En una serie de crónicas construida a través de la memoria de los protagonistas, Matías Cambiaggi reconstruye los avatares de la resistencia al menemismo y las nuevas formas de organización a las que dio lugar. Un libro necesario, del que Socompa adelanta un capítulo.
LA CASA DE LA MEMORIA (1998)
Recuperación de una unidad básica combatiente
La izquierda, después de la caída del muro, se había quedado sin brújula y el Frente Grande era más de lo mismo, por eso nosotros en 1996 discutimos un nuevo paradigma, que era la necesidad del Frente Único, de un nuevo proyecto nacional y esas fueron las banderas del Frente de la Resistencia y del Polo Social, y la expresión más concreta de eso se dio poco después en Venezuela con Chávez.
Beto miró por el espejo retrovisor del Rastrojero y se agarró fuerte al volante. Miró a los dos costados de la chata para ver mejor a esos autos nuevos que lo pasaban como si estuviera detenido y, por un segundo, pensó que de verdad era así. Que la chata por alguna razón se le había quedado en la mitad de la Panamericana, pero ahí estaba la aguja del velocímetro que decía otra cosa, clavada siempre en 80, como desde que había salido de Villa María. Y ahí mismo se dio cuenta de todo. Estaba entrando en la ciudad monstruo.
El largo y relajado viaje desde Córdoba se había acabado, pero para sacar la visa porteña antes tenía que sacudirse un poco el polvo del interior. No había otra verdad más que esa, o por lo menos no había otra más a mano y, en ese momento en el que cedió la sorpresa y la resignación les ganó a los nervios, recordó con una mueca a los compañeros que le habían dicho, entre risas, que cuando llegara al Obelisco se iba a impresionar. Lamentó no tenerlos cerca, ahí mismo, sentados al lado de él en la chata, para decirles que eran unos “culiados”.
Beto llegaba a Buenos Aires con el objetivo de radicarse para consolidar el trabajo de Patria Libre y su herramienta electoral, el Frente de la Resistencia, en zona norte. Antes que eso, o en el mientras tanto, también tenía que conseguir trabajo y un lugar donde vivir si quería sobrevivir en la ciudad donde Dios atendía el mostrador.
El desafío era complicado, pero en poco tiempo todo se empezó a ordenar y, casi antes de que pudiera desarmar los dos bolsos que se había traído, consiguió primero alojamiento en la casa de un compañero y poco tiempo después empezó a trabajar en la fábrica de pinturas Colorín de Munro. Al mismo tiempo, sostenía el funcionamiento regular de los ámbitos de la organización. Pero todavía le quedaba uno de los objetivos como una deuda. El Frente de la Resistencia no terminaba de consolidarse. Se hacían reuniones y había grupos de militantes políticos y sociales interesados, pero las elecciones de 1999 todavía quedaban lejos y la dinámica política de la zona no arrancaba. El norte bonaerense ya no era el cordón industrial que había sido, con fábricas históricas como Hidrófila Argentina, Productex, Editorial Abril, Cofia, Sedalana, Metalúrgica Tensa, Ford, Fundiciones Santini, Astilleros Astarsa, Pinturerías Alba, Colorín y Matarazzo, entre otras.
El presente era del hormigón deshabitado y las máquinas oxidadas, con algunas pocas excepciones como Colorín, la fábrica donde había empezado a trabajar, el resto era olvido y las tradicionales casonas de la burguesía, en donde tampoco había espacio para ninguna propuesta política que cuestionara al menemismo y su modelo del uno a uno.
La dinámica política, igual que el sujeto social, había cambiado, decía Beto, pero no estaba muerta, tampoco lo estaba la memoria histórica.
Era cuestión de buscar, aunque tampoco estaba muy convencido de cómo hacerlo o dónde. Orientaciones generales sobraban, pero aplicarlas en forma creativa a la particularidad de la zona que le tocaba desarrollar políticamente era otra cosa. Pero todo eso cambió cuando charló con Jorge Reyna. Ese fue el momento en el que se convenció de que podía pegar el batacazo.
Reyna, el candidato a presidente por el Frente de la Resistencia, durante esa charla le propuso la idea de repetir en la zona norte del Conurbano una experiencia que habían llevado adelante en La Plata él y otros compañeros durante 1993. Se trataba de la recuperación de la casa de Clara Anahí, un local de Montoneros que había funcionado como una imprenta clandestina hasta el operativo de la dictadura que le puso final.
