Una tormenta arriba de un avión puede llevar al pánico y a las confidencias. Un hombre en viaje de reencuentro y una cantante de cumbia que descubre sentidos inesperados. (Ilustración: Eduardo Sobico).

Nunca me gustó la cumbia.  Será por eso que cuando en el vuelo a San Salvador de Jujuy sentaron a Lady Trópico a mi lado, yo no tenía la menor idea de que aquella mujer inquieta y ruidosa era la cantante estrella de ese ritmo. Y digo sentaron porque así fue. Vino entre risas a su lugar en business, acompañada no sólo de las azafatas que le sonreían embobadas sino de un séquito de asistentes que le llevaban el equipaje de mano, abrigo, cartera y demás pertenencias de camino a sus asientos, varias filas más atrás. Ella llegó firmando un autógrafo en el aire. “¿Para Elisa me dijiste?”,  preguntó. “Sí, para Elisa, es la mujer del comandante”, le confirmó una de las azafatas. No me cayó bien Lady Trópico, desagrado a primera vista. Siempre me gustaron las mujeres discretas y la cantante de cumbia no lo era. Pero no iba a cometer la grosería de cambiarme de asiento. Además, el avión estaba lleno, apenas quedaban dos o tres lugares en clase turista, y aunque se trataba de un vuelo de dos horas preferí quedarme en el asiento que me habían asignado en el pre embarque gracias a las tantas millas acumuladas por viajes de negocios. Este viaje no era de ese tipo; tal vez justamente por eso, y con la ayuda de mi celebrity compañera de vuelo, me estaba costando más esfuerzo que cualquiera de los que había hecho por trabajo.

Me alegré de haber despachado el vestido de novia de mi hermana; cuando terminaron de acomodar el equipaje de mano de Lady Trópico, mi saco era un acordeón aplastado detrás de su neceser. El vestido que iba en mi valija era el que mi madre había usado a los veintinueve años y ahora usaría mi hermana a los sesenta y tres, para casarse con un hombre con el que vivía desde hacía treinta y con quien tenía un hijo de algo más de veinte, a los que yo no conocía. En un primer momento había pensado que era mejor llevar el vestido en un guardatrajes en la cabina, pero la tía Clara me convenció de que era preferible acomodarlo con cuidado en una valija grande, donde sobrara algo de espacio para que no se arrugara, y así no estar pendiente del vestido todo el viaje. Era una pena que ella no hubiera podido venir al casamiento. Según me acababa de enterar gracias a las circunstancias de esta boda, mi tía le tenía pánico a volar en avión. Y a su edad no era aconsejable un viaje de casi dieciocho horas por carretera. Ella era quien había puesto a punto el vestido según las indicaciones de mi hermana y con su diario seguimiento a la distancia. Las oí hablar por teléfono varias veces hasta que estuvo listo. Me pregunté entonces si no habrían hablado también a escondidas a lo largo de estos años. El vestido necesitaba algunos arreglos menores y, sobre todo, que al encaje blanco se le fuera ese amarillo que el paso del tiempo pinta en las telas. La tía consiguió las dos cosas; no sé bien cómo, saberes de mujeres mediante, el vestido quedó impecable.  Me sorprendió que mi hermana decidiera usar ese vestido siendo que no le había dirigido la palabra a mi madre desde los dieciséis años, cuando se fue de nuestra casa, a los pocos días de que yo nací. Era una niña, no sé cómo ni qué hizo para sobrevivir. En ese momento vivíamos en el campo, bastante aislados, a kilómetros de la ciudad más cercana. Yo no la conocí sino hasta que fui adulto, pero desde niño y muchas veces me la imaginé caminando por la banquina de la ruta, haciendo dedo, subiéndose a un camión, bajándose y subiéndose a otro. Me torturé suponiendo que le habrían pasado cosas espantosas en esos caminos; me costaba pensarla feliz, armando su vida en otro sitio, sin nosotros. Antes de que yo cumpliera diez años nos mudamos a Buenos Aires, a la casa que fue de mis abuelos paternos,  y ya no volvimos a aquel lugar que a todos, sobre todo a mi padre, nos hacía tanto mal. Después de mudarnos, por un tiempo me convencí de que mi hermana no volvía porque no conocía el camino a la nueva casa. Que a lo mejor estaba en el campo, sola, esperándonos. Creo que mi padre la lloraba a escondidas. Mi madre, en cambio, las pocas veces que la evocaba era con rencor; los motivos de la pelea –si es que la hubo- nunca me fueron revelados. Ya de más grande supuse que a esa niña adolescente le habría caído mal el embarazo de su madre a una edad tan tardía – “fue un milagro que vos nacieras”, solía decir mamá- y desde entonces me culpé en silencio porque mi llegada inoportuna pudiera haber sido la responsable de la ruptura.  Seguí mi vida con esa culpa sin atreverme a confirmar mis sospechas porque para mi madre hablar de mi hermana era ofenderla a ella.  La tía Clara desobedecía cada tanto y la mencionaba con un triste cariño; se lamentaba de que nuestro padre –su hermano- no hubiera vivido unos años más; estaba convencida de que a la larga él habría logrado reconciliarlas.  Sin embargo, tampoco me daba razones: “Cada una hizo lo que pudo, no hay que juzgar sino comprender”, decía la tía y no mucho más. Con los años me acostumbré a hacer de cuenta que yo era hijo único, que no había una hermana, una ficción apenas interrumpida por dos visitas. La primera al poco tiempo de que murió mamá. Mi hermana no fue capaz de llegar al entierro, apareció unas semanas después. Y aunque quiso congraciarse conmigo e insistió en tener “una charla donde nos podamos contar todo”, yo me las ingenié para que nunca quedáramos a solas. Había aprendido a reconocer que un malestar que se me instalaba en la boca del estómago cuando ella se me acercaba era resentimiento; estaba dolido, enojado, y temía que si nos poníamos a hablar yo no pudiera salir de los reproches por su abandono de tantos años.  Eran muchas las ausencias que echarle en cara a mi hermana: cuando a mi padre le detectaron el cáncer que terminó matándolo, cuando me recibí de economista, cuando me casé con Ana, cuando me separé y volví a vivir a la casa familiar con la tía Clara, cuando murió mamá. Habría sido imposible no quejarse de alguna de sus ausencias.  La segunda visita fue unos meses atrás cuando vino a contarnos que se casaba y que usaría el vestido de novia de mamá.  La tía no pareció sorprendida, ese fue el primer indicio que me alertó acerca de que ellas habían hablado antes de que mi hermana viniera y durante todos estos años. Yo sí me sorprendí, aunque la sorpresa no evitó que apareciera el resentimiento. Esta vez decidí que a los cuarenta y siete años ya no podía seguir fantaseando con reproches inútiles que nada cambiarían, así que traté de ser, cuanto menos, amable. Con amabilidad felicité a mi hermana, con amabilidad dije que asistiría a la boda, con amabilidad acepté llevar el vestido cuando viajara a la ceremonia. Mi tía me pidió que se lo prometiera a ella, también lo hice. Y por más que sentado en ese avión a punto de partir otra vez aparecía algo de resentimiento, el hecho de haber sido designado el encargado de llevar el vestido de novia me condenaba a estar presente en el casamiento de mi hermana. Sin vestido se arruinaría la boda, no había arrepentimiento posible.

