Una tienda militar en la mal llamada Campaña del desierto es testigo de un diálogo imposible entre el entonces coronel Roca y una enviada del cacique Yanquetruz. Un pedido de la mujer que nunca encontrará buenas respuestas.
Campo abierto. Pasaron cuatro horas del mediodía. El sol conserva su fuerza intacta, aunque el viento —con ráfagas que son un veneno, una fuerza enemiga— lo desdiga de tanto en tanto. Un olor a carne asada enciende todavía el paladar de los hombres. Lo unta con un vago sabor a fiesta. Algunos se ocupan en silencio de sus armas. Las estudian como si escondieran un secreto. Otros, ensimismados o ausentes, fuman y se dedican a mirar la forma cruda del horizonte. Un enorme y solitario algarrobo ofrece algo de hospitalidad; el resto del paisaje es una lenta condena para el ánimo. Hay un polvo que cubre todo —desde las crines de los caballos hasta la comida— y lo vuelve menos cierto. Es una tierra espesa y blancuzca que se mete en los entresijos de la materia y la debilita.
Dentro de la tienda principal, el Coronel Roca busca una palabra para definir lo que le arde en el pecho. Piensa. Se acaricia su barba de príncipe. Al rato, se distrae con un par de voces graves que se enredan en un diálogo. Son los soldados. Hablan de cosas sin importancia, de todo lo que se dice para que el tiempo pase. Hablan tonterías. El más alto de los soldados, que viste una chaqueta deslucida, afirma que sabe cómo enloquecer de amor a las mujeres, sostiene que en la manera de mirarlas está la clave, con firmeza, con autoridad. El otro, que tiene las orejas arrepolladas y el pelo lacio y grasoso, niega con la cabeza. Y cuando habla grita. Su voz es un graznido. Dice que no hay mirada que valga, que él no se fía de nadie. Se dispersa, se enreda con sus argumentos. Termina contando cómo su hermano perdió un brazo en una pelea. Un perro negro con hocico de lobo le ladra al cielo, que hoy es casi perfecto, después gira un par de veces sobre sí mismo y se acuesta enrollado sobre la tierra. El Coronel Roca procura concentrarse en su labor. Escribe una carta. Tiene una letra redonda y elegante. Avanza lentamente, muy lentamente. Es meticuloso hasta la exasperación. El sonido de su pluma contra el papel se pierde en el sopor de la tarde.
Mantiene la cabeza clavada en el trabajo hasta que nota que un hombre lo espera en la entrada de la tienda. Está en posición de firmes. Es alto, de espalda cuadrada, gesto taimado. Tiene la cara cruzada por un bigote espeso. Sus ojos son dos rayas oscuras. En su uniforme perdura cierta lejana pretensión de elegancia. Por un momento, no más de diez segundos, Roca no reconoce a ese hombre, que es su asistente desde hace más de tres años. Entonces, levanta el mentón. Hace un gesto con la cabeza.
—¿Qué quiere? —dice con hosquedad.
El soldado tarda en responder. Toma una bocanada de aire. Dudar no es lo correcto, lo sabe, pero así reacciona. No encuentra la forma exacta de comunicar el mensaje al superior. Roca espera. Un temblor imperceptible le llena los labios de vida, y su cara, ahora, es otra, como si se plegara sobre sí misma. Observa a su interlocutor sin pestañar. Parece que lo odiara.
El soldado dice:
—Disculpe, Coronel… Hace rato que hay una india frente a la guardia. Insiste en verlo. Dice que es la hermana de Yanketruz, del cacique Yanketruz.
Roca se para con dos movimientos. Se le amontona el mal humor en la frente. Es una nube que lo cierra, que lo determina.
—No tienen honor: mandan a negociar a una hembra.
***
La mujer es gruesa. Tiene la mirada acostumbrada a la aridez y a la distancia, a la vasta intemperie. Dos arrugas le enmarcan la boca. El pelo, que es largo, que es muy oscuro, que es casi otro cuerpo sobre su cuerpo, le roba la luz de su cara de hombre. Anda con un visaje huraño sobre los hombros; aunque es paciente y sabe tolerar bien las esperas, por más largas que resulten. Entiende con respeto el mundo que conoce. Ahora, está preocupada por las palabras. Desconfía de la verdad de un idioma que no es el suyo. Hay cinco personas en la tienda, pero ella mira de frente a Roca, que parece hecho para leer la pila interminable de papeles que le acaban de traer.
La mujer apenas se mueve. Oscila levemente. Cada tanto se rasca la base del cráneo. Puede sentir la ruta de los piojos sobre la piel y el recelo de los soldados.
La mujer no tiene nombre. La mala, dicen cuando la quieren nombrar.
El Coronel Roca levanta ahora la vista; pero no se para. Está sentado en una silla de paja enana.
—¿Qué quiere? —le pregunta.
La mala, entonces, piensa unos segundos, reflexiona como si hubiese olvidado el asunto que la trae ante el hombre blanco. Después habla. Y su voz es tan áspera que los soldados que la rodean sienten una inquietud desconocida. Una inquietud de la que jamás hablarán y que preferirán olvidar lo antes posible.
