A veces desde un escenario se quiere alertar y se termina por prefigurar una realidad inevitable. Una obra teatral que habla del abuso sexual y un profesor que llega tarde a la escena del crimen.

Lo más importante es reconocer que todos somos responsables-, dice la mujer de pelo corto. Después levanta el dedo índice, se lo apoya sobre la nariz y agrega -La responsabilidad siempre es social: nunca es propiedad única de la víctima o del victimario-. Hace una pausa (el micrófono acopla: un silbido agudo y las risas inmediatas de los adolescentes). La mujer de pelo corto golpea el micrófono. -Hola, hola, probando-. -Hola-, responde Martín, uno de mis alumnos, por allá adelante, y los demás se ríen. Sonia (pelo corto también, musculosa negra, pantalón deportivo, como si su clase de Educación Física no terminara nunca), desde el otro extremo de la salita, señala a Martín, abre los ojos grandes y cruza el dedo índice sobre los labios. En la pared, encima de Sonia, hay un afiche inmenso y descolorido que dice: “Argañaraz: Fábrica recuperada por los trabajadores”.

-Esta obra existe para lograr que la responsabilidad deje de ser una mera advertencia, y se convierta en un hecho-. Cuando habla, la mujer de pelo corto mira hacia el fondo, hacia la salida del pequeño teatro (por decirle así), como si los responsables estuvieran del otro lado, con la oreja pegada en la puerta. -La inocencia no está fuera de nuestro alcance, fuera del alcance de nuestras palabras. Nosotros sabemos hablar y ellos saben escuchar-.

Dos de mis alumnos (los alumnos de mi colegio son los únicos con guardapolvo), allá adelante, se trenzan en un beso apasionado. A contraluz de los focos del escenario, sus bocas se funden en blanco y negro. Sonia no los advierte. Su atención está concentrada en la mujer de pelo corto (se imagina desnuda con ella, después de la obra, en una cama de hotel). -Durante años venimos trabajando de distintas maneras para concientizar, no sólo a padres y familiares, sino a las mismas víctimas-, la mujer de pelo corto se corrige -A las posibles víctimas. Todas somos posibles víctimas-. Los que se besan, allá adelante, son Lucía y Facundo. No parece haber más contacto que el de sus bocas. Si lo hubiera, el movimiento se notaría o lo harían notar los alumnos de los asientos contiguos. Si lo hubiera, así fuera un toqueteo liviano, debería levantarme de mi butaca, molestar a los de mi fila (todos los profesores se sientan detrás), avanzar por el pasillo, desconcentrar a la mujer de pelo corto (que ahora dice -Hecha la introducción, estamos listos para ver la obra: “Mamá, Don Armando y Flor”-), llegar a la fila de mis alumnos, llamar la atención de Facundo, poner cara de idiota, sonreír cómplice ante su sonrisa tímida, ante la vergüenza de Lucía.

La mujer de pelo corto, con pasos chiquitos, sale del escenario. Nadie aplaude. Las luces bajan, la cortina se cierra y a los minutos (minutos llenos de murmullos, de golpecitos en la nuca, del enojo de Sonia), se vuelve a abrir. Las luces se encienden.

 

——-

 

(En el centro del escenario hay un juego de dos sillitas, una azul, una roja, y una mesita para niños. Una mujer joven, vestida de guardapolvo blanco, ocupa la sillita roja. Detrás de ella, hay una mesa de plástico, tamaño normal, ideal para el patio de la casa, con un anafe y algunos elementos de cocina: unas servilletas celestes, dos tazas, una pava roja de metal. La Mujer Joven juega con una Barbie).

 

Mujer Joven: Hay que prepararse para ir al colegio.

 

(La Mujer Joven hace saltar a Barbie alrededor de la mesita, y vuelve a ponerla frente a ella. Sus cachetes están pintados con rubor rojo. Habla con una voz aguda en exceso).

 

Mujer Joven: Hay que estudiar matemática.

 

(La Mujer Joven tiene dos trencitas infantiles. Abre un cuaderno e inclina a su muñeca sobre las hojas).

 

Mujer Joven: 2 x 2 es 4, 4 x 4 es 16. Muy bien.

 

(Una mujer ejecutiva entra en escena. La Mujer Ejecutiva es, en realidad, la mujer de pelo corto. Ahora, la mujer de pelo corto viste unos zapatos negros; pollera gris hasta las rodillas; la misma camisa de antes; una cartera de cuero rojo y anteojos de sol).

 

Mujer Ejecutiva: Florencia, tengo que salir.

Florencia: ¿Y yo, mamá? ¿Me quedo con Estela? (La Mujer Ejecutiva se le acerca, tiene dificultad para caminar con los tacos, y acaricia su cabeza).

Mujer Ejecutiva: Estela está enferma. Hoy te quedás con el señor Armando.

Florencia: ¿Y quién es Armando, mamá?

Mujer Ejecutiva: Don Armando, nuestro vecino nuevo. (Suena el timbre). Adelante.

 

(Don Armando entra en escena. Es muy flaco y alto: parece enfermo. Usa una remera blanca gastada y un jean sucio).

 

Mujer Ejecutiva: Saludá, Florencia.

