Una pelota de fútbol puede ser una manera de transmitir señales y estados de ánimo. Un partido en las islas en plena Guerra de Malvinas y un protagonista que usa su habilidad para descreer de las armas y los combates.

El Tucu Sanabria metió un zapatazo que cruzó la cancha como un proyectil y se clavó en el ángulo. El arquero miró la pelota adentro como preguntándose de dónde había salido eso. Empezamos ganando porque los tomamos por sorpresa. Festejamos el gol con timidez. Creo que todos temíamos lo que se venía. En la cancha también tenían superioridad ellos. Nosotros habíamos pasado frío, hambre, estábamos heridos, derrotados.

En ese momento no sabía cómo se armó el partido. Años más tarde me contaron que el asunto empezó cuando el Tano –uno de los pocos que hablaba inglés- se puso a hablar con uno de los soldados que nos custodiaba. Dicen que empezaron hablando de música, los estones, los bitles. Parece que el guardia empezó a verduguearlo con que ellos eran mejores en todo y rápido el Tano le retrucó hablando de fútbol. El último mundial había sido nuestro y ellos nunca habían ganado nada. De qué les servía haber inventado el fútbol si no ganaban nada. El Tano le quemó la cabeza con el tema hasta que el inglés engranó y ahí nomás se armó el partido.

Éramos cerca de mil prisioneros de guerra amontonados en un galpón donde esquilaban ovejas. El olor espeso a lana mojada era hasta placentero comparado con el frío de las trincheras. La tranquilidad de saber que se había terminado la guerra se mezclaba con la bronca por la derrota y las ganas de llorar por la impotencia acumulada.

El galpón estaba cerca de la escuela donde había una cancha de fútbol. Allí los soldados argentinos jugamos la última batalla. Un día se corrió la bola de que pronto nos trasladaban al continente y a las apuradas armamos el equipo entre los sobrevivientes que no teníamos heridas graves.

Fue recién en ese momento que me di cuenta de que el gringo Rena no estaba. El gringo tenía las patas flacas pero volaba de palo a palo con una agilidad que nos sorprendía siempre. Una tarde en el cuartel todo el regimiento le pateó tiros al arco. Los atajó todos. Con él la cosa hubiera sido distinta.

Armamos el equipo con lo que pudimos. Muchos estábamos heridos y otros no tenían ganas de jugar un partido con los ingleses. El Tucu Sanabria estaba acostado sobre unas frazadas en un rincón del galpón donde nos tenían amontonados.

―Ni en pedo, no jodan –nos dijo.

―Tucu, ¡si jugás les ganamos seguro!

―Ya nos ganaron. Lo único que falta es que ahora nos den un baile para humillarnos.

Nunca supe si era verdad, si era parte de un mito o de una gran mentira, pero decían que el Tucu había jugado en las inferiores de River. Lo cierto era que tenía una pegada fenomenal. Era un prodigio cómo le pegaba a la pelota. En el regimiento hacíamos apuestas cuando pateaba al arco. Una tarde, cansados de ver cómo hacía goles le pusimos unas botellas de vino sobre la tranquera de las caballerizas. El Tucu puso la pelota a diez metros de distancia y cada vez que pateaba y bajaba una botella ponía la pelota un metro más lejos. Nos quedamos en silencio viendo cómo las iba bajando una por una sin marrar ni un tiro. Yo perdí la cuenta de cuántas botellas cayeron ese día. Él se reía sobrador.

―Dale, Tucu, es la posibilidad de ganarles una. ¡Una por lo menos!

―Cuando se arme el partido vemos –dijo para terminar la conversación.

―Vemos nada ―le dije―, acá nos jugamos todos y vos no nos podés fallar. A la guerra nos mandaron los milicos. Este partido es nuestro.

Un oficial argentino –creo que era un capitán de fragata― se quiso prender a jugar. Con temor le dijimos que no, que era un partido arreglado entre los soldados rasos ingleses y los argentinos. El oficial sin decir nada se fue a hablar con el Mayor del ejército inglés que estaba a cargo de la custodia de los prisioneros de guerra. Al rato volvió, formó a la tropa y nos anunció que se había acordado con los oficiales ingleses la disputa de un partido de fútbol. Dos tiempos de veinte minutos. El referí iba a ser un médico de la Cruz Roja y el partido se iba a jugar en la canchita de fútbol de la escuela.

El Tucu no nos falló, creo que tenía tantas ganas de mojarle la oreja a los ingleses que no se hubiera perdido el partido.

La orden del Mayor inglés fue que sólo podían ir unos pocos hasta la escuela; fuimos siete jugadores y tres oficiales por equipo. También fueron diez soldados ingleses para custodiarnos.

El juego empezó al atardecer. El viento frío se hacía sentir y molestaba jugar con los camperones puestos. El primer gol nos sorprendió a todos. Apenas empezó el partido, el Tucu agarró un rebote y le metió un borcegazo. La pelota voló hasta clavarse junto al palo derecho del arquero. Nuestro festejo fue tímido porque creo que sabíamos lo que se venía. Ahora tocaba aguantar. Ellos venían victoriosos, sanos, bien alimentados. Nosotros teníamos la derrota a cuestas, ampollas en los pies y un frío metido en los huesos que no se nos iría nunca más.