Antes del despegue, durante el largo carreteo del avión, me pareció que Lady Trópico se persignó dos o tres veces. Pero no podría asegurarlo, era un movimiento acelerado de su brazo derecho, casi compulsivo, que no terminaba de dibujar una cruz en el aire. Cuando me descubrió mirándola me sonrió y me deseó buen viaje. Yo hice lo mismo, más por imitarla que porque lo creyera necesario: era la primera vez que me deseaba buen viaje con un compañero de vuelo.  Al atravesar las tupidas nubes que cubrían el cielo de Buenos Aires, el avión se movió sin mayor escándalo. De todos modos, me pareció ver por el rabillo del ojo que Lady Trópico se estremecía. “Me da miedo que se mueva”, dijo. La miré como preguntando si me hablaba a mí y lo confirmó con la siguiente pregunta: “¿Se seguirá moviendo mucho tiempo más?”. “Hasta que atravesemos las nubes”, contesté. “Tranquila, no siempre que se mueve se cae”, bromeé y reconozco que no fue un comentario oportuno. La vi palidecer. “Es un chiste”, me apuré a decir, “vuelo mucho, esto es una turbulencia menor y durará hasta que ganemos altura”.  “¿Y si no la ganamos?”, preguntó ella con preocupación absurda, aunque genuina. “Imposible, los aviones están preparados para este tipo de nubes y otras peores”. La cantante respiró, hizo un profundo suspiro, no sé si aliviada o agotada de tanto sufrir. “Eso espero”, dijo. Y después cerró los ojos. Me la quedé mirando, respiraba con inquietud, no lograba relajarse, cada tanto hacía algunos movimientos cortos y claramente involuntarios. Yo entendía que mucha gente sintiera miedo de volar, de hecho, me apenaba pero me resultaba muy comprensible que mi tía -una señora de casi ochenta años- no se atreviera a subir a un avión. Sin embargo, me parecía sumamente extraño que la arremetedora Lady Trópico, a la que había visto subir un rato antes llevándose el mundo por delante, se hubiera convertido en una mujer vulnerable y presa de terror. Por fin, el piloto logró salir de la zona de turbulencia y estabilizar el avión, así que tuvimos unos minutos de calma. Pero esa calma fue efímera porque al rato reapareció el movimiento, esta vez con un poco más de violencia. El comandante se presentó por los parlantes para luego anunciar que no servirían el refrigerio previsto dado que atravesaríamos “una zona de gran turbulencia” y recordó que debíamos permanecer sentados con el cinturón puesto. Las azafatas también se sentaron y se abrocharon los cinturones. Ese gesto demostró un respeto de la tripulación por los momentos que se avecinaban, que no llegó a inquietarme aunque sí a prepararme para una buena sacudida. Lady Trópico se movió en su asiento como si tuviera una convulsión. “Estoy aterrada”, dijo y me agarró la mano con fuerza. “Disculpá”, agregó mientras me apretaba un poco más. “Tranquila”, volví a decir, si bien esta vez entendía su preocupación. Por la ventanilla se veían relámpagos a lo lejos y el viento sacudía el avión cada tanto como si le estuvieran dando latigazos. “Contame algo”, dijo casi sin voz. “Hablame de lo que sea”, rogó al borde del llanto y aferrada a mi brazo que estiró hasta ponerlo sobre su pecho. Yo nunca fui de mucho hablar, pero la mujer aparentaba tener un ataque de pánico así que le aconsejé que respirara en diez tiempos y saqué tema como pude. Empecé por el vestido de novia y la boda.  Le hablé de mi tía Clara sin mencionar su miedo a volar. Le hablé de mi hermana. Y de mi madre. Hasta me sorprendí a mí mismo hablándole de su pelea. “¿Por qué se pelearon?’”. “No sé”. “¿Cómo que no sé?, ¿no preguntaste?”. “Al principio, pero nunca quisieron contarme”. “¿Y cuando se murió tu madre tampoco?”