 

(Florencia se levanta de la sillita con cierto esfuerzo, la sillita apretaba sus caderas, avanza hacia la posición de su nuevo vecino. Debe tener treinta años. Su guardapolvo le queda por encima de las rodillas).

 

Florencia: Hola, don Armando.

Don Armando: Hola, vos debés ser Florencia, ¿no?

Florencia: Sí. (Se mira los pies).

Don Armando: Es tímida, ¿no?

Mujer Ejecutiva: Florencia, no seas tonta.

Don Armando: Vamos a ser amigos, Flor, así que basta de timidez.

 

(Armando tiene voz de fumador. Su mano huesuda se apoya sobre el mentón de su vecina, le levanta la cara: Florencia lo mira de frente).

 

Don Armando: Así me gusta.

Mujer Ejecutiva: Bueno, Armando, yo vuelvo a eso de las seis. Florencia ya es grande, así que nada de caprichos. Ella se hace la merienda y hace sus deberes, ¿se entendió, Flor?

Florencia: Sí, mamá.

 

(La Mujer Ejecutiva sale taconeando. Florencia vuelve a sentarse. Sus rodillas asoman sobre la mesita. Armando agarra la pava, la apoya sobre el anafe, gira la perilla, el anafe no enciende, pero eso no parece importarle).

 

Don Armando: Qué buena mujer es tu mamá. ¿Vos le hacés caso a ella?

Florencia: Sí, don Armando.

Don Armando: ¿Siempre?

Florencia: Sí.

Don Armando: Con tu mamá nos conocemos hace años, ¿te contó ella?

Florencia: Me contó que eras el vecino nuevo.

Don Armando: Sí, pero nos conocemos hace años.

 

(Florencia responde sin mirar a don Armando, con la vista puesta en su cuaderno de matemáticas, en el lápiz amarillo que hace girar entre sus dedos).

 

Don Armando: A ver, Flor, mostrame lo que estás haciendo. (Don Armando se acerca a la mesita y se sienta al lado de su vecina, en la silla azul). Ah, las tablas de multiplicar. Yo era el mejor de mi clase en matemática. ¿Querés que te ayude? (Florencia no responde) ¿No querés que te ayude? (Florencia se encoge de hombros de nuevo). Conozco una canción para aprender las tablas de multiplicar…

Florencia: ¿En serio?

Don Armando: Sí. Esperá que saco la pava del fuego y cantamos. (Don Armando se sirve agua en la taza, la apoya sobre la mesita). ¿Estás lista?

Florencia: Sí.

Don Armando: Yo aplaudo y vos me imitás. (Don Armando aplaude. Algunas palmas burlonas se unen desde el público. Él, con voz impostada, comienza a cantar).

 

Yo soy el primero

de los números.

Estoy después del cero

y antes del dos.

Y con buena voz:

Uno por uno, uno,

Dos por uno, dos,

Tres por uno, son tres.

Y ahora al revés

¡Tatatatán!…

 

(Los vecinos cantan desde la tabla del uno hasta la tabla del tres. La canción termina).

 

Don Armando: Muy bien, muy bien. (Florencia aplaude con entusiasmo, se mira cara a cara con su vecino, le sonríe por primera vez). Así me gusta, con confianza. Ahora hagamos los ejercicios, ¿querés?

 

(Los vecinos vuelven a la mesita. Florencia empieza a anotar cosas en su cuaderno, don Armando la guía con sus conocimientos).

 

Don Armando: Esa hacela sola. Acordate de la canción. Dale que sos inteligente.

 

(Florencia se concentra, muerde el lápiz, don Armando mira cómo su vecina muerde el lápiz. Florencia resuelve un par de ejercicios con eficacia y velocidad hasta que se detiene).

 

Florencia: Este no me sale.

Don Armando: ¿No te sale? Lo hacemos juntos entonces.

 

(Don Armando acerca su silla a la de Florencia, apoya su mano sobre la de ella y los tacos suenan sobre el escenario).

 

Mujer Ejecutiva: Hola a todos. Volví. (Don Armando quita su mano de la mano de Florencia, la Mujer Ejecutiva, alborotada, entra en escena). Don Armando, le dije que Florencia hace la tarea sola.

Don Armando: Bueno, es que yo me doy maña para la matemática, ¿vio?

Florencia: Es verdad, mamá, don Armando me ayudó mucho, me enseñó canciones…

Mujer Ejecutiva: Qué bueno porque mañana tengo que salir. Don Armando, ¿puede volver a la misma hora?

 

(Las luces bajan y las cortinas se cierran)

 

——-

 

Saco mis cigarrillos del maletín. El profesor que está sentado al lado mío (“Instituto St. Paul”, dice su campera) me habla -Un puchito, ahora que los chicos no ven-, -¿Perdón?-, -Yo ya no fumo, pero hay que aprovechar ahora para fumarse un puchito, ¿no?-, -Sí, claro-, le respondo. Salgo de mi fila pidiendo permiso. Llego hasta la salida del teatro, intento abrir la puerta, pero está cerrada. Miro a mi alrededor: nadie parece encargarse de la salida. Vuelvo a empujar la puerta, de adentro hacia afuera, de afuera hacia adentro. -Disculpe-, dos golpecitos en el hombro. Me doy vuelta. Un señor con boina y cara de hurón se erige frente a mí. Dice -No se puede salir hasta que termine la obra-, -¿Cómo?-, -No se puede salir ahora-, -Ah, estamos encerrados-, -Un rato más-. El hurón se ríe, pienso en decirle que es un peligro y una falta de respeto a la libertad, pero vuelvo a mi lugar sin decir nada. -¿Qué pasó? ¿Te arrepentiste?-, me dice St. Paul, -Sí-. Las cortinas se abren, se enciende la luz.