Reyna tenía un recuerdo un poco borroso del lugar, pero sabía que por Munro o San Martín había funcionado una unidad básica muy importante, que se mantenía cerrada desde los años de la dictadura, conocía a algunos de los compañeros que habían militado en ella y tenía una capacidad para convencer a prueba de todo.
–El menemismo está en retirada. El momento es este –le dijo aquel día de la charla al Beto y él compró enseguida.
El Beto, con el artículo siempre adelante como le decían los compañeros, sabía muy bien que el hecho de recuperar esa unidad básica no solo tenía un valor histórico en sí mismo, sino que también podía significar un aporte importante para el armado del Frente y la construcción de su identidad política vinculada a la resistencia dura al menemismo. Decidió darle máxima prioridad.
Sin perder tiempo, esa misma semana de la charla con Reyna, se contactó con varios de los ex montoneros que había agendado, pero también con HIJOS zona norte y varios de los centros culturales de la zona y, poco después, empezaron las charlas con la idea de recuperar el histórico local partidario.
La Unidad Básica Combatientes Peronistas, coordinadora zonal de la regional 1 de la juventud peronista, como se llamó hasta 1975 el local que pretendía recuperar, estaba ubicada en Malaver y Mitre, partido de Munro, una zona estratégica para articular toda la zona norte y tener un fácil y rápido acceso a la Capital.
La historia que recitaban los más veteranos decía que en el año 1972 le ofrecieron la casa al Nono Lizaso, integrante de una familia de luchadores peronistas. El local estaba desocupado por un conflicto con el dueño que no lo podía alquilar. La militancia ocupó la casa y levantó alrededor de las paredes contenciones de ladrillos para estar a tono con los tiempos que se vivían en el país y que resultaron útiles durante los atentados que se repitieron durante los años siguientes.
En esta casa, concluían en el mismo tono, se podía resumir toda la historia del peronismo. Pero, después de veinticinco años de encierro, parecía no quedar nada de aquello, no había nada en su aspecto que diera testimonio de ese tiempo. Toda esa historia estaba tapiada. Con el recuerdo silenciado de todo lo que había sucedido entre esas esquinas, todo lo que se había pensado y todos los que estaban y ya no.
Todas las historias que habían contado esos compañeros al borde de las lágrimas estaban encerradas entre esas enormes carteleras que lo cubrían todo. Todo, menos un pequeño espacio en el que sobresalía un extraño cartel de “Vende” y que según los vecinos permanecía colgado en el mismo lugar desde hacía varios años. ¿Quién lo había puesto?
El cartel era el testimonio evidente de que alguien pretendía adueñarse del lugar, pero ninguno de los vecinos a los que les habían preguntado sabía o quería decir quién podía ser.
Con los días surgió el nombre de un tal Andrelo, pero para el Beto había llegado el momento de pasar a los hechos y era necesario avanzar con lo que se había resuelto.
La charla para organizar los aspectos más concretos de la recuperación fue breve y, en la división de tareas, Leo, un compañero de Patria Libre, asumió la responsabilidad de llevar algo para romper los candados, otros compañeros y compañeras, la de armar una bandera para el día de la toma y Beto, la de contactarse con algunos abogados para que estuvieran disponibles por si algo salía mal.
El día D, el 6 de diciembre, amaneció despejado y con un sol que calentaba aún más en la esquina acordada para el encuentro.
Era un típico día peronista, según decía entre sonrisas una compañera que había militado en el PB[1] y Beto pensó que podía ser un buen augurio.
Pocos minutos después, todos desplegaron la bandera argentina que habían preparado y empezaron a marchar “sin levantar mucho la perdiz, pero tampoco escondidos ni tapados” hacia Malaver y Mitre.
Cuando la columna llegó a la unidad básica, frente a la puerta que tenían que abrir, Beto le pidió a Leo que rompiera los candados, como habían hablado, pero cuando vio que sacaba de la mochila apenas un martillo y un destornillador, se puso más serio que de costumbre y se le cruzó por la cabeza la idea del fracaso, pero sobre todo la vergüenza que iba a sentir cuando tuviera que dar explicaciones de los motivos.
Leo, que ya lo conocía bien, se dio cuenta de todo sin que Beto le dijera nada y enseguida empezó a golpear el candado con todas sus fuerzas para corregir el error, pero, al tercer golpe, el martillo se partió al medio. Sin levantar la mirada ni moverse de al lado de la puerta, buscó en el piso hasta que encontró una piedra que podía servir y volvió a golpear al candado con ella hasta que finalmente se abrió.