. No llegué a responder porque en ese momento el avión se sacudió con violencia una vez más y ella empezó a llorar. “No llores”, le dije a pesar de que parecía inevitable. Hipaba y se ahogaba. Entonces empecé a hablar sin parar. Lady Trópico debe haber sido la persona a la que más le conté de mi vida. Ni siquiera mi ex mujer sabe tanto de mí. Incluso le hablé de cosas que no tenía conscientes hasta decirlas en ese avión a miles de kilómetros de altura y en medio de una tormenta que me habría tenido sin cuidado si no fuera por la angustia de la mujer que estaba sentada a mi lado. Le conté cosas que no me contaba a mí hacía años, o que incluso no me había contado nunca. Cuando ella lograba calmarse me interrumpía y preguntaba. Era incisiva, le importaban mucho las fechas, a qué edad se fue mi hermana, cuántos años tenía mi madre cuando ella partió, a qué edad la tuvo a ella, a qué edad me tuvo a mí. Hacía cálculos en el aire, parecía que eso la ayudaba a no pensar ni en los sacudones ni en la tormenta que se veía tan cercana.  Aun cuando el avión pareció estabilizarse Lady Trópico no dejó de preguntar. “¿Y cuando tu madre hablaba de tu hermana qué decía?”. “No hablaba de ella. No quería que nadie la mencionara”. “¿Nunca?”. “Casi nunca”. “Hacé memoria”, insistió. Y de pronto me apareció un recuerdo que había permanecido oculto, como si ella con esa orden le hubiera abierto la puerta para que saliera. “Una vez, para las fiestas, mi padre levantó la copa y se atrevió a preguntar en medio del brindis: “¿Dónde estará Leticia?”. Entonces mi madre, que había tomado un poco de más, respondió: “Abandonando errores por ahí”. E inmediatamente después de esa frase la tía y papá me clavaron la mirada y se terminó el festejo. Papá llevó a mamá a la cama y por el pasillo ella agregó: “O abortándolos”. No conocía esa palabra y le pregunté a mi tía qué quería decir, ella insistió que yo había escuchado mal, que mi madre había repetido “abandonándolos”.”. La cantante movió la cabeza asintiendo y dijo: “Ahí está”. Yo no entendí. “Dos más dos son cuatro, señor economista”, continuó ella esperando una reacción mía y como no la hubo preguntó: “¿No?”. Yo la miré fijo, a los ojos, seguía sin entender. Ella se sonrió y estaba a punto de decir algo pero no llegó a hacerlo porque en ese momento el comandante anunció que dada la tormenta eléctrica que cubría el cielo de San Salvador de Jujuy el avión no podría aterrizar en su aeropuerto, así que lo haría en San Miguel de Tucumán, a unos 400 kilómetros del destino final. “Si el productor no está al tanto de esto y manda un transporte no llego al show”, dijo ella preocupada.  “Y yo no llego a la boda”, agregué. “Eso me preocupa casi más que mi show, me gustan las historias con final feliz”,  dijo Lady Trópico. Y enseguida se entusiasmó: “¡Te llevo! ¡Si sobrevivimos a esto y me mandan transporte te venís conmigo a Jujuy con vestido de novia y a la boda!”.  Me reí. “Mi hermana te lo va a agradecer, sería triste que se tenga que casar con ropa de calle”. “Lo que menos le importa a ella es que llegue el vestido, el vestido es la garantía de que llegues vos”.  Me guiñó el ojo y esperó mi reacción. Yo me la quedé mirando y sonreí. Creí que trataba de ser amable conmigo, el hombre que le había prestado su brazo para que lo retorciera a gusto durante una importante tormenta y que le había contado su aburrida vida en un vuelo de dos horas con el afán de conseguir que pensara en alguna otra cosa que no fuera un avión que se cae a pique irremediablemente. “Dos más dos son cuatro, también cuando se trata de secretos familiares”, volvió a decir Lady Trópico justo un instante antes de que el comandante anunciara que en unos minutos estaríamos aterrizando en San Miguel de Tucumán, que la temperatura era de 16 grados y que el cielo estaba totalmente nublado. Habíamos dejado la tormenta atrás. Ella se acercó, me dio un beso en la mejilla y dijo gracias. “Fue un placer”, dije yo y creo que fui sincero. Enseguida el avión tocó la pista y Lady Trópico volvió a ser la que era. Encendió su teléfono y yo el mío. Habló con su productor, el transporte estaba listo y esperándola. “¿Te venís con nosotros?”.  Le mostré mi celular: un mensaje de mi hermana que decía que su marido había salido a buscarme, que llegaría en unas horas pero que lo esperara.  “Entonces nos despedimos acá”, dijo la cantante. “Nos despedimos acá”, dije yo. Y bajé antes que ella porque se demoró saludando a los miembros de la tripulación, uno por uno.