 

——-

 

(Florencia y don Armando están sentados, uno al lado del otro, frente a la mesita. El decorado es el mismo. Ambos visten igual que en la escena anterior. Ella tiene una Barbie en sus manos, él lo tiene a Ken. Barbie lleva un vestido de fiesta, color rosa. El vestido es corto, sus piernas perfectas y satinadas brillan sobre la mesita. Ken viste una musculosa blanca, ideal para deportistas, sus brazos están bien marcados; un traje de baño celeste; un collar dorado y gafas negras. La voz de Barbie es similar a la de Florencia, aunque es un poco más infantil. La voz de Ken es idéntica a la de don Armando).

 

Barbie: Hola, Ken.

Ken: Hola, Barbie, ¿cómo estás?

Barbie: Bien, ¿y vos?

Ken: Muy bien. (Ken sobrevuela la mesa unos centímetros: queda cara a cara con Barbie). ¿Qué contás de nuevo?

Barbie: Nada.

Ken: ¿Y qué hiciste hoy?

Barbie: Hoy fui a trabajar.

Ken: Ah, ¿y cómo te fue en el trabajo?

Barbie: Me fue muy bien, me felicitaron.

Ken: Qué bueno, Barbie, estoy tan orgulloso de vos.

 

(Barbie y Ken se quedan en silencio durante unos segundos. Parecen incómodos).

 

Barbie: ¿Y vos que hiciste, Ken?

Ken: Yo… Yo estuve trabajando en el taller mecánico: arreglamos un auto.

Barbie: ¡Qué difícil! No sabía que hacías eso.

Ken: Sí, Barbie, hay muchas cosas que puedo hacer y vos no sabés. (La voz de Ken es, ahora, un poco más rasposa).

Barbie: ¿Qué cosas podés hacer?

Ken: Un hombre fuerte puede hacer casi todo: mirá mis músculos. (Ken se inclina hacia delante, Barbie toca su brazo derecho). Y, vos, Barbie, ¿qué hacés en tu trabajo?

Barbie: Soy la secretaria del doctor.

Ken: ¡Ah!, claro, claro. Por eso te vas tan linda a trabajar.

Barbie: ¿Te gusta?

Ken: A ver, ¿das una vuelta para mí? (Barbie gira rápidamente sobre su eje). Más despacio, mostrame tu espalda. (Barbie gira, queda de espaldas a Ken. Su vestido tiene la espalda abierta). Sos preciosa, Barbie.

Barbie: Muchas gracias, Ken.

Ken: No me saludaste hoy.

Barbie: Sí, te saludé cuando llegué.

Ken: Pero así no se saludan los novios. Dame un beso. (Barbie y Ken se besan en la boca). Qué lindo beso, ¿me das otro? (Vuelven a besarse, esta vez por más tiempo). ¿No estás cansada de usar esos zapatos y esa ropa?

Barbie: No, me gustan estos zapatos.

Ken: Pero no hay que quedarse con la ropa del trabajo. Cuando uno llega a casa, tiene que cambiarse. (Barbie se ríe).

Barbie: Me da vergüenza.

Ken: Bueno, yo primero así no te da vergüenza. (Ken se saca su musculosa, tiene los pectorales marcados. Se saca su traje de baño. Tiene las piernas marcadas y no tiene pene). Ahora te toca a vos. (Barbie se quita su vestido rosa. Tiene cintura de avispa. Sus pechos rígidos no tienen pezones, y no tiene vagina). Así estás más linda. (Ken se ríe, Barbie también).

Barbie: Pero tengo frío.

Ken: ¿Y dónde está tu ropa para cambiarte?

Barbie: No sé.

Ken: Seguro tenés otra ropa.

Barbie: Sí, pero no sé dónde está.

Ken: Debe estar en tu cuarto, vamos a buscarla. (Barbie no responde, se aleja unos centímetros de Ken). No podés quedarte desnuda. (Ken habla con autoridad). Vamos a buscarla.

 

(Barbie y Ken caen sobre la mesa. Florencia y Armando salen de escena. Las luces bajan, se cierran las cortinas).

 

——-

 

-Qué tremendo-, me dice St. Paul, -¿Qué cosa?-, -Estas cosas que pasan-, -Sí, terrible-, -Y yo te digo que es así, eh-, -¿Vos decís?-, le pregunto y no me responde más. Adelante, una alumna se levanta de su butaca, sale al pasillo. El hurón se le acerca inmediatamente, la alumbra con su linterna. Es Ludmila (mi alumna repitente, la depresiva y la eufórica, la única que muestra interés en mis clases de poesía). Tiene la mochila colgada, está lista para irse a su casa. El hurón la detiene. Pienso en levantarme antes de que ella reaccione mal y le arranque la boina de un sopapo. Pienso, enseguida, que el hurón se lo merece y me quedo donde estoy. Mi alumna y el roedor discuten. Sonia mira atenta desde la otra punta del escenario, y después me mira para que intervenga. Ludmila señala la puerta de salida, y el hurón (varios centímetros más bajo que ella, presto a saltar y morderle el cuello) niega, reiteradas veces, con su cabecita. Ludmila señala el escenario y mueve las manos con euforia. Recuerdo, entonces, un poema de ella, un poema algo oscuro, escrito hace algunas semanas, a las nueve de la mañana, entre el griterío de sus compañeros. Un poema que ahora creo entender:

 

El espíritu santo

no golpeó mi puerta,

entró por la ventana

no preguntó mi edad

y se metió en mi cama

 

Me levanto, ahora sí dispuesto a intervenir, pido permiso, permiso, pero cuando llego al pasillo, veo cómo Ludmila, en paz, vuelve a su butaca. La ridícula y heroica intervención: vuelvo yo también a mi butaca. A los pocos minutos, se abren las cortinas, se encienden las luces.

 

——-

 

(Los muñecos siguen tirados sobre la mesita. Florencia está de pie en medio del escenario. Tiene la cabeza gacha, los brazos muertos al costado del cuerpo, las piernas pegadas. Ya no lleva su guardapolvo. Ahora usa un jogging azul deportivo y una remera roja con bordados blancos. Don Armando da vueltas alrededor de ella, la inspecciona de arriba abajo, le sube el mentón con la punta de sus dedos. Florencia intenta no mirarlo).

 

Don Armando: Mirame. (Florencia solloza bruscamente, parece presa del hipo). Dejá de llorar. (Florencia no responde, su vecino se le acerca hasta quedar cara a cara). ¿Me escuchaste?

Florencia: Sí.

Don Armando: Ahora va a llegar tu vieja y vos no decís nada. Si vos decís algo, sabés lo que pasa, ¿o no sabés? (Florencia asiente con su cabeza).

Mujer Ejecutiva: Ya llegué.

 

(La Mujer Ejecutiva entra a escena. Además de su cartera, trae varias bolsas de supermercado. Viste un jean oscuro que le queda grande, y su camisa ahora está arrugada. Se nota que, antes de volver, alguien la despeinó. Ahora, mucho más acorde a la humilde infraestructura de su casa, parece una empleada estatal).

 

Don Armando: Graciela, ¿cómo le fue? (Graciela ya no es la Mujer Ejecutiva de antes).

Graciela: Bien, Don Armando. Usted sabe cómo está todo, tan difícil. Pero quejarse no sirve de nada.

 

(Don Armando habla con Graciela, frente a frente. Florencia sigue en la misma posición, como si su madre no hubiera llegado).

 

Don Armando: Bueno, Graciela, ahora relájese y disfrute de su casa.

Graciela: ¿Cuento con usted para mañana?

Don Armando: Sí, claro. ¿Qué le anda pasando a Estela?

Graciela: Tiene gripe, nada grave, pero es mejor que se recupere bien. No vaya a ser que traiga el virus a casa.

Don Armando: Sí, mejor. Cuente conmigo para lo que sea. Hasta mañana.

Graciela: Hasta mañana.

 

(Los vecinos se saludan con un apretón de manos. Don Armando sale. La luz se posa sobre Florencia, se hace tenue y se apaga. Se cierran las cortinas).

 

——-

 

Silencio. Algunos alumnos murmuran. El hurón comienza a aplaudir en la oscuridad: la obra terminó. Las palmas se contagian (St. Paul aplaude con aprobación y me mira, pero yo no aplaudo). El aplauso consigue cierta tibieza y se apaga, a la vez que se encienden las luces. -Florencia, vení que tengo un muñeco para que juguemos-. Es la voz de Ariel. -Callate, estúpido-, le responde Florencia, su compañera, desde la otra punta. -Un muñequito tenés vos-, agrega y el murmullo de los adolescentes se convierte en griterío general. Sonia se levanta, yo simulo buscar algo en mi maletín. -Silencio, chicos-, grita. Las cortinas se abren y los actores salen a escena.

Tomados de la mano, Graciela, Florencia y don Armando van hasta la punta del escenario y hacen una reverencia. Florencia, de nuevo, tiene puesto el guardapolvo. Sin su bagaje infantil, sin el rubor en los cachetes y con el pelo suelto, Florencia ya no es una nena, es una enfermera de película pornográfica.

Allá adelante, un par de alumnos, que están en primera fila, intentan mirar por debajo del guardapolvo de la limitada actriz. -Flor, ¿querés salir conmigo?-, -¿Te divertiste allá atrás, Flor?-, -Bien, don Armando-, gritan distintas voces. Graciela, al instante, cambia el rictus, se convierte en la mujer de pelo corto y con su mirada escrutadora intenta localizar a los groseros. Don Armando, pese a sonreír y mostrarse agradecido con el público, sigue pareciendo aquel que fue hace un rato: el vecino desocupado, que en cada encuentro casual te dice algo de fútbol o del edificio; el vecino capaz de arreglarte el calefón, capaz de violar a tu hija.