Beto cruzó la puerta y apenas dio el primer paso hacia el centro del local sintió un olor a humedad como no había sentido nunca en su vida. Avanzó, sin embargo, como tanteando el piso y atento a la posible aparición de alguna presencia inesperada, esquivó unas latas y unos fierros que había en el piso, volvió a levantar la vista y se encontró, al mismo tiempo, de frente a una pared y al rostro de una mujer amurado en un afiche que ya parecía ser parte de la pared. “Evita vive en el corazón del pueblo”, decía, y sonaba como una sentencia. Recién en ese momento Beto se dio cuenta de todo. Se había encontrado de frente con la historia que había ido a recuperar junto a tantos compañeros. Miró otra vez las paredes, esta vez prestando atención a lo que tenían para decir, y enseguida encontró otro afiche que decía: “Bienvenido General” y otro con una convocatoria: “Todos a Ezeiza”, y la imagen de las multitudes montoneras y, entre ellos y por todos lados, pintadas hechas a pincel o con aerosol en cada una de las paredes hechas con nombres de compañeros caídos.
Los compañeros que avanzaban detrás de él, como Beto, tampoco podían creer todo lo que veían y cómo se había conservado. Los más jóvenes enmudecieron frente al contacto palpable con aquella historia silenciada, a la que solo habían conocido por alguno de los pocos libros que contaban sobre aquella época, relatos de viejos militantes o de familiares. En ese local se respiraba algo distinto, además del olor a humedad. Era un viaje en el tiempo a un momento virgen, con el futuro abierto y sin las mediaciones de la derrota y los reproches, y esa era una experiencia inédita.
Con el paso de los minutos, entre tantas sorpresas, descubrieron unas enormes bolsas negras llenas de ropa húmeda, de las cuales salía aquel olor insoportable. Una de ellas estaba colmada de guantes militares de la marina.
¿Cómo habían llegado hasta ahí? Pero, sobre todo: ¿Quién era en realidad ese Andrelo?
Había muchas preguntas más para hacerse, pero en ese momento lo más importante era enfocarse en los objetivos. Sin perder más tiempo, Beto y algunos de los viejos montos que habían militado en el lugar convocaron a todo el activismo político y social de la zona a un plenario para esa misma tarde.
La idea era dar a conocer la recuperación del lugar y convocar a los vecinos a colaborar para empezar a ponerlo en marcha. Lo que nadie se animaba a predecir todavía era la aceptación que podía tener la propuesta, pero tenían una muy buena señal: la noticia de la recuperación se estaba expandiendo más rápido y más lejos de lo que habían imaginado y, cuando llegó la hora prevista, el lugar desbordó de gente y contó hasta con la presencia de una de las sobrinas del Nono Lizaso.
En ese plenario de emociones intensas, se decidió la apertura del lugar y en primera persona del plural se descubrió toda su historia.
La ex unidad básica fue bautizada, a propuesta de quienes militaron con él, como “Casa de la Memoria Jorge Nono Lizaso”, por todo lo que representaba su nombre y el apellido de su familia para la historia del peronismo de zona norte y la de todos los que luchaban por un país más justo.
Siguieron después los aplausos, las lágrimas y la sensación de cierre de un ciclo que era también herida abierta para muchos. Beto, que era difícil de impresionar, por primera vez, en ese momento, sintió que le temblaban las piernas y que la historia empezaba a interpelarlo más de cerca.
La casa, los afiches, los viejos militantes que seguían y los familiares de los compañeros desaparecidos que habían militado en la casa compartiendo el plenario formaban una continuidad que articulaba toda la historia de esa generación que había dejado todo por la Patria Socialista. Para el Beto esa imagen de conjunto –con todas esas voces hablando ahí nomás, tan cerca de él, contando la historia de esas luchas que eran como los cimientos de esa casa– era la síntesis de todo y, al mismo tiempo, un viento huracanado que sacudía al más plantado.
Lo que siguió después de las primeras emociones era más gris, pero igual de importante. Tenían que defender lo que habían conquistado entre todos en ese rincón de Munro. Desde esa misma noche se organizaron las guardias con horarios asignados para todos.
¿Aparecería ese Andrelo? ¿Se animaría a dar la cara?
La respuesta llegó esa misma noche, durante la primera guardia nocturna.
Primero fue un auto de la policía circulando despacio por la puerta de la Casa de la Memoria, sin dar ninguna explicación. Después siguió otro auto, también mostrándose por la puerta de la casa, pero sin luces y sin identificación. El segundo día fue el propio Andrelo el que se acercó hasta la puerta de la casa, golpeó la puerta y exigió el desalojo, afirmando que era el dueño.