Ellos también se deben haber sorprendido por el gol de entrada y salieron a jugar dispuestos a levantar el partido. Apenas un minuto más tarde después de varios rebotes desordenados la pelota entró en nuestro arco.

Después de eso fue aguantar. Cada vez venían con más ganas, con más fuerza, con más hambre de gol. Hacíamos lo que podíamos. Por un rato pensé que en ese pedazo de tierra árida los argentinos podíamos tener un poco de suerte. Nuestro arquero era un misionero con el que yo casi no me había tratado. El flaco era una máquina de desviar pelotas.

El primer tiempo terminó empatado. Mientras cambiábamos de arco, el oficial argentino nos alentó con ese estilo tan milico:

―¡Pongan huevos manga de cagones! ¡Viva la patria carajo!

El oficial tenía una campera mucho mejor que la que nos habían dado a nosotros y unos borceguíes nuevos con los que debía ser mucho más fácil pelear por la patria.

El segundo tiempo empezó con una andanada de ataques que cayeron como bombas sobre nuestro arco. El gol fatídico era inevitable. Para ellos romper el empate era la gloria y festejaron el segundo gol con unos rugidos que para mí fueron señal de que tenían fuerzas y ganas de mucho más. Después de eso, a nosotros sólo nos quedó evitar la goleada. Los pelotazos y arremetidas no se terminaban más. Faltando dos minutos para el final intentamos un tímido contragolpe que terminó con un full para nosotros cerca del área inglesa.

Nadie dijo nada. No fue necesario. El Tucu, tranquilo y seguro de sí mismo, se acercó, besó la pelota, la acomodó en el suelo casi con ternura y se persignó mirando de reojo al cielo.

Ese tiro libre era un gol seguro y el empate. Por las dudas nos amontonamos algunos cerca del área grande, pero creo que ninguno de nosotros pensaba en buscar un rebote o algo parecido. Por lo menos no nos ganaban esta.

El arquero inglés ya estaba avisado por el primer gol y gritaba como loco para que sus jugadores armen algo parecido a una barrera. El Tucu tomó una carrera de casi cinco metros y metió el zapatazo más fuerte de su vida. Escuché el golpe seco y busqué la pelota adentro del arco inglés. Era el empate, el honor salvado, gritar como si fuéramos Luque, Bertoni, Kempes…

Tardé unos segundos en encontrar la pelota que entraba desde el costado de la cancha. El puntapié del Tucu había salido desviado sobre un lateral a más de veinte metros del arco. Tardé en entender qué había pasado. El oficial argentino cayó al piso como un saco de papas. La pelota había volado en línea recta y se había estrellado de manera seca contra la cara barbada del capitán argentino. Fueron segundos de desazón y sentimientos encontrados. Fue pasar del gol seguro a la frustración; del festejo adelantado a la resignación por la derrota; fue un grito de gol que lastimaba la garganta porque no podía salir.

Busqué la mirada del Tucu para entender qué había pasado. Su cara rígida no decía nada, pero sus ojos sonreían. Entendí que había sido su mejor tiro.

Hubo que asistir al capitán, quien no vio venir el pelotazo ya que tenía los ojos clavados en el arco inglés. La pelota le había pegado de lleno en la cara y le había partido el tabique. El rostro ensangrentado y un diente que salió escupido, fueron las únicas heridas de guerra de aquel hombre que se rindió sin disparar ni un solo tiro.

El partido terminó dos a uno. Perdimos. Comenzamos ganando, aguantamos todo lo que pudimos y perdimos. Como en la guerra.

Al día siguiente nos trasladaron en un buque inglés hasta Puerto Madryn. El sabor de la derrota estaba grabado en todos nosotros pero cada vez que cruzaba una mirada con el Tucu lo veía victorioso.

El desembarco fue caótico y no hubo tiempo para despedidas. Del Tucu no supe nada más hasta varios años más tarde. Hubo un encuentro de excombatientes en La Plata en el año 86. Coincidió con el mundial de México y nos juntamos en un salón del gremio de panaderos para ver el partido contra los ingleses. Los dos goles del Diego fueron sublimes y los festejamos igual que el resto del país pero con un gustito especial. Después del partido les pregunté a los delegados de Tucumán si sabían algo del Tucu Sanabria. La última vez que yo lo había visto fue en el buque antes de desembarcar en Madryn.

Uno me dijo que me contaba, que lo acompañe a comprar puchos. La calle estaba llena de banderas, bocinazos y festejos. Me dijo que estuvo con Sanabria y un grupo grande de soldados del norte en Madryn; que los trasladaron juntos a un regimiento en Bahía Blanca donde los tuvieron casi un mes hasta que les permitieron ir a visitar a sus familias. Fue el mes de chequeos médicos, exámenes psicológicos y sobre todo de instrucciones para que no cuenten algunas cosas de la guerra. La noche antes de ser trasladados a Tucumán a Sanabria lo sacaron de las barracas. Nunca más lo volvieron a ver. A la madre le dijeron que murió en Malvinas como un héroe.

Gervasio Noailles ha escrito el libro de relatos Nunca pasa nada. Este cuento que se publica es inédito.

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