Los actores, después de recibir otro tibio aplauso, desaparecen detrás de las cortinas. Estoy a punto de levantarme, ir a buscar a mis alumnos, salir de este lugar, entregarlos a sus padres y volver a mi casa, cuando la mujer de pelo corto sale a escena de nuevo y agarra el micrófono:

-Bueno, eso fue todo. Espero que la obra haya sido útil para que aprendamos algo. Prevenir es mejor que curar, así lo dice el dicho. Esta dramatización que vimos hoy es algo que pasa, todos los días, mucho más de lo que ustedes se imaginan-. (Todos los días, a las 9:53 de la mañana, un violador se pone un sobretodo y toca el timbre de tu casa).

-Suele suceder que los padres están muy ocupados y terminan por dejar a sus hijos con personas que no son de confianza. Y después el problema es muy grave. Porque esto que vimos, este hecho de abuso, con solo ocurre una vez, ya deja un trauma de por vida. Y lo peor es que, lamentablemente, los hechos de abuso no suelen ocurrir sólo una vez, sino que se repiten. Los abusadores saben cómo atemorizar a sus víctimas, y las víctimas no hablan. Se forma un círculo. (Todos los días, a las 10:35, tu hija adolescente grita y, en círculos, corre desnuda por el living de tu casa).

-Nosotros, como padres y algunos como víctimas que fuimos, esperamos que esta obra les sirva a todos ustedes. (La mujer de pelo corto, una vez, fue adolescente y tuvo el pelo largo. Su vecino nuevo, a las 10:54 de un martes, le tocó el timbre, sus padres no estaban, y ella abrió la puerta). Que les sirva a los profes, que muchos deben ser padres; y a los alumnos que, más allá de que hagan chistes, son los primeros que tienen que estar atentos.

-¿Alguien tiene una pregunta? Bueno, desde acá les agradecemos su presencia. Agradecemos, como siempre, a los trabajadores de Argañaraz… No sé si sabrán que esto es una fábrica recuperada por trabajadores y que la sala de teatro la armaron ellos con mucha dedicación. Les agradecemos por prestarnos su espacio todos los días; y a ustedes les pedimos que no dejen de difundir la obra, así otras personas asisten y, entre todos, vamos generando más y más conciencia. Nuestros medios son limitados, toda ayuda será bien recibida. Adelante van a encontrar una bolsita donde pueden dejar sus contribuciones. Muchas gracias.

La mujer de pelo corto sale del escenario. Solamente un par de personas aplauden. Sonia aplaude y mira a su alrededor, instando a que la imiten. Todos los profesores nos levantamos de nuestras butacas, vamos hacia las filas delanteras a buscar a nuestros alumnos. Nuestros alumnos se levantan, se mueven por el teatro, algunos sin respetar los espacios horizontales.

Me acerco. Sonia llega un segundo después. -Vos dejá que los pibes hagan lo que quieran-, me dice, -¿Qué pibes?-, -Total, yo me encargo-, -¿Qué pibes?-, -Facundo y Lucía se estaban matando a besos-, -No los vi. Sonia, no señales-, -No me jodas. Martín y Ariel no pararon de gritar en toda la obra-. Sonia está enojada. Tomo medidas. -Martín, Ariel-. Esa es mi voz llamando a los chicos. Martín y Ariel dejan de trompearse amistosamente entre sí, me miran.-Vengan. Le van a explicar a la profe por qué gritaron durante toda la obra-. Ariel pone cara de fastidio, Martín sonríe. Aprovecho para alejarme de Sonia. Dejo que Martín le diga que él gritó porque la obra era aburrida y porque Florencia le pareció hermosa; que Ariel intervenga y diga que, pese a todo, la obra les enseñó mucho, que le gustó la parte en que los muñecos hablaban. Sonia, desorientada, va a decir -Bueno, bueno. Está bien. Si prestaron atención, está bien-, y los chicos van a volver a sus lugares hablando de ella, de su aspecto masculino, su aliento, su incapacidad para poner orden. Llego a la escalerita que conduce al escenario, subo un escalón y miro al público:

El profesor del Instituto St. Paul conversa con dos alumnos, pone cara de complicidad: sus alumnos sonríen con cierta timidez. Un colegio, no llego a leer cuál, ya está perfectamente ordenado, dispuesto a salir. Al fondo, el hurón abre las puertas. El reflejo de un farol ilumina la mitad de su cuerpo. Sonia intenta ordenar a nuestros alumnos, resignada a mi ausencia. Los alumnos se le escapan o la ignoran. Ludmila es la única que permanece sentada en su butaca. Sus ojos negros se mantienen fijos en el escenario como si la obra no hubiese terminado. Su cara pálida, su gesto de mujer adulta, combinado con sus facciones aún adolescentes, le dan un aire de lejanía. Por al lado mío, un hombre, muy diligente, pasa revoleando un billete de cinco pesos. Llega a la bolsita de contribuciones y, con dos dedos, arroja el billete dentro. Sigo su camino. De mi bolsillo saco un envoltorio de caramelo, lo hago un bollito, abro la bolsita de las contribuciones, miro dentro (todas monedas y el billete de cinco pesos): pongo mi contribución. Después, apoyo la espalda contra el borde del escenario. -No se puede apoyar ahí-, me dice una mujer gorda que no participó en la obra, pero que está muy segura de lo que se puede y lo que no se puede hacer después de la obra. -Perdón-, le digo y también me alejo de ahí, hacia la otra punta del escenario. Desde acá, veo los entretelones:

Florencia fuma en soledad, apoyada sobre una columna. Otra vez se cambió el guardapolvo: ahora viste un jean y una remera con la cara de un hombre maquillado. Después de cada pitada, Florencia suelta el humo con lentitud, tira el pelo hacia atrás, domina la postura: espera que alguien le saque una foto. Con mi celular, le saco una foto. Ella me sonríe, yo le muestro mi dedo pulgar hacia arriba.

