienen sus papeles en orden. La calle se está vaciando.
No quiere escuchar, pero no puede evitarlo, porque la sangre le circula a mil.
-Parece española -dice el policía joven.
-Da igual -deja caer el otro- aquí son todos chinos.