Me tomé mi tiempo para llegar a la cinta a recoger la valija. Si algo tenía aquella tarde era tiempo. Fui al baño, me lavé la cara con agua fría. Frente al espejo me pregunté cómo reconocería a mi cuñado a quién nunca había visto ni en fotos. Levanté mi valija, era grande aunque liviana, llevaba el vestido de novia, mi traje y unas pocas cosas más; a pesar de que mi hermana insistió que me quedara, yo tenía pasaje de regreso para el día siguiente al casamiento. Junto a la cinta casi no quedaba nadie. Reconocí a uno de los asistentes de Lady Trópico que esperaba algún bulto demorado. Busqué un café donde hacer tiempo, tenía unos trabajos para revisar. El aeropuerto se iba vaciando poco a poco. Un nuevo mensaje de mi hermana anunciaba que su futuro marido, concubino de toda la vida y padre de su hijo mayor de edad, estaba a mitad de camino. Calculé que eso implicaba dos horas más de espera, una hora y media con suerte, si había poco tránsito y el hombre manejaba al máximo de la velocidad permitida. Salí a fumar un cigarrillo arrastrando mi valija. Los asistentes de Lady Trópico estaban terminando de cargar los instrumentos en un camión, mientras ella daba un reportaje para un medio local enterado de las peripecias del vuelo que la llevaron a ese aeropuerto no previsto en el itinerario. Cuando la cantante se dio cuenta de que yo estaba ahí me saludó con la mano y una sonrisa pero sin interrumpir el reportaje. Yo le devolví el saludo. Apagué el cigarrillo y estaba a punto de entrar otra vez cuando Lady Trópico me hizo un gesto para que la esperara. Despachó al periodista y se acercó a donde yo estaba. “De verdad, muchas gracias, valoro mucho lo que hiciste y todo lo que me contaste en este vuelo”. “No es nada, a mí también me gustó hablar con vos”. Se me quedó mirando y luego dijo: “Que tengas un gran encuentro con tu madre”. Me sonreí y la corregí: “Con mi hermana”. Ella negó con la cabeza. Se acercó y me besó en los labios con un beso tierno, cariñoso, que no pretendía nada más que eso. “Tu madre”, volvió a repetir junto a mi oído y se fue.

Las luces del transporte que se llevaba a Lady Trópico se alejaron por la ruta desierta. Yo no pude moverme hasta un largo rato después. Me quedé allí, donde la cantante de cumbia me había despedido, aturdido, junto a una valija que llevaba el vestido de novia de ya no sabía quién.

 

Claudia Piñeiro es narradora y dramaturga. Entre sus libros, Las viudas de los jueves, Las grietas de Jara, Un comunista en calzoncillos y Quién no.

 

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?