Don Armando habla con otro hombre. Mueve con énfasis las manos. Parece estar hablando de fútbol o de automovilismo. Sigue vestido con su remera gastada y su jean mugriento: es difícil imaginarlo hablando de otra cosa con esa vestimenta tan desprolija.

La mujer de pelo corto habla con tres mujeres. Una de ellas es Sonia. Por reflejo, miro a mis alumnos: cada uno está en lo que quiere, pero nada grave. Con la mirada, busco el pasillo por el que Sonia accedió sin que yo la viera, pero no lo encuentro. Me vuelvo a concentrar en el grupo de mujeres: la mujer de pelo corto habla con aire grave, deja que las mujeres le respondan con aire aún más grave, y continúa. (-Las violaciones son algo terrible-, -Aberrante-, -¿Cómo puede existir gente así?-, -Entran a la cárcel y salen a los dos días-, -Falta una política de mayor rigor-, -A mí de chiquita: un tío-, -Hay que concientizar con políticas estrictas-, y la mujer de pelo corto, con el índice alzado, -No, chicas, no, lo único que nos puede salvar es el arte-).

Sigiloso, me acerco: ahora escucho la voz real de la mujer de pelo corto, que dice -Cuando esto pasa, en la adolescente se produce una fractura…-, la mujer de pelo corto piensa el adjetivo, -Una fractura eterna- completa, y después pregunta -¿Se dieron cuenta en qué elemento aparece representada esa fractura?-. Las otras mujeres piensan, piensan, hasta que Sonia arriesga -En los muñecos-, -No, Sonia. En el guardapolvo: cuando Flor es violada, deja de ser una niña para siempre, esa ya no es más su ropa-. Todas asienten, satisfechas y pensativas.

Le toco el hombro a Sonia. -¿Y los pibes?-, -Te los dejé a vos-, -Dale, Sonia-, -Para que hagas algo, pero veo que no sos capaz-, -No, Sonia. No soy capaz-. Sonia saluda a todas las mujeres con un beso y se va a ocupar de nuestros alumnos. Quedo frente a frente con la mujer de pelo corto. -Hola, ¿qué tal?-, me saluda, -Muy bien, ¿y usted?-, -Bien, por suerte-, -Disculpe-, le digo, -quería saber su nombre-, -Graciela me llamo, como el personaje. Graciela Pérez-, -Ah, como el personaje-. Graciela Pérez no me pregunta mi nombre, pero me mira expectante. -La obra fue excelente-, le digo y como sigue expectante -Hacía tiempo que no veía algo así- agrego. (Graciela Pérez duda: ¿sarcástico o sincero? Duda, pero una pequeña sonrisa se le dibuja en la cara). -Usted me está cargando-, -No, de verdad. ¿El guion es suyo?-, -Sí-, -Excelente-, -Bueno, gracias-, -No. Gracias a usted. Fue una experiencia muy didáctica.

Mis alumnos ya están formando. Sonia pasa revista. Me paro tras ella. Sonia los cuenta. Yo me fijo si están todos: Abel, Martín, Florencia, Nicolás, Facundo y Lucía, Carolina, Ariel, y los nombres siguen, pero falta Ludmila. Sonia, como siempre, se da cuenta de las cosas antes que yo. -Falta Ludmila-, me dice y despliega su pequeño melodrama: se muerde los labios, niega con la cabeza, se pasa la mano por la barbilla y por el pelo, hace un chistido de lamento, y exclama -¿Y ahora con qué va a salir esta piba?-, -Debe estar en el baño-, le respondo, -No hay baño-, -¿Cómo que no hay baño?-, -Vos nunca tenés idea de nada, ¿no?-, -¿A dónde nos trajiste, Sonia?-, -Buscala vos a tu alumnita, a mí me odia-, -No me jodas-, -Buscala vos, esa piba me tiene cansada-, concluye Sonia. Nuestros alumnos observan la discusión y comentan en voz baja. Algunos se ríen, otros especulan sobre la ubicación de Ludmila. -Chicos-, digo, -¿Alguno sabe dónde se metió Ludmila?-, -Ya les pregunté y no saben-, interviene Sonia, -Chicos, ¿alguno sabe?-, insisto. Los alumnos, durante unos segundos, me miran con cara de no sabemos y nos importa un carajo. Ariel toma la voz: -Profe, usted va a poder encontrarla- y, con el mismo tono jocoso, Martín agrega -Sí, profe, póngale esa onda de siempre y la encuentra-, y después no sé quién es el que comienza, pero todos se ponen a aplaudir y a cantar -Profe Profe Profe Profe/Profe Profe Profe Profe.