–Voy a volver con la policía y los voy a echar a todos a la mierda –dijo ese día antes de irse.
Andrelo no se iba a rendir fácil después de tantos años de apropiación, pero el paso del tiempo ahora le empezaba a jugar en contra, porque cada vez llegaban más vecinos para apoyar la recuperación de la casa y también crecía el acompañamiento del activismo de zona norte.
La historia de la casa también empezaba a ser nota de revistas y algunos diarios y empezó a aparecer en las paredes del barrio un nuevo afiche de la Casa de la Memoria con el rostro de Evita, el mismo que había visto Beto cuando cruzó su puerta por primera vez. Bajo la foto, la consigna: “En esta casa se pensó y se luchó por la justicia social”. El cerco de veinticinco años de silencio se empezaba a romper.
Andrelo también sería consciente de eso, por eso no dejó pasar más tiempo.
El 28 de diciembre, el Día de los Inocentes, Beto se despertó escuchando unos ruidos muy fuertes y, apenas unos segundos después, empezó a recibir golpes y empujones sin que casi pudiera ver de dónde venían. Abrió los ojos con dificultad, entre los brazos que le caían, y pudo ver, a pesar de la oscuridad, que le estaban apuntando y que eran muchos. Intentó apenas cubrirse un poco, mientras lo empujaban y le seguían pegando, pero no logró hacer demasiado. El sonido se hacía más fuerte y se volvía ensordecedor. Todo estaba pasando en pocos minutos, pero parecían interminables. Enseguida estaba en la calle, ya no le pegaban, pero el ruido seguía. A su lado estaban los otros tres compañeros que compartían el horario de la guardia con él, también golpeados y aturdidos. El rugido ensordecedor que escuchaban provenía de una máquina con un martillo hidráulico que intentaba demoler la casa. También una cuadrilla entera de albañiles con taladros y mazas golpeaban con fuerza las paredes y los techos para tirarlos abajo en el menor tiempo posible. Todos escoltados por la patota de Andrelo: cuarenta hombres, muchos de ellos armados.
La esquina de Malaver y Mitre se había vuelto un caos de grandes proporciones para esa zona tan tranquila de Munro. Sin embargo, durante todo ese tiempo, nunca apareció un patrullero y el mensaje era evidente. Andrelo era el Estado, por lo menos en Munro.
El Beto trataba de procesar y entender todo lo que estaba pasando en segundos, todavía aturdido y cubierto por el polvo que seguía cayendo por la destrucción en marcha. En ese momento, cuando empezó a ver vecinos que caminaban para ir a su trabajo se le ocurrió pararlos para contarles la situación, suponiendo que con la presión de la gente en la puerta la patota se iría, pero no consiguió demasiado.
Otra compañera tuvo una idea mejor y empezó a llamar a los medios pidiéndoles que enviaran periodistas a cubrir lo que estaba sucediendo y eso era todo lo que podían hacer. Después, todo era esperar y cruzar los dedos para que llegaran antes de que terminaran de tirar abajo la casa.
Veinte minutos después de ese llamado, llegó un móvil de “Crónica, firme junto al pueblo”, como la recordó para siempre Beto desde ese día. Encendieron la cámara y la patota paró la demolición y se empezó a ir.
En ese momento también aparecieron los patrulleros de la policía, pero apenas para cubrirse y sin intervenir en ningún momento, porque la patota y la cuadrilla de laburantes salieron de la casa como si no hubieran hecho nada y sin que la policía les exigiera ninguna explicación.
El Beto y varios más entraron de nuevo en la casa y fueron testigos del desastre irreparable que había causado la patota de Andrelo. Todavía no se podía calcular muy bien la magnitud de todo lo que había pasado, pero ya se veían algunas paredes derrumbadas y otras seguían en pie, pero con un evidente riesgo de desmoronamiento.
El estado del lugar era caótico y la conclusión más a la mano era que tenían que volver a empezar. Que había que ponerla otra vez en pie y calcular costos. Pero también tenían que resolver la tenencia definitiva del lugar. ¿Pero cómo paraban a Andrelo y a su Estado paralelo enclavado en el medio de Munro? ¿Con qué fuerzas?
La segunda etapa de la Casa de la Memoria seguía siendo, como en los 70, el escenario de una lucha política que todavía no se había saldado.
[1] Peronismo de Base.