La mala usa mal el español; sin embargo, no son vanos los esfuerzos que hace para ser elocuente. Nombra a su hermano. Yanketruz, Cacique Yanketruz, dice. Y cuenta sobre el humo que es la primera claridad alrededor de la hoguera; sobre el rumbo errático que define las mudanzas; sobre el ir y venir de su gente; sobre el hondo desapego por lo que llama, sin saber ella misma bien que está nombrando, el cuerpo de la tierra. El cuerpo de la tierra, dice, y agrega: y el cuerpo de las cosas.
Después, habla sobre el arbitrario designio de los días. Cuenta —como puede, montada en palabras que son una tropilla de caballos en fuga— los giros indómitos de la vida que levanta polvareda hasta en el momento mismo de la muerte.
Los soldados la miran, distantes. No les importa lo que esa mujer pueda decir. Solo el Coronel Roca parece preocupado por entender. Aprovecha un silencio y pregunta:
—¿Qué me quiere decir?
La mala, entonces, gira la cabeza hacia atrás y señala el paisaje como si se tratara de un aliado. Dice algo que no se entiende, un grupo de sonidos que pasan entre los hombres como si fuera un eructo. La mala se frota la boca con el canto de la mano. Quisiera poder corregir su error: habló con la lengua equivocada y teme las consecuencias. Cree que la voz sabe algo que ella misma desconoce.
No bien el aire le llena la garganta, pide distancia al Coronel Roca. Distancia para que crezcan saludables las costumbres de los pueblos, para que cada uno se ocupe de los lados planos de sus piedras, de entender lo que su propia historia le plantea. Nosotros no podemos ser otros, dice La mala, no podemos, por más que corte el facón o queme el fuego. Se ve la herida en el pecho del otro, pero no se puede sentir el dolor.
El Coronel Roca escucha, atento. Intuye que debe definir. Se repasa los dientes con la lengua. Cierra el puño.
—Me comprometo a darle una respuesta. Mañana, antes del mediodía, sabrá usted lo que pienso —dice, y da por concluida la entrevista.
***
Faltan tres horas para el alba. El Coronel Roca se incorpora en el catre. Se alisa el pelo con la mano y se para. Mientras se viste observa el hueco que su cuerpo dejó en las mantas. Tose. Un catarro espeso le desordena la garganta. Piensa en escupir, pero hace una mueca con la boca: pretende recuperar la compostura que desmantelaron las pocas horas de sueño.
Ahora camina bajo un cielo que, por primera vez en su vida, se le antoja perpetuo. Está fresco, dice. Y el campo se le va encima con los últimos ruidos de la noche. Un grillo, el sonido lejano de los caballos, un golpe de viento entre las ramas. Roca siente la vigilia como una picadura en la frente. No puede dejar de pensar en la india. Mujer de porquería, se queja. Hablarme a mí de distancia.
Al Coronel Roca le gustaría fumar. Se lleva a la boca una brizna de pasto y la mastica. Anda con paso lento. Estudia el golpe de sus botas contra la tierra. Piensa que el proyecto de la Nación es la materia de su propia sangre; es la energía necesaria para que el brazo ordene un degüello. Es, para evitar cualquier equívoco, la mismísima certeza. Tan claro es esto como la luz del día, como las aguas que hacen anchos los ríos.
Pero Roca, en este momento, piensa en la india, en la voz de caballo viejo de la india diciendo lo que dijo. Y este hombre —al que todavía le falta vivir su destino— se detesta por guardar con tanto celo el eco de unas palabras que ni siquiera tendría que haber escuchado.
El Coronel Roca quiere descreer de la india tanto como de la incertidumbre. Hay asuntos sobre los que no se admiten alternativas, se dice. En su cara, que se hace fiera, entra el color del asombro.
—¿Por qué se me meten estas estupideces en la cabeza? —grita sin darse cuenta.
Un soldado escucha, lo mira y se pierde en la oscuridad. Otro, lo imita. Más tarde, hablarán sobre este incidente.
***
El amanecer es sereno. Una bandada de pájaros pasa rasante por el campamento. En torno al fuego se reúnen los hombres. Las caras son severas. Un conjunto sólido de nubes avanza desde el sur. La lluvia, lo saben todos, llegará por la tarde.
El Coronel Roca viste un uniforme nuevo. Los botones dorados relucen. Mira hacia arriba y se da cuenta de que su aspecto contradice el entorno. Dobla los labios en una sonrisa. Piensa que el destino de la Patria supone determinación y coraje. Hace un comentario en voz baja que nadie llega a oír. Su mano, endurecida por el rigor castrense, empuña, como única respuesta, el testimonio frío de la espada.
Jorge Consiglio es autor de los libros Hospital Posadas, El Bien, Pequeñas Intenciones (que obtuvo el Premio Nacional de Literatura) y Villa del Parque. La editorial Excursiones acaba de publicar Las cajas, un volumen de microrrelatos.