Hago un paneo general desde mi posición: busco un guardapolvo blanco entre las faldas escocesas y los chalequitos verde oscuro. Las filas de cada colegio ya están en posición de retirada. -Profe. Profe-, me doy vuelta: el que me llama es Abel. Está serio. -¿Qué pasa?-. Se toca la cabeza con el dedo índice izquierdo y dice -Para encontrar a Ludmila tiene que pensar como si fuera ella-. Después, abre bien grande sus ojos, me apunta con su dedo índice derecho y con el pulgar dispara. Recién entonces sonríe. “El mendigo de mi casa”, el último poema de Ludmila, escrito hace dos días, leído en voz alta con tal euforia que ningún compañero se animó a la risa:

 

El mendigo de mi casa

no se depila con cera:

ayer me mostró sus partes

en el camino a la escuela

 

El mendigo de mi casa

tiene la sangre muy negra:

hoy le metí un balazo

en el camino a la escuela.

 

Avanzo por el pasillo, entre las filas de los colegios privados. Miro las caritas de los chicos (cuando crezcan, cada uno se va a sentar en un escritorio, va a tocar una campanilla, una jovencita con rasgos indios, disfrazada de mucama, dirá -¿Qué necesita, señor?-, -Nada, simplemente me sentía solo-); miro las caritas de las chicas, (cuando crezcan, van a tener hijos, una camioneta hermosa y nunca tendrán el maquillaje corrido). Un rubiecito aprovecha su posición en la fila y, con velocidad, mete la mano debajo de la pollerita de su compañera. Presiona la nalga y saca la mano. Su compañera tira un manotazo hacia atrás como si espantara una mosca, pero no atina a darse vuelta y pegarle un sopapo. El rubiecito me mira, sabe que lo vi, y se hace el idiota. Su docente es la mujer gorda que me corrió, sin derecho, del borde del escenario. Está distraída mirando las zapatillas rosas de una alumna. Me acerco al rubiecito y levanto la mano como para darle un sopapo: el rubiecito se cubre con sus brazos lampiños. Le doy un suave toquecito en la cabeza. Después sigo hasta llegar al escenario y doy la vuelta a la sala por el otro pasillo. Ludmila no está. Me agacho para mirar debajo de los asientos, apoyo las manos en el piso: y Ludmila no está ahí, su cuerpo ni siquiera entraría entre dos filas de asientos. Cuando me levanto, tengo las manos negras y pegoteadas de mugre. Doy la vuelta completa.

-No está acá-, -¿Cómo que no está acá?-, me pregunta Sonia, -Vos conocés mejor el lugar-, le digo, -Yo no conozco nada-, -Sí, vos conocés los recovecos-, insisto y Sonia -¿Recovecos? ¿Qué recovecos?

Los colegios comienzan la retirada. Me asomo por la puerta de salida: ya es de noche, hace frío, la madre de Martín me señala, seis o siete padres se agolpan alrededor mío. -¿Ya salen?-, -Vamos que hace frío-, -¿Cómo le va, profesor?-, -¿Puedo entrar a retirar a mi hija?-. Ludmila no está afuera, los padres de Ludmila, como siempre, no están.

El teatro va quedando vacío, paso por al lado de mis alumnos, me miran y murmuran que soy un incompetente. Recorro el pasillo hasta llegar detrás de bambalinas. Me encuentro allí a Florencia y Graciela conversando acaloradamente. No advierten mi presencia. Florencia dice -Vos te creés la dueña de todo-, y Graciela responde -Si no te gusta, hacé tu propia obra-. -Disculpen-, digo yo, las mujeres me miran, -Se me perdió una alumna-, -¿Cómo que se perdió una alumna?-, -Sí, la busqué por todos lados-, -Se habrá ido a su casa, entonces-, Florencia habla con naturalidad, como si en el mundo no existieran las personas dispuestas a aprovecharse de las jóvenes que usan guardapolvo. -Lo primero es reconocer que todos somos responsables, ¿no?-. Me alejo de las mujeres, vuelvo a la sala.

El hurón, con su linterna, ilumina cada butaca vacía. -Estoy buscando a una alumna-, le digo -¿De qué colegio?-, me responde -¿Eso qué importa? Usa guardapolvo-, -Entonces importa-. Me acerco a su cuerpo retacón y lo advierto -Es una alumna que discutió con usted en mitad de la obra-. El hurón me ilumina. -Alejate un poco-, dice y después agrega -Esa chica primero quería ir al baño, después se quería ir a su casa, y me habló con malos modales-, -¿Dónde puede estar?-, -Y si no sabés vos-, -No, no sé. Debe estar buscando un baño. ¿Cómo puede ser que no haya baño si ustedes trabajan acá?-, -Claro que hay baño, pero es para los empleados-, -¿Y dónde está?-, -Hay que entrar a la fábrica-, -¿Y la fábrica?-. El hurón niega con la cabeza. Le apoyo mi mano mugrienta en el hombro, le doy dos palmadas (me aseguro de que la mugre quede pegoteada en su ropa). -Está todo bien-, le digo, saco mi billetera, y le paso un billete de cincuenta pesos. El hurón, a contraluz, comprueba que no sean falsos. -Seguime-, dice después, y me conduce a un costado del escenario, hasta una puerta tapada por el cortinado. -Acá se cambian los actores, y si seguís por el pasillo a la izquierda está el baño-. El hurón me deja solo. Enciendo un cigarrillo.

En el primer cuartito están los restos de la obra: Barbie y Ken tirados en el piso, la pava roja, las sillitas infantiles, los anteojos de sol de Graciela, el guardapolvo de Flor. Avanzo por el pasillo, doblo a la izquierda y golpeo la puerta de lo que debe ser el baño. Nadie me responde, vuelvo a golpear y ante el silencio, entro. Enciendo la luz: el baño es apenas un inodoro desvencijado, una masa de papel higiénico mojado, y una pileta llena de moho para lavarse las manos. Me arremango y abro la canilla: el agua sale marrón.

Salgo al pasillo y, en lugar de volver por donde vine, doblo a la derecha. Encuentro una puerta que dice “Únicamente personal autorizado”. Entro y prendo la luz. Aparece ante mí un cuarto inmenso, casi vacío, con un cartel “Hilados La Nobleza”, y dos máquinas de coser viejas, a pedal. Me acerco a una, intento pisar el pedal, pero la corrosión del óxido impide el movimiento. Tiro la ceniza del cigarrillo en una grieta que hay en el piso de madera. Me acerco a la otra máquina: apenas apoyo el pie en el pedal el engranaje se mueve, un traqueteo sonoro ocupa todo el espacio, la aguja da una puntada en la nada y escucho la voz de Ludmila. Atravieso el cuarto, el piso de madera hace ruido, abro la siguiente puerta y ahí está:

Ludmila, de pie, sin guardapolvo: las calzas negras ajustadas en la cintura, el corpiño blanco casi sin relieve, la piel aún no marcada por el paso del tiempo. En las manos, Ludmila tiene un arma y ahora me apunta a mí. -¿Qué pasa?-, me dice, y yo miro su mochila llena de logos rockeros, tirada a un costado; su guardapolvo, hecho un bollo; a don Armando, en el piso, apoyado contra una máquina, hecho un bollo (-Sacale el arma-, me grita); el cartel que dice “Sala de máquinas”; y las máquinas: cilindros cromados que se conectan perpendicularmente con largos tubos de color azul, cuadrados metálicos con leyendas que no llego a leer, volantes para abrir o cerrar válvulas, y perillas de todos los colores.

-Bajá eso, Ludmila, ¿qué pasa?-, digo y tiro el cigarrillo. -Me quiso violar-, Ludmila ahora lo apunta a don Armando, que grita -Mentira, la flaca está loca, sacale el arma-. -Me arrancó el guardapolvo-, grita Ludmila, -Mentira-, replica don Armando. Ludmila busca su guardapolvo, me lo tira, lo reviso: tiene las costuras rotas, le faltan un par de botones. -Eso lo hizo ella, la flaca está loca-, don Armando está a punto de quebrarse en llanto. -Yo había ido al baño-, dice Ludmila, -Cuando salí, este hijo de puta me estaba esperando. Grité, pero me metió a la fuerza en este cuarto-. Don Armando levanta las manos, parece pedir la palabra, lo miro: -Flaco. La piba está delirando. Hasta recién me llamaba por otro nombre, me decía que era la venganza, la piba está loca-. Don Armando sigue vistiendo la misma ropa con la que actuó. Está más sucio que antes. El piso también está sucio, los cilindros, los tubos, los cuadrados, todo está lleno de polvo. -Se desabrochó el jean, me decía que yo era su mujer-, Ludmila también está a punto de llorar. Don Armando, efectivamente, tiene el jean desabrochado y la bragueta baja. Su ropa interior es de un amarillo descolorido. -Vos me obligaste a que me desabroche el jean-, dice, Ludmila lo apunta -Callate, hijo de puta, te voy a matar-, -Calmate. No dispares-, digo yo y agrego -Cerrate el jean, por favor-. Don Armando obedece como si yo tuviera el arma. -Lo ayudó el otro viejito, el de boina. Mirá-, me dice Ludmila, se me acerca, me muestra dos moretones en su brazo derecho. Cada vez que se mueve, revolea el arma como si fuera de juguete. -Eso se lo hizo ella misma, con la culata-, grita don Armando y se acurruca aún más contra la máquina, y yo pienso en un bebé que no quiere nacer. -Me agarró del brazo, me arrancó el guardapolvo, me tiró al piso, me lastimó la cintura-. Ludmila, con una mano, se estira el elástico de su calza, se la baja apenas para que yo pueda mirar, pero yo no miro sus posibles moretones, yo miro el arma que Ludmila sostiene al alcance de mi mano: Colt 1911, Mfg. Co. Hartford, Ct. U.S.A. Levanto la mirada, don Armando me señala el arma disimuladamente. Vuelvo a mirar la empuñadura negra, el símbolo de un león en plateado, el resto del arma en gris. Don Armando grita -Sacale el arma, flaco-, Ludmila lo mira, en ese segundo de distracción yo no hago nada, y ella vuelve donde estaba antes. -Sos un pelotudo, flaco-, me dice el viejo, -Y vos quizás sos un violador-, le respondo, -Es un violador-, afirma Ludmila, -Y vos quizás sos una loca-, -No soy una loca-, -No sé. Yo no debería estar acá-, respondo, salgo del cuarto, cierro la puerta y me alejo por el pasillo esperando que el disparo suene cuando yo ya no lo pueda escuchar.

 

Bruno Petroni es docente y escritor. En 2011 publicó Los chicos y las guerras y en 2015 La revolución de los justos.

 

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